jueves, 29 de noviembre de 2007

“La tirada de dados jamás abolirá el azar” - Raquel Capurro

“La tirada de dados
jamás abolirá el azar”1
Raquel Capurro
Colón creyó viajar a las Indias y se encontró con una tierra desconocida a la que
llamó la Nueva España, modo de atenuar quizá la sorpresa ante la novedad; pero,
que esa fuera otra tierra no quedó claro hasta que los primeros mapas dibujaron
su contorno y la situaron respecto a los territorios ya conocidos. Apareció así bajo
la pluma de Américo Vespucci un nuevo mundo. Desde entonces podemos distin-
guir entre viajar a la India, viajar a Europa y vivir en América.
En este trabajo trataremos de guiarnos mediante cierta cartografía lacaniana
que quizá nos permita —al comparar— distinguir e interrogar el acontecer de un
análisis como un acontecer que puede situarse en un territorio que se diferencia
de otros. Porque, ¿en qué mapa marcar el encuentro entre analizante y analista?
¿Cuáles son sus coordenadas? ¿Cuál es su espacio y su tiempo? ¿Dónde se produce
ese encuentro? ¿Con qué parámetros pensarlo? Hay situaciones que invitan a
cierto sesgo de abordaje. La muerte de un analista es una de ellas. Como sucede
con un barco en alta mar, a veces un análisis naufraga, y ese naufragio coloca al
analizante en una situación de extrema dificultad, que interroga también a la
comunidad analítica. Proponemos avanzar por esta vía.
En el punto de partida, la muerte del analista no es una alternativa a menudo
invocada, salvo para exorcisarla, pero luego, en el transcurso de un análisis, bas-
ta a menudo muy poco para desencadenar su sombra: un flaqueo en la salud del
analista, o una simple ausencia, o un timbre en la puerta que no funciona. Un
cierto pánico y la idea de un “¡no puede hacerme esto!”, pueden imponerse sin que
uno sepa mucho cómo situarlo, salvo en esa especie de grito interior que salvaje-
mente reclama que eso no puede interrumpirse de cualquier modo. Es un grito
lanzado a la Muerte, a su señorío. Un reclamo de “respeto”: ¡no, así no, aquí no!
¿Qué es lo que allí se reclama? ¿Qué puede implicar de específico la muerte del
analista? ¿En qué se diferencia de una partida, en términos geográficos, a otro
lugar, que parece imponer —¿del mismo modo?— la interrupción de una cura?
Del poema de Stéphane Mallarmé: Un coup de dés jamais n’abolira le hasard, 1914.
1
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RAQUEL CAPURRO
Partir c’est mourir un peu, mourir c’est partir tout à fait, se dice en la lengua
francesa, ¿qué hay de muerte en una separación y de separación en la muerte?
¿No habrá aquí distinciones a realizar, que se hacen aún más complejas en la
situación analítica armada en y con la transferencia?
Un viaje a la India
A la luz de estas preguntas, la lectura del libro de Charles Malamoud, Le jumeau
solaire,2 provoca un descentramiento cultural que sugiere un camino en la dife-
renciación, para intentar por esa vía cierta precisión de la situación que preten-
demos abordar. Para ello hemos de acompañar a Malamoud en una incursión en
la que estudia algunas modalidades de los ritos funerarios en la India. Esbocemos
pues las aristas de su riquísima y documentada exposición, narrada en un par de
capítulos titulados Les morts sans visage y Le sacrifice des os.
Del duelo como sacrificio
En la India brahmánica, toda la ritualidad del duelo —explica Malamoud— está
ordenada por una pregunta: ¿qué hacer con los muertos?, y más precisamente,
¿cómo dejarlos de lado?, ¿cómo impedir que retornen a acosar a los vivos?
La respuesta religiosa toma cuerpo en el acto ritual de un sacrificio a efectuar.
Esta posición ordena los diversos ritos: se procede colectivamente a la cremación
del cadáver, luego a la de sus huesos, se da trato a las cenizas y a las ofrendas
alimenticias, elementos todos que cambian la consistencia del muerto, de su cuer-
po, que puede entonces transformarse en “materia sacrificial”. A través de dones,
libaciones, cánticos, etc., el muerto se ve liberado de los lazos con los vivos y puede
emprender su viaje al más allá donde se producirá su transformación en ancestro.
Se trata, pues, de consentir a este alejamiento, de liberar al muerto de sus ataduras,
y por ello, no habrá memoriales ni recordatorios de su pasado que sólo obstacu-
lizarían su porvenir.3
El punto que despertó nuestro interés está ligado a esta concepción sacrificial
del duelo con modos muy precisos de tratamiento de los “restos” fúnebres, así
Charles Malamoud, Le jumeau solaire, Seuil, París, 2002.
2
Sólo los ascetas, los llamados “renunciantes”, que viven en los bosques, en las afueras
3
de pueblos y ciudades, y que han roto solemnemente con las reglas de la vida social,
tienen al morir un trato distinto: no son cremados sino enterrados con gran pompa y
sus tumbas se convierten en lugar de peregrinación para quienes, por fuera de los
lazos familiares, estuvieron ligados a ese muerto.
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como de toda materia sacrificial. Las elaboraciones de Jean Allouch4 han pues-
to de relieve esta conjunción entre la concepción hinduista y la experiencia
analítica. En su libro, señala que la muerte que nos pone de duelo —y no son
todas— “reclama” del sujeto la efectuación subjetiva, no sólo de la partida defi-
nitiva del muerto, sino también de la pérdida, con ese muerto, de un pequeño
bout de soi (trozo de sí) que se ha llevado consigo. Pasaje, mediante una ope-
ración subjetiva, de la muerte soportada, impuesta, a la muerte convertida en
don sacrificial, en don de lo que se creía ser con el otro, en “sacrificio gratuito del
duelo”.
Subraya también Allouch que la llamada clínica analítica, con sus múltiples
manifestaciones, se revela en cada caso como forma particular encontrada por
un doliente —en una sociedad desprovista de rituales y de formas colectivas de
tratar a la muerte— de “resolver” su relación con un muerto, en particular con
aquél o aquélla con quien su castración se sostenía. Dicho de otro modo, aquel
sujeto en cuyos síntomas se enquista el malestar existencial de un duelo salva-
jemente tramitado, puede encontrar en el curso de la cura analítica una forma
más adecuada de situar el lugar y la materia del sacrificio exigido por la muerte y
asentir a que, por esa vía, subjetivamente, éste tenga lugar de un modo distinto
al ritual.
Destacados estos puntos de contacto y de diferencia como disparadores ini-
ciales de este “viaje”, señalemos que no alcanzarían para justificar nuestro rodeo
si no se nos planteara, además, algún punto más específico que pudiera echar
luz, quizá por puro contraste, a la situación que pretendemos analizar, aquella
en la que se ve propulsado un analizante por la muerte de su analista.
