jueves, 29 de noviembre de 2007

“La tirada de dados jamás abolirá el azar” - Raquel Capurro

“La tirada de dados
jamás abolirá el azar”1
Raquel Capurro
Colón creyó viajar a las Indias y se encontró con una tierra desconocida a la que
llamó la Nueva España, modo de atenuar quizá la sorpresa ante la novedad; pero,
que esa fuera otra tierra no quedó claro hasta que los primeros mapas dibujaron
su contorno y la situaron respecto a los territorios ya conocidos. Apareció así bajo
la pluma de Américo Vespucci un nuevo mundo. Desde entonces podemos distin-
guir entre viajar a la India, viajar a Europa y vivir en América.
En este trabajo trataremos de guiarnos mediante cierta cartografía lacaniana
que quizá nos permita —al comparar— distinguir e interrogar el acontecer de un
análisis como un acontecer que puede situarse en un territorio que se diferencia
de otros. Porque, ¿en qué mapa marcar el encuentro entre analizante y analista?
¿Cuáles son sus coordenadas? ¿Cuál es su espacio y su tiempo? ¿Dónde se produce
ese encuentro? ¿Con qué parámetros pensarlo? Hay situaciones que invitan a
cierto sesgo de abordaje. La muerte de un analista es una de ellas. Como sucede
con un barco en alta mar, a veces un análisis naufraga, y ese naufragio coloca al
analizante en una situación de extrema dificultad, que interroga también a la
comunidad analítica. Proponemos avanzar por esta vía.
En el punto de partida, la muerte del analista no es una alternativa a menudo
invocada, salvo para exorcisarla, pero luego, en el transcurso de un análisis, bas-
ta a menudo muy poco para desencadenar su sombra: un flaqueo en la salud del
analista, o una simple ausencia, o un timbre en la puerta que no funciona. Un
cierto pánico y la idea de un “¡no puede hacerme esto!”, pueden imponerse sin que
uno sepa mucho cómo situarlo, salvo en esa especie de grito interior que salvaje-
mente reclama que eso no puede interrumpirse de cualquier modo. Es un grito
lanzado a la Muerte, a su señorío. Un reclamo de “respeto”: ¡no, así no, aquí no!
¿Qué es lo que allí se reclama? ¿Qué puede implicar de específico la muerte del
analista? ¿En qué se diferencia de una partida, en términos geográficos, a otro
lugar, que parece imponer —¿del mismo modo?— la interrupción de una cura?
Del poema de Stéphane Mallarmé: Un coup de dés jamais n’abolira le hasard, 1914.
1
www.mecayoelveinte.com
RAQUEL CAPURRO
Partir c’est mourir un peu, mourir c’est partir tout à fait, se dice en la lengua
francesa, ¿qué hay de muerte en una separación y de separación en la muerte?
¿No habrá aquí distinciones a realizar, que se hacen aún más complejas en la
situación analítica armada en y con la transferencia?
Un viaje a la India
A la luz de estas preguntas, la lectura del libro de Charles Malamoud, Le jumeau
solaire,2 provoca un descentramiento cultural que sugiere un camino en la dife-
renciación, para intentar por esa vía cierta precisión de la situación que preten-
demos abordar. Para ello hemos de acompañar a Malamoud en una incursión en
la que estudia algunas modalidades de los ritos funerarios en la India. Esbocemos
pues las aristas de su riquísima y documentada exposición, narrada en un par de
capítulos titulados Les morts sans visage y Le sacrifice des os.
Del duelo como sacrificio
En la India brahmánica, toda la ritualidad del duelo —explica Malamoud— está
ordenada por una pregunta: ¿qué hacer con los muertos?, y más precisamente,
¿cómo dejarlos de lado?, ¿cómo impedir que retornen a acosar a los vivos?
La respuesta religiosa toma cuerpo en el acto ritual de un sacrificio a efectuar.
Esta posición ordena los diversos ritos: se procede colectivamente a la cremación
del cadáver, luego a la de sus huesos, se da trato a las cenizas y a las ofrendas
alimenticias, elementos todos que cambian la consistencia del muerto, de su cuer-
po, que puede entonces transformarse en “materia sacrificial”. A través de dones,
libaciones, cánticos, etc., el muerto se ve liberado de los lazos con los vivos y puede
emprender su viaje al más allá donde se producirá su transformación en ancestro.
Se trata, pues, de consentir a este alejamiento, de liberar al muerto de sus ataduras,
y por ello, no habrá memoriales ni recordatorios de su pasado que sólo obstacu-
lizarían su porvenir.3
El punto que despertó nuestro interés está ligado a esta concepción sacrificial
del duelo con modos muy precisos de tratamiento de los “restos” fúnebres, así
Charles Malamoud, Le jumeau solaire, Seuil, París, 2002.
2
Sólo los ascetas, los llamados “renunciantes”, que viven en los bosques, en las afueras
3
de pueblos y ciudades, y que han roto solemnemente con las reglas de la vida social,
tienen al morir un trato distinto: no son cremados sino enterrados con gran pompa y
sus tumbas se convierten en lugar de peregrinación para quienes, por fuera de los
lazos familiares, estuvieron ligados a ese muerto.
www.mecayoelveinte .com
LA TIRADA DE DADOS JAMÁS ABOLIRÁ EL AZAR
como de toda materia sacrificial. Las elaboraciones de Jean Allouch4 han pues-
to de relieve esta conjunción entre la concepción hinduista y la experiencia
analítica. En su libro, señala que la muerte que nos pone de duelo —y no son
todas— “reclama” del sujeto la efectuación subjetiva, no sólo de la partida defi-
nitiva del muerto, sino también de la pérdida, con ese muerto, de un pequeño
bout de soi (trozo de sí) que se ha llevado consigo. Pasaje, mediante una ope-
ración subjetiva, de la muerte soportada, impuesta, a la muerte convertida en
don sacrificial, en don de lo que se creía ser con el otro, en “sacrificio gratuito del
duelo”.