Los ritos funerarios
Los ritos funerarios ocupan un lugar central entre los ritos sacrificiales que pautan
la vida en la India brahmánica. Comencemos por distinguir los distintos perso-
najes que intervienen en ellos y que se encuentran involucrados de diferentes
maneras: en primer lugar, el doliente principal. Acompañado de otros deudos, él
es el “alma del sacrificio”, quien toma la iniciativa, quien asume los gastos y re-
coge al final los frutos de las ofrendas. Se le llama, con propiedad, el sacrificante
—el yajamana—. El sacrificante no sólo encarga el sacrificio y elige al ofician-
te, sino que toma parte activa. Por eso ha de someterse previamente a una ascesis
y a cierta iniciación —diksa— que le es conferida por un iniciante y que hace de él
un “consagrado” —diksita—. En la India brahmánica, no cualquiera puede ocupar
Jean Allouch, Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca, trad. Silvio Mattoni,
4
Edelp, Buenos Aires, 1996. [Hay una coedición Edelp/Epeele, 2ª reimpresión en espa-
ñol, México, 2001, y el original: Jean Allouch, Érotique du deuil au temps de la mort
sèche, E.P.E.L., París, 1995.]
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el lugar de un sacrificante. Hay una lista de condiciones. Por ejemplo, tiene que
ser varón, ya que sólo ellos están iniciados en el Veda. Una mujer participa sólo a
título de esposa del sacrificante.
El sacrificio implica también la participación de un cuerpo de oficiantes —los
rtvij—, quienes tienen el saber y la competencia de las operaciones rituales a
llevar a acabo, tarea por la que percibirán honorarios a cuenta del sacrificante. Los
oficiantes son quienes hacen posible el rito, es decir, que el sacrificante sacrifique.
Sacrificante y oficiantes están mancomunados en la realización del sacrificio,
animados por un deseo que, sin embargo, difiere en uno y otros. El sacrificante
espera obtener por su acto un lugar para sí después de su propia muerte y los
oficiantes esperan riquezas —daksina—, en un sentido amplio de la palabra, que
va desde lo material hasta dones como la fuerza, la alegría, e incluso la inmortali-
dad. Los oficiantes no son diksita, no están consagrados pues no están implicados
en el sacrificio sino al modo de un trabajo, un quehacer.
Si el oficiante principal muere, el rito queda interrumpido. Cuando la muerte ocu-
rre en medio de una ceremonia sacrificial llamada Sattra, “la solución” es otra.
Los ritos sacrificiales del Sattra
Para consider el avatar que nos interesa aquí, el de la muerte de un miembro del
cuerpo ritual en el curso del Sattra, proponemos distinguir tres tiempos.
1. Primer tiempo: un ritual sacrificial de tiempo variable.
La Sesión o Sattra, difiere en duración de un sacrificio “normal”, ya que puede
extenderse al menos durante doce días, pero puede durar un año, varios años o,
míticamente, mil. Las posiciones corporales —sentados— son típicas y difieren
de las habituales en los ritos fúnebres —de pie— al punto que este cambio de
posición corporal da nombre al final del Sattra. Se le llama “levantarse”. Esta
descripción primaria del Sattra, con su tiempo variable y sus cambios de posicio-
nes corporales, y hasta con su nombre, puede provocar una cierta sonrisa de
complicidad advertida con algunos aspectos de la experiencia analítica. Sin em-
bargo, una diferencia mayor se presenta como obstáculo a cualquier compara-
ción: la naturaleza colectiva de este rito. Pero, si bien es verdad que en el Sattra
intervienen varios sacrificantes —en general diecisiete—, “estos sacrificantes
múltiples, señala Malamoud, actúan juntos como un tipo de sacrificante colecti-
vo y asumen unos respecto a otros el papel de sacerdotes oficiantes”.5
La oposición de funciones, sacrificante-oficiante, resulta mucho más compleja
de lo que aparenta. En el Sattra se constituye una comunidad ritual donde sa-
crificante y oficiantes forman un grupo de semejantes con la identidad ritual de
un sacrificante colectivo. Cada uno y todos resultan marcados por un rasgo co-
Charles Malamoud, Le jumeau solaire, op. cit., p. 94.
5
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mún, el de ser parte de un cuerpo sacrificante-oficiante. Secundariamente, un
individuo se desprende de ese grupo para sostener en el plano de las operaciones
rituales, “la parte” del sacrificante. Se le llama “el dueño de casa”.
Así planteado el dispositivo, no tendría nada relevante para acercarlo a la situa-
ción analítica, en donde, salvo en la aventura del análisis mutuo emprendida por
Ferenczi, la distinción y asimetría de lugares son parte esencial del dispositivo
mismo. Sin embargo, Malamoud indaga la noción de persona que subtiende a
estos rituales y hace un sorpresivo señalamiento que indica un posible acerca-
miento con la situación analítica:
La cuestión de la relación del sacrificante con el otro —autrui— toma toda su ampli-
tud en el Sattra precisamente porque los otros son considerados como semejantes,
y porque la división de tareas y de estatuto no se hace entre los individuos sino en la
persona de cada uno de ellos.6
Esta manera de encarar la forma compleja de la situación que el rito escenifica,
no ha de ser tomada en la intersubjetividad con los otros, sino como asunto
intra-subjetivo. El sacrificante se ve multiplicado en los otros y además, se
ve integrado como co-oficiante del rito. Durante el rito, la otredad cede espacio
a una semejanza particular. El rito, en vez de remitir al sacrificante a su pura
intimidad para efectuar el sacrificio al que se ve invitado, hace que adquiera con-
sistencia en ese cuerpo colectivo en donde, usando un término de Lacan, se consti-
tuye como éxtimo.7 Cada sacrificante es invitado, por el dispositivo, a transferir a
esa situación, a ese espacio, a ese cuerpo colectivo, algo “propio”, y a participar
en las acciones rituales en espera de lograr —por medio del saber-hacer implíci-
to en el rito— el apaciguamiento que la religión promete al que efectúa el sacrifi-
cio indicado. El sacrificio, señala Malamoud, implica una serie de identificaciones y
encadenamiento de dualidades que constituyen este particular cuerpo oficiante
y sacrificante, sujeto único en el Sattra, del sacrificio a realizar.
En este contexto se plantea la cuestión de: ¿qué pasa cuando un miembro de
un Sattra, un sacrificante-oficiante, muere antes de que la ceremonia haya llega-
do a su final? ¿Qué pierde el sacrificante?, o más bien, ¿qué pierde el cuerpo
sacrificante-oficiante con esa muerte?
Ibid., p. 105. El subrayado es mío.
6
7
“lo que nos está más próximo, siéndonos a la vez externo”, neologismo de Jacques
Lacan del 26 de marzo de 1969. Cfr. 789 Néologismes de Jacques Lacan, Epel, París,
2002, p. 40. [Contamos en español con una obra relacionada: Marcelo Pasternac y
Nora Pasternac, Comentarios a neologismos de Jacques Lacan, Epeele, México, 2003,
1ª ed.]
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2. Segundo tiempo: La muerte de un miembro del Sattra.
En la lógica de lo que antecede, la muerte de algún miembro del Sattra tiene
efectos de desmembramiento. Algo se pierde si la muerte irrumpe en el ritual: si
son diecisiete, una de las diecisiete tareas sacerdotales no podrá realizarse. Los
efectos en el ritual son explicitados como una disminución del cuerpo colectivo
que, a pesar de ello, no ha de disgregarse pues tiene entre manos un sacrificio a
realizar. La muerte de uno de ellos no debe convertirse en un obstáculo insalvable
para el cumplimiento de ese compromiso. Además de esta limitación al cuerpo
oficiante, hay otra merma, más difícil de situar, y que concierne a la dimensión
sacrificante puesta en juego por cada integrante del Sattra. No se sabe qué se pier-
de con la muerte de uno de ellos, cuál era su parte en el sacrificio emprendido.
De hecho, hay una situación ritual interrumpida y los vivos consideran necesi-
tar aún de ese muerto para concluir el rito. Por eso, hasta el final del sacrificio, se
dispondrá del cuerpo del muerto que tendrá una especie de sobrevida y cuyos
funerales quedarán pospuestos. Esta sobrevida no ha de confundirse con la exis-
tencia que lo espera en el más allá, pues se limita al lugar que aún ha de ocupar
en ese campo del sacrificio ritual en el que la muerte lo encontró comprometido.
De ahí, una doble cuestión que los ritos han de resolver: ¿qué hacer con el cadá-
ver? y, ¿qué hacer con el lugar que quedó vacío?
El procedimiento a seguir en este caso está establecido en las Suttras8 del
siguiente modo:
Respecto al cadáver.
Si un participante de un Sattra muere, sus compañeros deben incinerarlo sin
demora. Esa cremación no será total, sino que dejará enteros a los huesos del
muerto. Los huesos son colocados en una bolsa de antílope negro —símbolo
del sacrificio—, bolsa que acompaña a cada uno de los que han sido “consagra-
dos” y que, en este caso, se coloca cerca del fuego, en el terreno ritual. Los ritos
funerarios de ese muerto quedan pues suspendidos, su familia no puede aún
celebrar su duelo, porque él no ha de emprender aún las transformaciones que lo
convertirán en ancestro. Tiene una tarea pendiente, la del Sattra interrumpido.
Respecto al lugar vacío.
¿Cómo encara el ritual la cuestión de dar un sustituto al muerto? La respuesta
nos interesa sobremanera porque está cargada de matices determinados por la
concepción intra-subjetiva que resulta estar explayada en los personajes del rito.
Se procede así: los compañeros del Sattra designan y consagran a un pariente
para que remplace al muerto, y así poder proseguir con el rito hasta su final. El
muerto queda efectivamente presente en el terreno, con sus huesos y su esposa
(como parte de sí mismo, a quien no se sustituye). El sustituto llega a ese lugar
bajo un cierto sesgo: el de la reparación de un rito sacrificial lesionado por uno
Según Malamoud: Katyayane-Srauta, Suttra XXV 134, 28-46.
8
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de los participantes —el muerto— que, por la presencia de sus huesos en el cam-
po sacrificial, crea, además, un riesgo de impureza.
Si bien el ritual prevee de este modo un dispositivo que da solución a la situa-
ción creada por la muerte de un oficiante, la cuestión del sustituto ha dado lugar
a muchas discusiones que giran en torno a lo sustituible e insustituible del muer-
to. Malamoud destaca algunas de las conclusiones a que llegan los filósofos de la
escuela Mîmàmsà:
¿Lo insustituible? Las reglas son claras: no se sustituye la divinidad a la que se
ofrenda, ni el fuego, ni los mantras a recitar, ni el sacrificante-oficiante muerto.
No se sustituye la parte de sacrificante que él había asumido al iniciar el Sattra:
algo allí se pierde irreversiblemente, y se efectúa como pérdida sin retorno. En
cuanto a la persona del sacrificante-oficiante definida por su voto y su compro-
miso, sólo queda “empírica” y parcialmente afectada por la muerte. Esto implica
que su deber lo obliga a perseverar en la existencia. Su muerte ocurrida a “des-
tiempo” respecto a los actos exigidos por el mundo sacrificial en el que estaba
comprometido, determina la creación metonímica de cierto tipo de presencia. Por
esto “estará presente en el terreno del sacrificio no como una efigie o un monu-
mento, ni como un fantasma o un recuerdo, sino como soporte de una prome-
sa, de una tarea a realizar y de bienes a esperar”. En esta perspectiva, el tiempo
ritual del sacrificio comanda la manera de tratar a este muerto.
Malamoud aclara que esta ficción sólo se aplica a esta forma particular de
sacrificio —el Sattra— en donde hay una comunidad sacrificante de la que unos
y otros forman parte. Recordando la divisa hanseática que gustaba a Freud:
n a v i g a r e necesse est, vivere non necesse, él propone escribir así la divisa
brahmánica: “no es necesario que el individuo esté vivo; lo que importa es que,
vivo o muerto, pueda permanecer a bordo para que el barco del sacrificio llegue
hasta el final de su itinerario”.9
¿Lo sustituible? En el Sattra, cada uno cumple una doble función: si el sacrificante
es irremplazable, cada miembro del cuerpo colectivo es, además, agente de las
operaciones sacerdotales. Tiene un papel de co-oficiante y como tal puede ser
sustituido. Se remplaza al oficiante desfalleciente. Quien lo sustituya no será
tampoco el equivalente de aquél a quien sucede pues —señala Malamoud— el de-
seo del sustituto no estuvo en el origen del rito y no será por lo tanto un “amo
del sacrificio” sino un “realizador de actos”, un “trabajador”. En efecto, para ser
“amo del sacrificio”, el compromiso emprendido ha de ser llevado a término. En
este caso, la muerte, revelando su señorío, chapucea la obra del amo. Se pone así en
evidencia que el sustituto no viene exactamente a remplazar al muerto, ya que éste,
como muerto, por sus huesos, tiene también un lugar en el dispositivo sacrificial.
No lo remplaza en absoluto como sacrificante y sólo parcialmente como oficiante.
Ibid., p. 105.
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3. Tercer tiempo: destino final del sacrificante-oficiante muerto.
El rito del Sattra se ve así modificado y suplementado, luego, por otro tiem-
po ritual específico para esta situación: el llamado “sacrificio de los huesos”
—asthiyajña.
Pasado un año tiene lugar una ofrenda —la asthiyajña— en la cual los huesos
cumplen el rol del sacrificante, mientras los demás sirven de oficiantes al es-
queleto. Se trata de una especial prolongación del Sattra, con las mismas perso-
nas y la misma estructura, pero que atenderá ahora a la particular circunstancia
de la muerte del oficiante-sacrificante. Malamoud subraya que si para emprender
un sacrificio hay que estar vivo, este ritual configura su excepción. Aunque un
sustituto ejecute aquellos ritos que el esqueleto no puede realizar, el esqueleto
es considerado como sacrificante y por eso, cada vez que el rito lo exige, el ofi-
ciante irá a buscar la bolsa de huesos y la pondrá a su lado, en numerosas idas
y venidas. Recién terminada la ceremonia, los huesos serán enterrados en el
bosque.
Los debates son complejos respecto a la función de los huesos según la inter-
pretación que se dé a la expresión “sacrificio de los huesos”. La opinión con
mayor fundamento textual sostiene que los huesos actúan a través de los ofician-
tes vivos y que, por lo tanto, la expresión “sacrificio de los huesos” querría decir
que el actor principal y beneficiario de esa ceremonia es el esqueleto, como m-
etonimia de la persona del muerto. El muerto completaría su parte en el sacri-
ficio.
Este tercer tiempo permite distinguir la temporalidad del Sattra —como tarea
sacrificial que exige ser llevada a término, incluso con un sustituto— del tiempo
en que el muerto podrá ser objeto de los ritos funerarios.