Subraya también Allouch que la llamada clínica analítica, con sus múltiples
manifestaciones, se revela en cada caso como forma particular encontrada por
un doliente —en una sociedad desprovista de rituales y de formas colectivas de
tratar a la muerte— de “resolver” su relación con un muerto, en particular con
aquél o aquélla con quien su castración se sostenía. Dicho de otro modo, aquel
sujeto en cuyos síntomas se enquista el malestar existencial de un duelo salva-
jemente tramitado, puede encontrar en el curso de la cura analítica una forma
más adecuada de situar el lugar y la materia del sacrificio exigido por la muerte y
asentir a que, por esa vía, subjetivamente, éste tenga lugar de un modo distinto
al ritual.
Destacados estos puntos de contacto y de diferencia como disparadores ini-
ciales de este “viaje”, señalemos que no alcanzarían para justificar nuestro rodeo
si no se nos planteara, además, algún punto más específico que pudiera echar
luz, quizá por puro contraste, a la situación que pretendemos analizar, aquella
en la que se ve propulsado un analizante por la muerte de su analista.
Los ritos funerarios
Los ritos funerarios ocupan un lugar central entre los ritos sacrificiales que pautan
la vida en la India brahmánica. Comencemos por distinguir los distintos perso-
najes que intervienen en ellos y que se encuentran involucrados de diferentes
maneras: en primer lugar, el doliente principal. Acompañado de otros deudos, él
es el “alma del sacrificio”, quien toma la iniciativa, quien asume los gastos y re-
coge al final los frutos de las ofrendas. Se le llama, con propiedad, el sacrificante
—el yajamana—. El sacrificante no sólo encarga el sacrificio y elige al ofician-
te, sino que toma parte activa. Por eso ha de someterse previamente a una ascesis
y a cierta iniciación —diksa— que le es conferida por un iniciante y que hace de él
un “consagrado” —diksita—. En la India brahmánica, no cualquiera puede ocupar
Jean Allouch, Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca, trad. Silvio Mattoni,
4
Edelp, Buenos Aires, 1996. [Hay una coedición Edelp/Epeele, 2ª reimpresión en espa-
ñol, México, 2001, y el original: Jean Allouch, Érotique du deuil au temps de la mort
sèche, E.P.E.L., París, 1995.]
www.mecayoelveinte .com
RAQUEL CAPURRO
el lugar de un sacrificante. Hay una lista de condiciones. Por ejemplo, tiene que
ser varón, ya que sólo ellos están iniciados en el Veda. Una mujer participa sólo a
título de esposa del sacrificante.
El sacrificio implica también la participación de un cuerpo de oficiantes —los
rtvij—, quienes tienen el saber y la competencia de las operaciones rituales a
llevar a acabo, tarea por la que percibirán honorarios a cuenta del sacrificante. Los
oficiantes son quienes hacen posible el rito, es decir, que el sacrificante sacrifique.
Sacrificante y oficiantes están mancomunados en la realización del sacrificio,
animados por un deseo que, sin embargo, difiere en uno y otros. El sacrificante
espera obtener por su acto un lugar para sí después de su propia muerte y los
oficiantes esperan riquezas —daksina—, en un sentido amplio de la palabra, que
va desde lo material hasta dones como la fuerza, la alegría, e incluso la inmortali-
dad. Los oficiantes no son diksita, no están consagrados pues no están implicados
en el sacrificio sino al modo de un trabajo, un quehacer.
Si el oficiante principal muere, el rito queda interrumpido. Cuando la muerte ocu-
rre en medio de una ceremonia sacrificial llamada Sattra, “la solución” es otra.
Los ritos sacrificiales del Sattra
Para consider el avatar que nos interesa aquí, el de la muerte de un miembro del
cuerpo ritual en el curso del Sattra, proponemos distinguir tres tiempos.
1. Primer tiempo: un ritual sacrificial de tiempo variable.
La Sesión o Sattra, difiere en duración de un sacrificio “normal”, ya que puede
extenderse al menos durante doce días, pero puede durar un año, varios años o,
míticamente, mil. Las posiciones corporales —sentados— son típicas y difieren
de las habituales en los ritos fúnebres —de pie— al punto que este cambio de
posición corporal da nombre al final del Sattra. Se le llama “levantarse”. Esta
descripción primaria del Sattra, con su tiempo variable y sus cambios de posicio-
nes corporales, y hasta con su nombre, puede provocar una cierta sonrisa de
complicidad advertida con algunos aspectos de la experiencia analítica. Sin em-
bargo, una diferencia mayor se presenta como obstáculo a cualquier compara-
ción: la naturaleza colectiva de este rito. Pero, si bien es verdad que en el Sattra
intervienen varios sacrificantes —en general diecisiete—, “estos sacrificantes
múltiples, señala Malamoud, actúan juntos como un tipo de sacrificante colecti-
vo y asumen unos respecto a otros el papel de sacerdotes oficiantes”.5
La oposición de funciones, sacrificante-oficiante, resulta mucho más compleja
de lo que aparenta. En el Sattra se constituye una comunidad ritual donde sa-
crificante y oficiantes forman un grupo de semejantes con la identidad ritual de
un sacrificante colectivo. Cada uno y todos resultan marcados por un rasgo co-
Charles Malamoud, Le jumeau solaire, op. cit., p. 94.
5
www.mecayoelveinte .com
LA TIRADA DE DADOS JAMÁS ABOLIRÁ EL AZAR
mún, el de ser parte de un cuerpo sacrificante-oficiante. Secundariamente, un
individuo se desprende de ese grupo para sostener en el plano de las operaciones
rituales, “la parte” del sacrificante. Se le llama “el dueño de casa”.