Muerte de un analista y muerte
de un sacrificante-oficiante
Partamos de la profunda disparidad entre estos rituales sacrificiales y la situa-
ción analítica, partamos del psicoanálisis que, como experiencia siempre novedosa,
en el caso por caso, y sesión a sesión, no puede ser pensada ni como ritual ni
como religión, así como también es ajena a la práctica iniciática.
Hay diferencias muy obvias, baste enumerar las más importantes: un análisis
no puede ser considerado como una situación colectiva, ni dual (lo que ya mere-
cería más desarrollos), ni por fuera de la transferencia, su motor principal; la
efectuación del ritual está gobernada por el saber contenido en los mitos que
animan a los ritos; la efectuación de la transferencia está ligada también al saber,
pero a la destitución de un sujeto supuesto saber. Movimientos claramente opues-
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tos, pues. Otra piedra de toque de la disparidad entre ambas situaciones yace en
el ordenamiento de las palabras, por el ritual de un lado, y por la regla fundamen-
tal del otro. La partida a jugar es muy diferente en cada caso, pues en el ritual el
sacrificante puede permanecer en una cierta distancia subjetiva respecto a las
operaciones sacrificiales,10 puede quedarse en la pura formalidad, mientras que
el analizante, con su decir, trama su transferencia y con ella —no sin las discretas
intervenciones de su analista— “se” irá fijando cierto destino, se irá recortando,
delimitando, la “materia del sacrificio”.
Pero, la connotación sacrificial de los ritos brahmánicos, la particular concep-
ción de la persona puesta en juego, así como la discusión y manera de resolver el
antagonismo entre sustituible o insustituible, invitan a buscar en esos puntos
alguna enseñanza.
Los ritos sacrificiales, en particular los ritos funerarios, no dejan de ser accio-
nes que ponen en juego cierto ordenamiento del simbólico. “¿Qué son los ritos
funerarios, preguntaba Lacan, los ritos mediante los cuales satisfacemos lo que
se llama “la memoria del muerto”, qué son, sino la intervención total, masiva,
desde el infierno hasta el cielo de todo el juego simbólico?”11
La tradición brahmánica implica que el orden del mundo se sustenta en los
sacrificios ofrecidos a los dioses, por eso las ceremonias sacrificiales revisten
una enorme importancia. De ahí que se hayan establecido no sólo los rituales de
los sacrificios, sino, además, cómo resolver la peculiar situación de la muerte de un
sacrificante-oficiante, ocurrida en el curso de un Sattra.
Formulemos ahora algunas preguntas: ¿puede pensarse al psicoanálisis, no
como un ritual, pero sí como una experiencia sacrificial? Si así fuera, ¿de qué
sacrificio(s) se trata y qué sucede cuando la muerte lo interrumpe?
Sucintamente, digamos que estas operaciones propias del espacio de la cura,
remiten a la castración, cuya “materia sacrificial” es el falo (es decir, el falo como
faltante, que Lacan escribió como (– φ), y remiten a la división misma del sujeto
respecto al objeto causa del deseo ($<>a). Lacan diferenció esta última operación
nombrándola se-partición, para distinguirla de la separación respecto del otro. Si
bien ambas operaciones están convocadas por un duelo y también ambas están
convocadas en un final de la partida analítica, las diferencias se sitúan en la
subjetivación por parte del analizante de su peculiar relación con el objeto. Los
movimientos de un final de partida analítica, animados por su erótica particular,
tal como se recorta en el campo de la transferencia, están estrechamente ligados
10
Esto no debe acentuarse ya que Malamoud señala, por ejemplo, que: “el sacrificante
ofrece una víctima que es otra respecto a sí mismo (lui-même), pero que justamente
por esa razón, es un otro sí mismo (lui–même)”, ibid., p. 31.
11
Jacques Lacan, El deseo y su interpretación, seminario inédito, versión J.L., 22 de abril
de 1959.
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a la función que allí cumple el sujeto supuesto saber. Ese recorte, que divide al pro-
pio sujeto, no es equivalente con la persona del otro, aunque allí esté su apoyatura.
Para que la se-partición se efectúe y para que la castración encuentre su materia,
la presencia del analista, allí, vivo, es indispensable. Por ende, el des-fallecimiento
prematuro e impuesto al analizante, por la muerte del analista, no puede, de por
sí, confundirse con el final de la cura. Lacan ha desarrollado la crítica a la intersub-
jetividad, descartando que sea un concepto mayor para situar a la transferencia.
Argumentó cómo la transferencia aloja de modo particular el despliegue intra-sub-
jetivo del analizante, al punto de sostener que, en el análisis, sólo hay un sujeto
en juego. Sin embargo, aunque el analista esté allí como muerto —para usar la
metáfora del bridge a la que recurre Lacan— se le requiere bien vivo para que el
juego prosiga hacia la partida final.
Podemos acordar, entonces, que de distintos modos, la ritualidad brahmánica
y la experiencia analítica convocan a un sacrificio. La intra-subjetividad se encuen-
tra de algún modo desplegada en la escena ritual y este sesgo de complejidad
permite una comparación con el espacio analítico. Ambas situaciones se rigen
también por una temporalidad particular gobernada por una lógica interna, una
lógica regida por los pasos de un ritual en un caso, y por un “tiempo lógico” li-
gado a ciertas operaciones subjetivas en el otro. Esas lógicas se ven quebradas
por la irrupción de la muerte.
La muerte de un sacrificante-oficiante vulnera la tarea repartida de modo com-
plejo en un cuerpo sacrificante, pero el ritual indica cómo se ha de proseguir. ¿Qué
pasa con el quehacer12 emprendido por el analizante cuando muere su analista?
Nada le indica un camino, todo señala la interrupción irreversible de un decir allí,
que se sustentaba en la transferencia. La abrupta caída de aquel que, en su particu-
laridad, sostenía esa dimensión, sitúa al analizante, con la violencia que impone la
muerte, ante la desaparición del lugar en donde tramitaba como sacrificante, sus
duelos quizá, o en todo caso, donde se fabricaba su “materia sacrificial”.
Porque no es un ritual, cuando muere un analista el análisis se interrumpe sine
die. La consecuencia inmediata, es que la persona del analista, hasta ahí velada
por su función, recobra públicamente su dimensión social y familiar, dimensión
ajena a la tarea analizante. Por ende, el analizante no encontrará allí nada que le
concierna directamente, salvo el cadáver. Ahora bien, si en cada duelo el dolien-
te no sabe bien qué entierra, en esta situación la complejidad es mayor, o al
menos de otro tipo: el analizante descubre que no entierra al que están acompa-
ñando los ritos fúnebres. Ha perdido. Ciertamente. Pero esa pérdida está referida
en primer lugar a su apuesta transferencial y al tiempo de su efectuación, como
12
En el seminario sobre El acto psicoanalítico (1967-1968), Lacan adjudica al analista el
acto que posibilita el quehacer del analizante. Con esos términos: acto y quehacer, da
precisión a la asimetría entre ambos.
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tiempo lógico de un análisis. ¿Encontrará algún camino para proseguir la tarea
iniciada?
Hay algo que no puede elidirse: para su analizante, el analista que muere no
estaba destinado a ello, en ese tiempo. El analista requerido en la transferencia,
¿es acaso remplazable o es insustituible? Hemos descartado un final sincopado.
¿Acaso puede entonces aconsejarse la intervención de un nuevo “oficiante” que
lleve la tarea a su final, eso que banalmente se escucha como un “búscate otro
analista”? La objeción radical a este planteo es la transferencia: no hay transfe-
rencia de la transferencia.
Es indudable, entonces, que no puede pensarse una respuesta por fuera de la
particularidad de cada apuesta transferencial, del momento de ese análisis, de
la posibilidad subjetiva de implicarse en una nueva transferencia.
Más allá de cada caso, en lo que concierne a la comunidad analítica ¿cómo ir
más allá de los “usos y costumbres” que se ponen en juego en esa situación,
acuñados, no se sabe cómo, por las prácticas locales? Así, por ejemplo, asimilan-
do de facto el analista al oficiante y desconociendo la especificidad de la transfe-
rencia, se busca la lista de los pacientes para avisarles de la muerte de su analista
y ofrecerles otro nombre o nombres que vendrían al lugar del “oficiante muerto”,
del “profesional fallecido”. Muchas anécdotas señalan que este proceder resulta
intempestivo y no falta quien lo interprete como un comportamiento de aves de
presa, que pretenden llevarse a la clientela colocada en situación de los despojos
del muerto. El analista no puede confundirse con un mero oficiante de un rito o de
cualquier otro “oficio”. Aquello que su presencia sostiene no cabe en ningún ri-
tual y no admite delegación de ningún tipo. Para el analizante, ¿sería pues un
callejón sin salida? ¿Desde dónde responder? ¿Desde qué doctrina?
Para avanzar alguna pulgada, prosigamos con este método de acercamiento y
diferenciación a otras situaciones que permitan abordar con mayor precisión
este caso de figura. Intentemos circunscribir mejor la cuestión de lo sustituible y
lo insustituible y la cuestión de la conclusión de un análisis como algo diferente
de la muerte del analista, acontecimiento éste que no está por fuera de cómo la
muerte misma, como destino común, se encuentra allí situada. Para ello nos cen-
traremos en la diferencia que la apuesta transferencial establece con cualquier
ritual o con cualquier asignación “profesional” a una función. ¿De qué modo
particular se trenzan allí Eros y Logos?
La práctica cristiana de la dirección espiritual
En más de una oportunidad, Michel Foucault ubicó a la práctica analítica como una
prolongación laica de la práctica sacramental de la confesión. Tal planteo po-
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dría ponerse en discusión desde diferentes ángulos, pero nuestro desarrollo sobre
los ritos, nos conduce más bien a señalar que la práctica cristiana que más se acer-
ca a la práctica analítica sería, en todo caso, la de la dirección espiritual. No deja
de ser verdad, sin embargo, que la confesión que, estrictamente, pone en juego el de-
cir del penitente y la respuesta ritual del sacerdote, fue incluyendo, con el paso
del tiempo, toda una gama de intervenciones del confesor: consejos, adverten-
cias, exhortaciones, etc., dando lugar a que, paulatinamente, se perfilaran así dos
tipos de prácticas, una, ritual: la confesión, y otra, de distinta índole: la dirección
espiritual. Desde el siglo XVI, San Ignacio de Loyola puso de realce esta última, la
que, como lo ha mostrado Pierre Hadot, hunde sus raíces en la Antigüedad.13 El
mismo Foucault la llama “el arte de la dirección espiritual”.14
Quienes en el marco del cristianismo hacen de la vida cum Deo el centro de su
existencia, buscan un director supuesto saber conducirlos a la santidad. El direc-
tor resulta de una particular elección y con él se espera mantener una relación
estable cuyo horizonte temporal trasciende a la muerte, ya que se trata de que él
conduzca a cada uno o una a vivir la vida de tal forma que viva quede en la
muerte. Subrayemos la peculiaridad de este final: se espera que coincida con la
buena muerte del dirigido. En ese sentido, el director habrá de encaminarlo/a por
el sendero particular del llamado de Dios, enseñando a cada uno el discernimien-
to de los espíritus. Si bien el director de conciencia reviste, a veces, un lugar de
oficiante —por ejemplo, del ritual de la confesión— su implicancia en la vida
espiritual de su dirigido va mucho más allá: la elección del director espiritual es
una apuesta transferencial como bien lo muestran, a modo de excelencia, casos
como el de Santa Teresa dirigida por San Juan de la Cruz, Fénelon dirigiendo a
Mme. Guyon, y así muchos más.
El director asegura, de algún modo, sobre todo en los casos en que la vía par-
ticular de un dirigido se aleja de las prácticas y consensos comunes, un justo discer-
nimiento entre el llamado divino y las tentaciones diabólicas. En este sentido, el
director también está implicado en los debates públicos, doctrinales y morales,
que pueden plantear las prácticas de sus dirigidos en tanto aparecen como des-
viaciones de la recta doctrina. Así sucedió en el caso de muchos místicos y sobre
todo místicas, ya que las mujeres se encontraban en una situación de mayor
indefensión respecto a la jerarquía eclesiástica. En ese punto, el director ampara-
ba y cuidaba de la particularidad de su dirigida, y es obvio que no cualquier cura
podía ser un buen director, aunque cualquiera podía oficiar los sacramentos.
En un libro que Michel Foucault apreció mucho, Pierre Hadot muestra la función de las
13
antiguas escuelas de filosofía en la dirección espiritual de sus discípulos. Cfr. Pierre
Hadot, Exercises spirituels et philosophie antique, Etudes Augustiniennes, París, 1987.
Michel Foucault, “Le vrai sexe”, Dits et écrits, t. III, Gallimard, París, 1994.
14
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LA TIRADA DE DADOS JAMÁS ABOLIRÁ EL AZAR
Desplacémonos ahora en el espacio y el tiempo para interrogar el lugar que
ocupó esta práctica en la vida de una mujer llamada Pauline Lair Lamotte,15 dada
a conocer por su psiquiatra, Pierre Janet, bajo el nombre —elegido por ella mis-
ma— de Madeleine Lebouc.16
Esbocemos las grandes líneas de esa historia que tiene su inicio en la ciudad
de Mayenne (Francia), en 1853, año en que nace Pauline, la cuarta y penúltima
hija del hogar del sombrerero Prosper Lair Lamotte. Desde muy niña Pauline par-
ticipa junto con su hermana Sophie de las devociones religiosas de su época. Al
acercarse a la pubertad, la joven comienza a vivir largas horas de ensimismamien-
to durante las cuales permanece inmóvil para luego recuperarse con renovada
energía y decir que ha sido objeto de “inspiraciones preciosas que me han guiado
hacia el bien”.17 Esta experiencia de tipo místico se intensifica y se transforma en
pasión amorosa que también revela el carácter intransitable que tiene para ella
una “sexualidad normal”. La lectura de la vida de los santos la inclinan cada vez
más a querer consagrarse al cuidado de los más necesitados. Su hermana Sophie
ya se ha hecho terciaria franciscana y enseña en Le Mans, desde donde escribe a
su hermana quien, en 1873, a los 19 años, escoge irse a Londres como precepto-
ra. La vida cotidiana le depara allí una intensa experiencia, pues para ir a la misa
diaria, Pauline debe atravesar uno de los barrios más miserables de Londres, el
barrio de la Torre, descrito crudamente por Engels como luego lo sería por Marx.