Así planteado el dispositivo, no tendría nada relevante para acercarlo a la situa-
ción analítica, en donde, salvo en la aventura del análisis mutuo emprendida por
Ferenczi, la distinción y asimetría de lugares son parte esencial del dispositivo
mismo. Sin embargo, Malamoud indaga la noción de persona que subtiende a
estos rituales y hace un sorpresivo señalamiento que indica un posible acerca-
miento con la situación analítica:
La cuestión de la relación del sacrificante con el otro —autrui— toma toda su ampli-
tud en el Sattra precisamente porque los otros son considerados como semejantes,
y porque la división de tareas y de estatuto no se hace entre los individuos sino en la
persona de cada uno de ellos.6
Esta manera de encarar la forma compleja de la situación que el rito escenifica,
no ha de ser tomada en la intersubjetividad con los otros, sino como asunto
intra-subjetivo. El sacrificante se ve multiplicado en los otros y además, se
ve integrado como co-oficiante del rito. Durante el rito, la otredad cede espacio
a una semejanza particular. El rito, en vez de remitir al sacrificante a su pura
intimidad para efectuar el sacrificio al que se ve invitado, hace que adquiera con-
sistencia en ese cuerpo colectivo en donde, usando un término de Lacan, se consti-
tuye como éxtimo.7 Cada sacrificante es invitado, por el dispositivo, a transferir a
esa situación, a ese espacio, a ese cuerpo colectivo, algo “propio”, y a participar
en las acciones rituales en espera de lograr —por medio del saber-hacer implíci-
to en el rito— el apaciguamiento que la religión promete al que efectúa el sacrifi-
cio indicado. El sacrificio, señala Malamoud, implica una serie de identificaciones y
encadenamiento de dualidades que constituyen este particular cuerpo oficiante
y sacrificante, sujeto único en el Sattra, del sacrificio a realizar.
En este contexto se plantea la cuestión de: ¿qué pasa cuando un miembro de
un Sattra, un sacrificante-oficiante, muere antes de que la ceremonia haya llega-
do a su final? ¿Qué pierde el sacrificante?, o más bien, ¿qué pierde el cuerpo
sacrificante-oficiante con esa muerte?
Ibid., p. 105. El subrayado es mío.
6
7
“lo que nos está más próximo, siéndonos a la vez externo”, neologismo de Jacques
Lacan del 26 de marzo de 1969. Cfr. 789 Néologismes de Jacques Lacan, Epel, París,
2002, p. 40. [Contamos en español con una obra relacionada: Marcelo Pasternac y
Nora Pasternac, Comentarios a neologismos de Jacques Lacan, Epeele, México, 2003,
1ª ed.]
www.mecayoelveinte .com
RAQUEL CAPURRO
2. Segundo tiempo: La muerte de un miembro del Sattra.
En la lógica de lo que antecede, la muerte de algún miembro del Sattra tiene
efectos de desmembramiento. Algo se pierde si la muerte irrumpe en el ritual: si
son diecisiete, una de las diecisiete tareas sacerdotales no podrá realizarse. Los
efectos en el ritual son explicitados como una disminución del cuerpo colectivo
que, a pesar de ello, no ha de disgregarse pues tiene entre manos un sacrificio a
realizar. La muerte de uno de ellos no debe convertirse en un obstáculo insalvable
para el cumplimiento de ese compromiso. Además de esta limitación al cuerpo
oficiante, hay otra merma, más difícil de situar, y que concierne a la dimensión
sacrificante puesta en juego por cada integrante del Sattra. No se sabe qué se pier-
de con la muerte de uno de ellos, cuál era su parte en el sacrificio emprendido.
De hecho, hay una situación ritual interrumpida y los vivos consideran necesi-
tar aún de ese muerto para concluir el rito. Por eso, hasta el final del sacrificio, se
dispondrá del cuerpo del muerto que tendrá una especie de sobrevida y cuyos
funerales quedarán pospuestos. Esta sobrevida no ha de confundirse con la exis-
tencia que lo espera en el más allá, pues se limita al lugar que aún ha de ocupar
en ese campo del sacrificio ritual en el que la muerte lo encontró comprometido.
De ahí, una doble cuestión que los ritos han de resolver: ¿qué hacer con el cadá-
ver? y, ¿qué hacer con el lugar que quedó vacío?
El procedimiento a seguir en este caso está establecido en las Suttras8 del
siguiente modo:
Respecto al cadáver.
Si un participante de un Sattra muere, sus compañeros deben incinerarlo sin
demora. Esa cremación no será total, sino que dejará enteros a los huesos del
muerto. Los huesos son colocados en una bolsa de antílope negro —símbolo
del sacrificio—, bolsa que acompaña a cada uno de los que han sido “consagra-
dos” y que, en este caso, se coloca cerca del fuego, en el terreno ritual. Los ritos
funerarios de ese muerto quedan pues suspendidos, su familia no puede aún
celebrar su duelo, porque él no ha de emprender aún las transformaciones que lo
convertirán en ancestro. Tiene una tarea pendiente, la del Sattra interrumpido.
Respecto al lugar vacío.
¿Cómo encara el ritual la cuestión de dar un sustituto al muerto? La respuesta
nos interesa sobremanera porque está cargada de matices determinados por la
concepción intra-subjetiva que resulta estar explayada en los personajes del rito.
Se procede así: los compañeros del Sattra designan y consagran a un pariente
para que remplace al muerto, y así poder proseguir con el rito hasta su final. El
muerto queda efectivamente presente en el terreno, con sus huesos y su esposa
(como parte de sí mismo, a quien no se sustituye). El sustituto llega a ese lugar
bajo un cierto sesgo: el de la reparación de un rito sacrificial lesionado por uno
Según Malamoud: Katyayane-Srauta, Suttra XXV 134, 28-46.
8
www.mecayoelveinte .com
LA TIRADA DE DADOS JAMÁS ABOLIRÁ EL AZAR
de los participantes —el muerto— que, por la presencia de sus huesos en el cam-
po sacrificial, crea, además, un riesgo de impureza.
Si bien el ritual prevee de este modo un dispositivo que da solución a la situa-
ción creada por la muerte de un oficiante, la cuestión del sustituto ha dado lugar
a muchas discusiones que giran en torno a lo sustituible e insustituible del muer-
to. Malamoud destaca algunas de las conclusiones a que llegan los filósofos de la
escuela Mîmàmsà:
¿Lo insustituible? Las reglas son claras: no se sustituye la divinidad a la que se
ofrenda, ni el fuego, ni los mantras a recitar, ni el sacrificante-oficiante muerto.