Impactada, y haciendo una lectura mística de lo que ve, Pauline asume que Dios
la destina al servicio de los pobres y dará a ese destino una respuesta de cuerpo
y alma. Su hermana, presintiendo que corre riesgos, busca sustraerla y logra que
retorne a Francia en 1874, donde rechaza los puestos de profesora de inglés que le
han conseguido. “Rompí definitivamente con los míos y me arrojé a cuerpo perdi-
do por el camino que me trazaba la pasión que colmaba mi alma, el amor de la
cruz y el amor por los pobres”.18
En este movimiento vocacional en el que rehúsa también toda vida religiosa
institucionalizada —será simplemente terciaria franciscana—, ella conoce, a tra-
vés de su hermana, al padre Conrad, quien será a partir de entonces su director
espiritual.
El padre Conrad era un franciscano de obediencia capuchina. En ese momento,
y ante la quemante cuestión social, dos opiniones teológicas dividían a su Orden:
15
Todas las referencias están tomadas de la monografía de Jacques Maître, Una célebre
desconocida. Madeleine Lebouc / Pauline Lair Lamotte (1853-1918), prefacio de Georges
Lantéri-Laura, apéndice con textos de J. Allouch, L. Cornaz y J. Maître, trad. Silvia
Pasternac, Epeele, México, 1998, p. 38, n. 26 para lo relativo a su nombre.
Pierre Janet, De la angustia al éxtasis, t. I y II, FCE, México, 1991.
16
Ibid., p. 55.
17
18
Ibid., p. 28.
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¿debía responderse a los pobres en el terreno de la acción social o en el de la
espiritualidad? El padre Conrad se inscribe en esta última posición doctrinal y
desde ella va a escuchar a Pauline que, en 1875, asiste a un retiro predicado por
él. A partir de ese momento, en forma personal o por cartas, se mantendrán en
contacto durante casi veinte años, más precisamente hasta el 3 de julio de 1893,
fecha en la que muere el padre Conrad.
Durante esos veinte años, Pauline comparte la vida de los más miserables a la
par que se acentúa su experiencia mística. Son años que siguen a la Comuna,
años de intensa convulsión social. En más de una oportunidad, Pauline es deteni-
da por vagabundeo, acusada de ejercer la prostitución o de estar ebria. Vive en
una pieza donde cuida durante varios años a Rosalie Bourland, enferma de cán-
cer, hasta que ésta muere en 1887. Ambas eran dirigidas del padre Conrad. Lue-
go habita una casa en ruinas y vive de la mendicidad, a la vez que experimenta
estados de misticismo muy importantes. El padre Conrad imprime a su dirección
un sesgo muy claro como lo expresa Sophie, hermana de Pauline:
Él luchó con todas sus fuerzas contra las prácticas místicas de Pauline, y contra sus
tendencias a estados particulares demasiado visibles. Le prohibía que los dejara
traslucir al exterior; la condenaba a ya no asistir a los oficios cuando ella caía en
esos estados de sueño extático; hizo todo lo que pudo para que permaneciera hu-
milde y simple; la humillaba de todas las maneras posibles cuando le contaba sus
consuelos celestes.19
En 1891, el padre Conrad es transferido a Versalles en donde morirá dos años
después. Graves trastornos motores afectan sus piernas y le impiden desplazar-
se. Durante ese tiempo él le indica a Pauline un cura joven, el padre Henri Garnier,
como un posible sucesor en la dirección de su alma. Sin embargo, Pauline sólo lo
adopta como confesor y va a Versalles a continuar con el padre Conrad su direc-
ción espiritual. Se hace patente el señalamiento de Lacan: no hay transferencia de
la transferencia.
Llamativamente, ciertos trastornos motores que ella había padecido en 1880
reaparecen agravados en 1892 al punto que, en enero de 1893, los dolores oca-
sionados por las contracturas de sus piernas exigen su internación.20 Pauline,
que tiene ya 40 años, comienza a sentirse desprotegida por su director espiritual.
Cuando él muere el 3 de julio, se abre para ella un agujero negro.
19
Ibid., cita de una carta, p. 77.
Janet hará, después de la muerte de Pauline, un diagnóstico retrospectivo de sirin-
20
gomielia.
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La imposible sustitución
Al poco tiempo de su muerte, aparecen en las cartas de Pauline a su hermana
Sophie ideas inquietantes. “Si todavía no te revelo mi prueba, es porque Dios
quiere que espere, pero no tardarás en saber algo sobre el complot tramado por
el demonio. Es de lo más infernal”.21
Su hermana la presiona para que adopte un nuevo director, a lo que ella se
resiste argumentando que podría ser dañado por sus enemigos y porque, además,
no le es necesario, ya que “la voluntad de Dios me es indicada totalmente cada
día”.22 Una ecuación se explicita allí: el padre Conrad ocupaba el lugar de Dios.
Esto le queda muy claro al capellán del hospital que la visita en 1894, cuando está
de nuevo hospitalizada. “En cuanto a sus sendas interiores —le escribe a Sophie—
no tengo por qué ocuparme de ellas. Además de que su hermana no me ha dicho
nada, la encuentro muy tranquila”.23
Sin embargo, los cambios de Pauline a partir de la muerte de su director, se
agravan en cascada. En 1896, luego de múltiples cambios de hospitales, queda
internada en la Salpêtrière en donde pasará siete años bajo los cuidados de Pierre
Janet. Es la época de su gran desequilibrio, de la frondosidad de su delirio y de
manifestaciones corporales extraordinarias: estigmas y una forma de caminar en
puntas de pie, que ella sitúa al borde de la levitación.
Janet prestará a Pauline una atención muy particular, ya que hará de ella “un
prototipo para el estudio de la mística y de la estigmatización en un medio que
juzga adecuado para una observación científica”.24 Pone en juego no sólo un
saber que va a aplicar al saber que Dios comunica a Pauline, sino que lo hará
desde una posición subjetiva particular: la observación científica. Nada ofrece
pie a que Pauline encuentre allí una sintonía para su decir y un campo abierto a
la transferencia. Sin embargo, ella se siente muy enferma, necesitada de cuidados,
sesgo que la lleva a admitir al doctor Janet. Su aceptación, empero, está bien deli-
mitada, pues no considera que él deba inmiscuirse en los asuntos de su vida
religiosa. A pesar de ello, cuando las tentaciones la asedian, pide a Janet le orde-
ne qué debe hacer.
El padre Conrad la había dirigido con ruda pedagogía, aquella que indican los
manuales de mística: los estados extraordinarios deben subordinarse a la prácti-
ca del amor al prójimo, único camino para evitar al místico la complacencia en
los dones que recibe. Una dirección tan severa implicaba una confianza total-
Ibid., carta del 9 de agosto de 1893, p. 85.
21
Ibid., carta del 14 de agosto de 1893, p. 87.
22
23
Ibid., p. 89.
Jacques Maître, Una célebre desconocida, op. cit., p. 97.
24
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mente jugada al saber implícito y supuesto allí, como un saber que la conduciría
rectamente durante toda su vida en la realización particular de la voluntad de
Dios sobre ella. Si Janet nunca pudo ocupar el lugar del padre Conrad, la objeción
mayor, como ella misma se lo hizo saber, fue la siguiente:
Si pienso absolutamente como usted, todo el edificio de mi creencia se desploma-
rá. Mi alma quisiera ser al mismo tiempo dócil con usted y fiel a las enseñanzas
que ha recibido […] Le debo obediencia a usted, pero cuando se trata de una cues-
tión religiosa, debo someterme a la autoridad eclesiástica.25
Como lo expresa Jacques Maître, “Conrad le garantizaba a Pauline una fianza
religiosa que significaba para ella su identidad y legitimidad, autentificadas
por su condición de terciaria”.26 Entre 1894 y 1904, durante diez años, Pauline
acusa recibo de la irreversible ausencia de su director. Parcialmente sostenida
por Janet, ella procesa, incluso con su propio sufrimiento corporal, algo así como
un “sacrificio de los huesos”; su delirio, sus tentaciones y sus éxtasis, hacen pa-
tente las consecuencias de esa dirección faltante. Janet, de algún modo, es un
“hacedor de actos” que le ofrece un cierto terreno en el que lentamente se apaci-
gua su dolor.
En 1901, cuando Janet estima posible darla de alta y pone ciertas condiciones,
nuevamente se ponen de manifiesto las orientaciones divergentes. Así le escribe
Pauline a Sophie:
No puedo salir, el doctor me lo ha prohibido. La razón es la siguiente […]: Expliqué
claramente mi vocación y di a conocer los compromisos que adquirí ante Dios hace
más de veinticinco años. Expresé mi firme resolución de mantener mis promesas
hasta la muerte. He dicho que creía que él me había comprendido y que aceptaba con-
ducirme en esa senda. Mi senda, querida hermana, consiste en ser pobre toda mi vida
como las más humildes obreras que viven al día del pago de su trabajo […] El doctor,
por su parte, sólo consiente en dejarme ir si tengo recursos garantizados y fijos.
Debo sufrir todas las consecuencias de la pobreza. Para él, es una verdadera locura.27
A pesar de todo, Pauline sale del hospital al que vuelve en 1903 por un breve
lapso. Definitivamente, abandona la Salpêtrière en 1904, a los 50 años, para ir a
vivir en una modesta pieza en Le Mans cerca de su hermana. Mantiene una co-
rrespondencia con Janet a quien vuelve a ver al pasar ella por París en 1907.
Pauline, que muere en 1918, ajusta los últimos catorce años de su vida a las
Ibid., p. 108.
25
26
Ibid., p. 160.
Ibid., carta del 3 de mayo de 1901, p. 309.
27
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reglas espirituales que le diera el padre Conrad. Si bien conoce en sus últimos
años a un destacado teólogo de la mística, el padre Poulain, sólo mantendrá con
él contactos puntuales. A Pauline parece bastarle ahora aquello que con su direc-
tor pudo aprender y que él le puso por escrito, quizá en una de las primeras
cartas que le dirigió:
La primera de estas reglas es creer que la fe pura y desnuda es mejor que las
iluminaciones […] La segunda es nunca tomar en cuenta las iluminaciones y los
dones que uno cree recibir y “guiarse por el no-ver” como dice el bienaventurado
Juan de la Cruz […] [Y luego]: El Apóstol nos muestra una vía más excelente. Se
trata de la caridad.28
El director espiritual, el psiquiatra y el analista
La muerte del director en el caso de Pauline provoca un relevo, no sólo de perso-
nas, sino de régimen discursivo y de posiciones subjetivas: de la religión a la
psiquiatría, del director al psiquiatra. Retomando una expresión de Lacan, a propó-
sito de cierta forma de escuchar a un alucinado, diremos que Janet está en la
“pendiente psiquiátrica” porque eleva “nuevas murallas que colocan al otro mu-
cho más como un objeto de estudio que como punto de interrogación referido a
un sujeto”.29 La basculación de la religión a la ciencia, no podía ser seguida por
Pauline, que defiende su modo de decir la experiencia que la embarga.
En un artículo sobre este caso, Jean Allouch señala que la presencia de Janet
nunca gozará de la autoridad de Conrad y sus intervenciones encontrarán un
tope tanto en el terreno de los síntomas —Pauline no admite, por ejemplo, la
lectura psicopatológica de su posición en puntas de pie—, como en el de la trans-
ferencia.
Ella nunca permitirá que la psiquiatría pueda dar sentido a lo espantoso y
gozoso que le ocurre. La religión, su senda, como la llama de manera precisa,
conserva para ella todo el tiempo y sin relajamiento, la última palabra para el
ordenamiento de su vida.30
Los síntomas, señala Jean Allouch, que sobrevienen frondosos en el momento
de la muerte de su director y en los diez años que siguen, se sitúan como elemen-
Ibid., carta del padre Conrad a Pauline, sin fecha, p. 266.
28
Jacques Lacan, “Place, origine et fin de mon enseignement. Mardis du Vinatier” (1967),
29
Pas tout-Lacan (1926-1981), CD-R, école lacanienne de psychanalyse, París.
Cfr. Jean Allouch, “Del síntoma como sirviendo hipotéticamente de santidad”, apéndi-
30
ce a Jacques Maître, Una célebre desconocida, op. cit., pp. 415-416.
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tos de su duelo. De algún modo los síntomas, muchos de los cuales infringían las
reglas de austeridad espiritual que le había dado Conrad, señalan una cierta forma
que tuvo Pauline de lidiar con esa muerte hasta poder distinguir efectivamente
su persona de su dirección, que trascenderá su muerte:
Cuando una senda ha sido claramente indicada y aprobada, el alma sólo tiene que
caminar, sin buscar nuevas aprobaciones que Dios no tiene por qué facilitarle, si ya
le ha mostrado claramente su camino… Buscar un director ahora, equivaldría a
entrar en un laberinto de dificultades inútiles.31
De manera muy ejemplar, concluye Allouch, su enfermedad fue su duelo. El
lugar de Janet no fue menor. En un gran malentendido, no sin él, se sostuvo un
espacio para cierto sacrificio: a su salida del hospital, habrán desaparecido los
“excesos místicos” de Pauline, o si se prefiere, “sus trastornos mentales”.
Sin duda la muerte del director espiritual remite, como lo señala Allouch, a la
vecindad y a la antinomia entre religión y psicoanálisis. Comentando también
este caso y a propósito de la transferencia, Laurent Cornaz, escribe:
[…] el hecho de estar ubicado en posición de sostener, en la fe religiosa, semejan-
te transferencia, emparenta al director espiritual con el psicoanalista. Para el padre
Conrad […], personalmente confrontado con la demanda de una mujer, Pauline no
es una imagen, es una interlocutora portadora de una verdad que él respeta como pro-
veniente de Dios […] una verdad dirigida a Dios y de la cual, sin extraer de ello un
goce, él se constituye como testigo.32
La vecindad de posiciones aparece también en el lugar de los síntomas, que
revelan su punta transferencial al producirse en ese vacío. El idioma francés per-
mitió a Lacan la homofonía creadora de un cierto neologismo: sinthome, que en
realidad escribe “symptôme” (síntoma) con su antigua grafía, y que él reintroduce
para explicitar la resonancia con la santidad (saint homme). En el lugar del saint
homme que fuera el padre Conrad, aparecen los sinthomes.