No se sustituye la parte de sacrificante que él había asumido al iniciar el Sattra:
algo allí se pierde irreversiblemente, y se efectúa como pérdida sin retorno. En
cuanto a la persona del sacrificante-oficiante definida por su voto y su compro-
miso, sólo queda “empírica” y parcialmente afectada por la muerte. Esto implica
que su deber lo obliga a perseverar en la existencia. Su muerte ocurrida a “des-
tiempo” respecto a los actos exigidos por el mundo sacrificial en el que estaba
comprometido, determina la creación metonímica de cierto tipo de presencia. Por
esto “estará presente en el terreno del sacrificio no como una efigie o un monu-
mento, ni como un fantasma o un recuerdo, sino como soporte de una prome-
sa, de una tarea a realizar y de bienes a esperar”. En esta perspectiva, el tiempo
ritual del sacrificio comanda la manera de tratar a este muerto.
Malamoud aclara que esta ficción sólo se aplica a esta forma particular de
sacrificio —el Sattra— en donde hay una comunidad sacrificante de la que unos
y otros forman parte. Recordando la divisa hanseática que gustaba a Freud:
n a v i g a r e necesse est, vivere non necesse, él propone escribir así la divisa
brahmánica: “no es necesario que el individuo esté vivo; lo que importa es que,
vivo o muerto, pueda permanecer a bordo para que el barco del sacrificio llegue
hasta el final de su itinerario”.9
¿Lo sustituible? En el Sattra, cada uno cumple una doble función: si el sacrificante
es irremplazable, cada miembro del cuerpo colectivo es, además, agente de las
operaciones sacerdotales. Tiene un papel de co-oficiante y como tal puede ser
sustituido. Se remplaza al oficiante desfalleciente. Quien lo sustituya no será
tampoco el equivalente de aquél a quien sucede pues —señala Malamoud— el de-
seo del sustituto no estuvo en el origen del rito y no será por lo tanto un “amo
del sacrificio” sino un “realizador de actos”, un “trabajador”. En efecto, para ser
“amo del sacrificio”, el compromiso emprendido ha de ser llevado a término. En
este caso, la muerte, revelando su señorío, chapucea la obra del amo. Se pone así en
evidencia que el sustituto no viene exactamente a remplazar al muerto, ya que éste,
como muerto, por sus huesos, tiene también un lugar en el dispositivo sacrificial.
No lo remplaza en absoluto como sacrificante y sólo parcialmente como oficiante.
Ibid., p. 105.
9
www.mecayoelveinte .com
RAQUEL CAPURRO
3. Tercer tiempo: destino final del sacrificante-oficiante muerto.
El rito del Sattra se ve así modificado y suplementado, luego, por otro tiem-
po ritual específico para esta situación: el llamado “sacrificio de los huesos”
—asthiyajña.
Pasado un año tiene lugar una ofrenda —la asthiyajña— en la cual los huesos
cumplen el rol del sacrificante, mientras los demás sirven de oficiantes al es-
queleto. Se trata de una especial prolongación del Sattra, con las mismas perso-
nas y la misma estructura, pero que atenderá ahora a la particular circunstancia
de la muerte del oficiante-sacrificante. Malamoud subraya que si para emprender
un sacrificio hay que estar vivo, este ritual configura su excepción. Aunque un
sustituto ejecute aquellos ritos que el esqueleto no puede realizar, el esqueleto
es considerado como sacrificante y por eso, cada vez que el rito lo exige, el ofi-
ciante irá a buscar la bolsa de huesos y la pondrá a su lado, en numerosas idas
y venidas. Recién terminada la ceremonia, los huesos serán enterrados en el
bosque.
Los debates son complejos respecto a la función de los huesos según la inter-
pretación que se dé a la expresión “sacrificio de los huesos”. La opinión con
mayor fundamento textual sostiene que los huesos actúan a través de los ofician-
tes vivos y que, por lo tanto, la expresión “sacrificio de los huesos” querría decir
que el actor principal y beneficiario de esa ceremonia es el esqueleto, como m-
etonimia de la persona del muerto. El muerto completaría su parte en el sacri-
ficio.
Este tercer tiempo permite distinguir la temporalidad del Sattra —como tarea
sacrificial que exige ser llevada a término, incluso con un sustituto— del tiempo
en que el muerto podrá ser objeto de los ritos funerarios.
Muerte de un analista y muerte
de un sacrificante-oficiante
Partamos de la profunda disparidad entre estos rituales sacrificiales y la situa-
ción analítica, partamos del psicoanálisis que, como experiencia siempre novedosa,
en el caso por caso, y sesión a sesión, no puede ser pensada ni como ritual ni
como religión, así como también es ajena a la práctica iniciática.
Hay diferencias muy obvias, baste enumerar las más importantes: un análisis
no puede ser considerado como una situación colectiva, ni dual (lo que ya mere-
cería más desarrollos), ni por fuera de la transferencia, su motor principal; la
efectuación del ritual está gobernada por el saber contenido en los mitos que
animan a los ritos; la efectuación de la transferencia está ligada también al saber,
pero a la destitución de un sujeto supuesto saber. Movimientos claramente opues-
www.mecayoelveinte .com
LA TIRADA DE DADOS JAMÁS ABOLIRÁ EL AZAR
tos, pues. Otra piedra de toque de la disparidad entre ambas situaciones yace en
el ordenamiento de las palabras, por el ritual de un lado, y por la regla fundamen-
tal del otro. La partida a jugar es muy diferente en cada caso, pues en el ritual el
sacrificante puede permanecer en una cierta distancia subjetiva respecto a las
operaciones sacrificiales,10 puede quedarse en la pura formalidad, mientras que
el analizante, con su decir, trama su transferencia y con ella —no sin las discretas
intervenciones de su analista— “se” irá fijando cierto destino, se irá recortando,
delimitando, la “materia del sacrificio”.
Pero, la connotación sacrificial de los ritos brahmánicos, la particular concep-
ción de la persona puesta en juego, así como la discusión y manera de resolver el
antagonismo entre sustituible o insustituible, invitan a buscar en esos puntos
alguna enseñanza.