La muerte de Conrad también revela que para Pauline el lugar del saint homme
era el lugar donde para ella se mediatizaba el mismo Dios. Así lo anticipa en una
carta algo anterior al fallecimiento de aquél:
Como mi senda es particular, Dios, que me ha hecho tomarla, no dejará de dirigir-
me por ella. La sanción que Él me dio a través de su ministro me sostendrá siem-
Ibid., p. 282.
31
32
Laurent Cornaz, “Un ‘santo’ que deja que desear”, en Jacques Maître, Una célebre des-
conocida, op. cit., p. 432.
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pre. Existen vocaciones donde el alma no puede abrirse a varios directores. En esos
casos, el buen Dios sabe atender como le place las necesidades de esas almas.
Siento que para mí ya no sería posible tener otro director.33
Busquemos ahora situar la antinomia entre la posición religiosa del director
de conciencia y la posición del analista. Partamos de ese lugar de convergencia
que connota a Dios en la transferencia. Tomemos al saber y a la eternidad así
convocados como horizonte de prácticas, ¿acaso ambas interminables?, ¿o sólo
terminables en la muerte?
El director espiritual encuentra en la muerte el punto final de un compromiso
de punta a punta sagrado. ¿Se encontraría el analizante en la misma posición de
Pauline? Sin duda hay una enseñanza en el cuidado que ella pone en no universa-
lizar, aun en el campo de la religión, su singular respuesta. Su caso muestra que
ella puede, en la religión, finalmente y no sin graves trastornos, seguir su ruta, en
la medida misma en que el padre Conrad y Dios dan consistencia a un saber que la
guiará en la vida y —cree ella— también más allá.
Si el analizante necesita de su analista como ser vivo, ¿no es acaso para vivir
la transformación de su relación con el sujeto supuesto saber y, sin saber sabiendo,
transitar el tiempo en que su deseo aprehende la castración como su regla? Lacan
señaló que la suscitación del objeto a está particularmente ligada a la presencia
y al silencio del analista.
El camino pasa por el objeto a, único objeto a proponer al análisis de la trans-
ferencia, lo que dicho así, deja subsistir otro problema, y es que sólo mediante la
sustracción, puede aparecer esa dimensión esencial.34
La presencia del analista permite distinguir el silencio de un ser vivo del silen-
cio de la muerte. ¿Cómo puede aquello, que connota en el deseo la turgencia vital
del falo, no sólo ser identificado, sino sacrificado “gratuitamente”, si la muerte se
adueña del tiempo de su subjetivación? ¿Cómo puede des-pedirse el analizante
cuando su demanda está aún en juego?35 ¿Cómo puede un analizante proseguir
33
Ibid., carta del 12 de junio de 1893, p. 282.
Cfr. Jacques Lacan, La angustia, seminario inédito, versión de la Association freudienne,
34
12 de junio de 1963. El subrayado es mío.
35
En la propuesta del 9 de octubre de 1967, refiriéndose al final de la partida analítica,
Lacan escribió lo siguiente:
“¿Qué es lo que puede llegar a saberse al final del análisis? En su deseo el analizante
puede saber lo que es.
• Pura falta como (-φ), es mediante la castración, cualquiera sea su sexo, que en-
cuentra lugar en la llamada relación genital.
• Puro objeto como a obtura la hiancia esencial que se abre en el acto sexual,
mediante funciones calificadas de pregenitales.
Esa falta y ese objeto, demuestro que tienen la misma estructura. Estructura que sólo
puede ser la de su relación al sujeto, en el sentido que admite al inconsciente. Ella es
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solo una tarea que opera, a contrapelo de la apuesta religiosa, como sustracción
de la consistencia de un saber?
Trasponer el umbral de salida de un análisis, ¿no implica haber transitado un
cambio subjetivo respecto al saber y a su supuesto sujeto, cambio radical que
hace posible la soledad a-tea, esa que permite se efectúe allí un adiós?36
Pero, si en el curso de la partida, la muerte se adueña del juego, el dispositivo
transferencial se quiebra. Si en la partida analítica en curso el analizante realizó
una jugada a fondo, si efectuó allí toda su apuesta, ¿tendrá recursos subjetivos
que le hagan posible jugarse otra vez? ¿Habrá otra transferencia? Esa es la cues-
tión que se plantea con la muerte del analista en la particularidad de cada caso.
En un estudio sobre el juego y sobre la apuesta de Pascal, Marie Claude Thomas
anota lo siguiente:
La apuesta, postulada al comienzo como apuesta perdida, como “purificación ini-
cial”, operación lógica y preliminar […] es la condición para que la partida comien-
ce y se prosiga hasta su término, allí donde cada uno tiene derecho a esperar lo
que el azar pueda darle. Pero si la partida se interrumpe, los datos se modifican, y
se plantea entonces un segundo señalamiento: no hay nada qué esperar del azar
mismo, sino del cálculo del azar, del cálculo de una relación entre acontecimientos
no realizados aún; precisamente, de una relación entre los números que expresan
las condiciones en juego —las apuestas, los jugadores, la cantidad de manos nece-
sarias para ganar—, y los acontecimientos de naturaleza aleatoria.37
La muerte del analista planteará a cada analizante sorprendido por esta situa-
ción una cierta ecuación personal. Ecuación cuya resolución dependerá de ciertos
datos que cada uno puede saber, acerca, por ejemplo, de la apuesta efectuada, del
momento en que estaba la partida, de las jugadas allí operadas, y de otros datos
que se presentarán como circunstancias aleatorias y le sobrevendrán en tiempo y
espacio indeterminable a priori.
la que condiciona la división del sujeto. La participación en el imaginario (de esa falta
y de ese objeto) es lo que permite al espejismo del deseo, establecer su juego percibi-
do como relación de causación mediante la cual el objeto divide al sujeto. (d→ ($<>a)”.
Jacques Lacan, “Proposition du 9 octobre 1967 sur le psychanalyste de l’École”, Scilicet
Nº 1, Seuil, París. [“Proposición del 9 de octubre de 1967 acerca del psicoanalista de la
Escuela”, 1ª versión, Ornicar?, publicación periódica del Champ Freudien, trad. Irene Agoff,
Petrel, Barcelona, 1981, pp. 11-30, y en: AAVV, Momentos cruciales de la experiencia ana-
lítica, trad. Diana S. Rabinovich, Ediciones Manantial, Buenos Aires, 1987, pp. 7-23.]
Cfr. Jean-Christophe Bailly, Adieu. Essai sur la mort des dieux, Ed. de l’aube, París, 1993.
36
[Jean Cristophe Baily, Adiós. Ensayo sobre la muerte de los dioses, trad. Cecilia Pieck,
JGH editores/Oficina del libro de la Embajada de Francia, México, 1998, 1ª ed.]
Marie-Claude Thomas, Etude des concepts kleiniens dans l’œuvre de Jacques Lacan,
37
Presses Universitaires du Septentrion, París, 2001, p. 292.
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El analizante, al asentir a la imprevisible irrupción de la muerte en la partida
analítica, queda ferozmente advertido de que nadie puede disputarle el señorío.
La muerte del analista es una figura del azar. La tirada de dados —al decir de
Mallarmé— jamás abolirá el azar. JAMÁS. Aunque la tirada se haya hecho en cir-
cunstancias eternas. Desde el fondo de un naufragio.
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