Los ritos sacrificiales, en particular los ritos funerarios, no dejan de ser accio-
nes que ponen en juego cierto ordenamiento del simbólico. “¿Qué son los ritos
funerarios, preguntaba Lacan, los ritos mediante los cuales satisfacemos lo que
se llama “la memoria del muerto”, qué son, sino la intervención total, masiva,
desde el infierno hasta el cielo de todo el juego simbólico?”11
La tradición brahmánica implica que el orden del mundo se sustenta en los
sacrificios ofrecidos a los dioses, por eso las ceremonias sacrificiales revisten
una enorme importancia. De ahí que se hayan establecido no sólo los rituales de
los sacrificios, sino, además, cómo resolver la peculiar situación de la muerte de un
sacrificante-oficiante, ocurrida en el curso de un Sattra.
Formulemos ahora algunas preguntas: ¿puede pensarse al psicoanálisis, no
como un ritual, pero sí como una experiencia sacrificial? Si así fuera, ¿de qué
sacrificio(s) se trata y qué sucede cuando la muerte lo interrumpe?
Sucintamente, digamos que estas operaciones propias del espacio de la cura,
remiten a la castración, cuya “materia sacrificial” es el falo (es decir, el falo como
faltante, que Lacan escribió como (– φ), y remiten a la división misma del sujeto
respecto al objeto causa del deseo ($<>a). Lacan diferenció esta última operación
nombrándola se-partición, para distinguirla de la separación respecto del otro. Si
bien ambas operaciones están convocadas por un duelo y también ambas están
convocadas en un final de la partida analítica, las diferencias se sitúan en la
subjetivación por parte del analizante de su peculiar relación con el objeto. Los
movimientos de un final de partida analítica, animados por su erótica particular,
tal como se recorta en el campo de la transferencia, están estrechamente ligados
10
Esto no debe acentuarse ya que Malamoud señala, por ejemplo, que: “el sacrificante
ofrece una víctima que es otra respecto a sí mismo (lui-même), pero que justamente
por esa razón, es un otro sí mismo (lui–même)”, ibid., p. 31.
11
Jacques Lacan, El deseo y su interpretación, seminario inédito, versión J.L., 22 de abril
de 1959.
www.mecayoelveinte .com
RAQUEL CAPURRO
a la función que allí cumple el sujeto supuesto saber. Ese recorte, que divide al pro-
pio sujeto, no es equivalente con la persona del otro, aunque allí esté su apoyatura.
Para que la se-partición se efectúe y para que la castración encuentre su materia,
la presencia del analista, allí, vivo, es indispensable. Por ende, el des-fallecimiento
prematuro e impuesto al analizante, por la muerte del analista, no puede, de por
sí, confundirse con el final de la cura. Lacan ha desarrollado la crítica a la intersub-
jetividad, descartando que sea un concepto mayor para situar a la transferencia.
Argumentó cómo la transferencia aloja de modo particular el despliegue intra-sub-
jetivo del analizante, al punto de sostener que, en el análisis, sólo hay un sujeto
en juego. Sin embargo, aunque el analista esté allí como muerto —para usar la
metáfora del bridge a la que recurre Lacan— se le requiere bien vivo para que el
juego prosiga hacia la partida final.
Podemos acordar, entonces, que de distintos modos, la ritualidad brahmánica
y la experiencia analítica convocan a un sacrificio. La intra-subjetividad se encuen-
tra de algún modo desplegada en la escena ritual y este sesgo de complejidad
permite una comparación con el espacio analítico. Ambas situaciones se rigen
también por una temporalidad particular gobernada por una lógica interna, una
lógica regida por los pasos de un ritual en un caso, y por un “tiempo lógico” li-
gado a ciertas operaciones subjetivas en el otro. Esas lógicas se ven quebradas
por la irrupción de la muerte.
La muerte de un sacrificante-oficiante vulnera la tarea repartida de modo com-
plejo en un cuerpo sacrificante, pero el ritual indica cómo se ha de proseguir. ¿Qué
pasa con el quehacer12 emprendido por el analizante cuando muere su analista?
Nada le indica un camino, todo señala la interrupción irreversible de un decir allí,
que se sustentaba en la transferencia. La abrupta caída de aquel que, en su particu-
laridad, sostenía esa dimensión, sitúa al analizante, con la violencia que impone la
muerte, ante la desaparición del lugar en donde tramitaba como sacrificante, sus
duelos quizá, o en todo caso, donde se fabricaba su “materia sacrificial”.
Porque no es un ritual, cuando muere un analista el análisis se interrumpe sine
die. La consecuencia inmediata, es que la persona del analista, hasta ahí velada
por su función, recobra públicamente su dimensión social y familiar, dimensión
ajena a la tarea analizante. Por ende, el analizante no encontrará allí nada que le
concierna directamente, salvo el cadáver. Ahora bien, si en cada duelo el dolien-
te no sabe bien qué entierra, en esta situación la complejidad es mayor, o al
menos de otro tipo: el analizante descubre que no entierra al que están acompa-
ñando los ritos fúnebres. Ha perdido. Ciertamente. Pero esa pérdida está referida
en primer lugar a su apuesta transferencial y al tiempo de su efectuación, como
12
En el seminario sobre El acto psicoanalítico (1967-1968), Lacan adjudica al analista el
acto que posibilita el quehacer del analizante. Con esos términos: acto y quehacer, da
precisión a la asimetría entre ambos.
www.mecayoelveinte .com
LA TIRADA DE DADOS JAMÁS ABOLIRÁ EL AZAR
tiempo lógico de un análisis. ¿Encontrará algún camino para proseguir la tarea
iniciada?
Hay algo que no puede elidirse: para su analizante, el analista que muere no
estaba destinado a ello, en ese tiempo. El analista requerido en la transferencia,
¿es acaso remplazable o es insustituible? Hemos descartado un final sincopado.
¿Acaso puede entonces aconsejarse la intervención de un nuevo “oficiante” que
lleve la tarea a su final, eso que banalmente se escucha como un “búscate otro
analista”? La objeción radical a este planteo es la transferencia: no hay transfe-
rencia de la transferencia.
Es indudable, entonces, que no puede pensarse una respuesta por fuera de la
particularidad de cada apuesta transferencial, del momento de ese análisis, de
la posibilidad subjetiva de implicarse en una nueva transferencia.
Más allá de cada caso, en lo que concierne a la comunidad analítica ¿cómo ir
más allá de los “usos y costumbres” que se ponen en juego en esa situación,
acuñados, no se sabe cómo, por las prácticas locales? Así, por ejemplo, asimilan-
do de facto el analista al oficiante y desconociendo la especificidad de la transfe-
rencia, se busca la lista de los pacientes para avisarles de la muerte de su analista
y ofrecerles otro nombre o nombres que vendrían al lugar del “oficiante muerto”,
del “profesional fallecido”. Muchas anécdotas señalan que este proceder resulta
intempestivo y no falta quien lo interprete como un comportamiento de aves de
presa, que pretenden llevarse a la clientela colocada en situación de los despojos
del muerto. El analista no puede confundirse con un mero oficiante de un rito o de
cualquier otro “oficio”. Aquello que su presencia sostiene no cabe en ningún ri-
tual y no admite delegación de ningún tipo. Para el analizante, ¿sería pues un
callejón sin salida? ¿Desde dónde responder? ¿Desde qué doctrina?
Para avanzar alguna pulgada, prosigamos con este método de acercamiento y
diferenciación a otras situaciones que permitan abordar con mayor precisión
este caso de figura. Intentemos circunscribir mejor la cuestión de lo sustituible y
lo insustituible y la cuestión de la conclusión de un análisis como algo diferente
de la muerte del analista, acontecimiento éste que no está por fuera de cómo la
muerte misma, como destino común, se encuentra allí situada. Para ello nos cen-
traremos en la diferencia que la apuesta transferencial establece con cualquier
ritual o con cualquier asignación “profesional” a una función. ¿De qué modo
particular se trenzan allí Eros y Logos?
La práctica cristiana de la dirección espiritual
En más de una oportunidad, Michel Foucault ubicó a la práctica analítica como una
prolongación laica de la práctica sacramental de la confesión. Tal planteo po-
www.mecayoelveinte .com
RAQUEL CAPURRO
dría ponerse en discusión desde diferentes ángulos, pero nuestro desarrollo sobre
los ritos, nos conduce más bien a señalar que la práctica cristiana que más se acer-
ca a la práctica analítica sería, en todo caso, la de la dirección espiritual. No deja
de ser verdad, sin embargo, que la confesión que, estrictamente, pone en juego el de-
cir del penitente y la respuesta ritual del sacerdote, fue incluyendo, con el paso
del tiempo, toda una gama de intervenciones del confesor: consejos, adverten-
cias, exhortaciones, etc., dando lugar a que, paulatinamente, se perfilaran así dos
tipos de prácticas, una, ritual: la confesión, y otra, de distinta índole: la dirección
espiritual. Desde el siglo XVI, San Ignacio de Loyola puso de realce esta última, la
que, como lo ha mostrado Pierre Hadot, hunde sus raíces en la Antigüedad.13 El
mismo Foucault la llama “el arte de la dirección espiritual”.14
Quienes en el marco del cristianismo hacen de la vida cum Deo el centro de su
existencia, buscan un director supuesto saber conducirlos a la santidad. El direc-
tor resulta de una particular elección y con él se espera mantener una relación
estable cuyo horizonte temporal trasciende a la muerte, ya que se trata de que él
conduzca a cada uno o una a vivir la vida de tal forma que viva quede en la
muerte. Subrayemos la peculiaridad de este final: se espera que coincida con la
buena muerte del dirigido. En ese sentido, el director habrá de encaminarlo/a por
el sendero particular del llamado de Dios, enseñando a cada uno el discernimien-
to de los espíritus. Si bien el director de conciencia reviste, a veces, un lugar de
oficiante —por ejemplo, del ritual de la confesión— su implicancia en la vida
espiritual de su dirigido va mucho más allá: la elección del director espiritual es
una apuesta transferencial como bien lo muestran, a modo de excelencia, casos
como el de Santa Teresa dirigida por San Juan de la Cruz, Fénelon dirigiendo a
Mme. Guyon, y así muchos más.
El director asegura, de algún modo, sobre todo en los casos en que la vía par-
ticular de un dirigido se aleja de las prácticas y consensos comunes, un justo discer-
nimiento entre el llamado divino y las tentaciones diabólicas. En este sentido, el
director también está implicado en los debates públicos, doctrinales y morales,
que pueden plantear las prácticas de sus dirigidos en tanto aparecen como des-
viaciones de la recta doctrina. Así sucedió en el caso de muchos místicos y sobre
todo místicas, ya que las mujeres se encontraban en una situación de mayor
indefensión respecto a la jerarquía eclesiástica. En ese punto, el director ampara-
ba y cuidaba de la particularidad de su dirigida, y es obvio que no cualquier cura
podía ser un buen director, aunque cualquiera podía oficiar los sacramentos.
En un libro que Michel Foucault apreció mucho, Pierre Hadot muestra la función de las
13
antiguas escuelas de filosofía en la dirección espiritual de sus discípulos. Cfr. Pierre
Hadot, Exercises spirituels et philosophie antique, Etudes Augustiniennes, París, 1987.
Michel Foucault, “Le vrai sexe”, Dits et écrits, t. III, Gallimard, París, 1994.
14
www.mecayoelveinte .com
LA TIRADA DE DADOS JAMÁS ABOLIRÁ EL AZAR
Desplacémonos ahora en el espacio y el tiempo para interrogar el lugar que
ocupó esta práctica en la vida de una mujer llamada Pauline Lair Lamotte,15 dada
a conocer por su psiquiatra, Pierre Janet, bajo el nombre —elegido por ella mis-
ma— de Madeleine Lebouc.16
Esbocemos las grandes líneas de esa historia que tiene su inicio en la ciudad
de Mayenne (Francia), en 1853, año en que nace Pauline, la cuarta y penúltima
hija del hogar del sombrerero Prosper Lair Lamotte. Desde muy niña Pauline par-
ticipa junto con su hermana Sophie de las devociones religiosas de su época. Al
acercarse a la pubertad, la joven comienza a vivir largas horas de ensimismamien-
to durante las cuales permanece inmóvil para luego recuperarse con renovada
energía y decir que ha sido objeto de “inspiraciones preciosas que me han guiado
hacia el bien”.17 Esta experiencia de tipo místico se intensifica y se transforma en
pasión amorosa que también revela el carácter intransitable que tiene para ella
una “sexualidad normal”. La lectura de la vida de los santos la inclinan cada vez
más a querer consagrarse al cuidado de los más necesitados. Su hermana Sophie
ya se ha hecho terciaria franciscana y enseña en Le Mans, desde donde escribe a
su hermana quien, en 1873, a los 19 años, escoge irse a Londres como precepto-
ra. La vida cotidiana le depara allí una intensa experiencia, pues para ir a la misa
diaria, Pauline debe atravesar uno de los barrios más miserables de Londres, el
barrio de la Torre, descrito crudamente por Engels como luego lo sería por Marx.
Impactada, y haciendo una lectura mística de lo que ve, Pauline asume que Dios
la destina al servicio de los pobres y dará a ese destino una respuesta de cuerpo
y alma. Su hermana, presintiendo que corre riesgos, busca sustraerla y logra que
retorne a Francia en 1874, donde rechaza los puestos de profesora de inglés que le
han conseguido. “Rompí definitivamente con los míos y me arrojé a cuerpo perdi-
do por el camino que me trazaba la pasión que colmaba mi alma, el amor de la
cruz y el amor por los pobres”.18
En este movimiento vocacional en el que rehúsa también toda vida religiosa
institucionalizada —será simplemente terciaria franciscana—, ella conoce, a tra-
vés de su hermana, al padre Conrad, quien será a partir de entonces su director
espiritual.
El padre Conrad era un franciscano de obediencia capuchina. En ese momento,
y ante la quemante cuestión social, dos opiniones teológicas dividían a su Orden:
15
Todas las referencias están tomadas de la monografía de Jacques Maître, Una célebre
desconocida. Madeleine Lebouc / Pauline Lair Lamotte (1853-1918), prefacio de Georges
Lantéri-Laura, apéndice con textos de J. Allouch, L. Cornaz y J. Maître, trad. Silvia
Pasternac, Epeele, México, 1998, p. 38, n. 26 para lo relativo a su nombre.
Pierre Janet, De la angustia al éxtasis, t. I y II, FCE, México, 1991.
16
Ibid., p. 55.
17
18
Ibid., p. 28.
www.mecayoelveinte .com
RAQUEL CAPURRO
¿debía responderse a los pobres en el terreno de la acción social o en el de la
espiritualidad? El padre Conrad se inscribe en esta última posición doctrinal y
desde ella va a escuchar a Pauline que, en 1875, asiste a un retiro predicado por
él. A partir de ese momento, en forma personal o por cartas, se mantendrán en
contacto durante casi veinte años, más precisamente hasta el 3 de julio de 1893,
fecha en la que muere el padre Conrad.
Durante esos veinte años, Pauline comparte la vida de los más miserables a la
par que se acentúa su experiencia mística. Son años que siguen a la Comuna,
años de intensa convulsión social. En más de una oportunidad, Pauline es deteni-
da por vagabundeo, acusada de ejercer la prostitución o de estar ebria. Vive en
una pieza donde cuida durante varios años a Rosalie Bourland, enferma de cán-
cer, hasta que ésta muere en 1887. Ambas eran dirigidas del padre Conrad. Lue-
go habita una casa en ruinas y vive de la mendicidad, a la vez que experimenta
estados de misticismo muy importantes. El padre Conrad imprime a su dirección
un sesgo muy claro como lo expresa Sophie, hermana de Pauline:
Él luchó con todas sus fuerzas contra las prácticas místicas de Pauline, y contra sus
tendencias a estados particulares demasiado visibles. Le prohibía que los dejara
traslucir al exterior; la condenaba a ya no asistir a los oficios cuando ella caía en
esos estados de sueño extático; hizo todo lo que pudo para que permaneciera hu-
milde y simple; la humillaba de todas las maneras posibles cuando le contaba sus
consuelos celestes.19
En 1891, el padre Conrad es transferido a Versalles en donde morirá dos años
después. Graves trastornos motores afectan sus piernas y le impiden desplazar-
se. Durante ese tiempo él le indica a Pauline un cura joven, el padre Henri Garnier,
como un posible sucesor en la dirección de su alma. Sin embargo, Pauline sólo lo
adopta como confesor y va a Versalles a continuar con el padre Conrad su direc-
ción espiritual. Se hace patente el señalamiento de Lacan: no hay transferencia de
la transferencia.
Llamativamente, ciertos trastornos motores que ella había padecido en 1880
reaparecen agravados en 1892 al punto que, en enero de 1893, los dolores oca-
sionados por las contracturas de sus piernas exigen su internación.20 Pauline,
que tiene ya 40 años, comienza a sentirse desprotegida por su director espiritual.
Cuando él muere el 3 de julio, se abre para ella un agujero negro.
19
Ibid., cita de una carta, p. 77.
Janet hará, después de la muerte de Pauline, un diagnóstico retrospectivo de sirin-
20
gomielia.
www.mecayoelveinte .com
LA TIRADA DE DADOS JAMÁS ABOLIRÁ EL AZAR
La imposible sustitución
Al poco tiempo de su muerte, aparecen en las cartas de Pauline a su hermana
Sophie ideas inquietantes. “Si todavía no te revelo mi prueba, es porque Dios
quiere que espere, pero no tardarás en saber algo sobre el complot tramado por
el demonio. Es de lo más infernal”.21
Su hermana la presiona para que adopte un nuevo director, a lo que ella se
resiste argumentando que podría ser dañado por sus enemigos y porque, además,
no le es necesario, ya que “la voluntad de Dios me es indicada totalmente cada
día”.22 Una ecuación se explicita allí: el padre Conrad ocupaba el lugar de Dios.
Esto le queda muy claro al capellán del hospital que la visita en 1894, cuando está
de nuevo hospitalizada. “En cuanto a sus sendas interiores —le escribe a Sophie—
no tengo por qué ocuparme de ellas. Además de que su hermana no me ha dicho
nada, la encuentro muy tranquila”.23
Sin embargo, los cambios de Pauline a partir de la muerte de su director, se
agravan en cascada. En 1896, luego de múltiples cambios de hospitales, queda
internada en la Salpêtrière en donde pasará siete años bajo los cuidados de Pierre
Janet. Es la época de su gran desequilibrio, de la frondosidad de su delirio y de
manifestaciones corporales extraordinarias: estigmas y una forma de caminar en
puntas de pie, que ella sitúa al borde de la levitación.
Janet prestará a Pauline una atención muy particular, ya que hará de ella “un
prototipo para el estudio de la mística y de la estigmatización en un medio que
juzga adecuado para una observación científica”.24 Pone en juego no sólo un
saber que va a aplicar al saber que Dios comunica a Pauline, sino que lo hará
desde una posición subjetiva particular: la observación científica. Nada ofrece
pie a que Pauline encuentre allí una sintonía para su decir y un campo abierto a
la transferencia. Sin embargo, ella se siente muy enferma, necesitada de cuidados,
sesgo que la lleva a admitir al doctor Janet. Su aceptación, empero, está bien deli-
mitada, pues no considera que él deba inmiscuirse en los asuntos de su vida
religiosa. A pesar de ello, cuando las tentaciones la asedian, pide a Janet le orde-
ne qué debe hacer.
El padre Conrad la había dirigido con ruda pedagogía, aquella que indican los
manuales de mística: los estados extraordinarios deben subordinarse a la prácti-
ca del amor al prójimo, único camino para evitar al místico la complacencia en
los dones que recibe. Una dirección tan severa implicaba una confianza total-
Ibid., carta del 9 de agosto de 1893, p. 85.
21
Ibid., carta del 14 de agosto de 1893, p. 87.
22
23
Ibid., p. 89.
Jacques Maître, Una célebre desconocida, op. cit., p. 97.
24
www.mecayoelveinte .com
RAQUEL CAPURRO
mente jugada al saber implícito y supuesto allí, como un saber que la conduciría
rectamente durante toda su vida en la realización particular de la voluntad de
Dios sobre ella. Si Janet nunca pudo ocupar el lugar del padre Conrad, la objeción
mayor, como ella misma se lo hizo saber, fue la siguiente:
Si pienso absolutamente como usted, todo el edificio de mi creencia se desploma-
rá. Mi alma quisiera ser al mismo tiempo dócil con usted y fiel a las enseñanzas
que ha recibido […] Le debo obediencia a usted, pero cuando se trata de una cues-
tión religiosa, debo someterme a la autoridad eclesiástica.25
Como lo expresa Jacques Maître, “Conrad le garantizaba a Pauline una fianza
religiosa que significaba para ella su identidad y legitimidad, autentificadas
por su condición de terciaria”.26 Entre 1894 y 1904, durante diez años, Pauline
acusa recibo de la irreversible ausencia de su director. Parcialmente sostenida
por Janet, ella procesa, incluso con su propio sufrimiento corporal, algo así como
un “sacrificio de los huesos”; su delirio, sus tentaciones y sus éxtasis, hacen pa-
tente las consecuencias de esa dirección faltante. Janet, de algún modo, es un
“hacedor de actos” que le ofrece un cierto terreno en el que lentamente se apaci-
gua su dolor.
En 1901, cuando Janet estima posible darla de alta y pone ciertas condiciones,
nuevamente se ponen de manifiesto las orientaciones divergentes. Así le escribe
Pauline a Sophie:
No puedo salir, el doctor me lo ha prohibido. La razón es la siguiente […]: Expliqué
claramente mi vocación y di a conocer los compromisos que adquirí ante Dios hace
más de veinticinco años. Expresé mi firme resolución de mantener mis promesas
hasta la muerte. He dicho que creía que él me había comprendido y que aceptaba con-
ducirme en esa senda. Mi senda, querida hermana, consiste en ser pobre toda mi vida
como las más humildes obreras que viven al día del pago de su trabajo […] El doctor,
por su parte, sólo consiente en dejarme ir si tengo recursos garantizados y fijos.
Debo sufrir todas las consecuencias de la pobreza. Para él, es una verdadera locura.27
A pesar de todo, Pauline sale del hospital al que vuelve en 1903 por un breve
lapso. Definitivamente, abandona la Salpêtrière en 1904, a los 50 años, para ir a
vivir en una modesta pieza en Le Mans cerca de su hermana. Mantiene una co-
rrespondencia con Janet a quien vuelve a ver al pasar ella por París en 1907.
Pauline, que muere en 1918, ajusta los últimos catorce años de su vida a las
Ibid., p. 108.
25
26
Ibid., p. 160.
Ibid., carta del 3 de mayo de 1901, p. 309.
27
www.mecayoelveinte .com
LA TIRADA DE DADOS JAMÁS ABOLIRÁ EL AZAR
reglas espirituales que le diera el padre Conrad. Si bien conoce en sus últimos
años a un destacado teólogo de la mística, el padre Poulain, sólo mantendrá con
él contactos puntuales. A Pauline parece bastarle ahora aquello que con su direc-
tor pudo aprender y que él le puso por escrito, quizá en una de las primeras
cartas que le dirigió:
La primera de estas reglas es creer que la fe pura y desnuda es mejor que las
iluminaciones […] La segunda es nunca tomar en cuenta las iluminaciones y los
dones que uno cree recibir y “guiarse por el no-ver” como dice el bienaventurado
Juan de la Cruz […] [Y luego]: El Apóstol nos muestra una vía más excelente. Se
trata de la caridad.28
El director espiritual, el psiquiatra y el analista
La muerte del director en el caso de Pauline provoca un relevo, no sólo de perso-
nas, sino de régimen discursivo y de posiciones subjetivas: de la religión a la
psiquiatría, del director al psiquiatra. Retomando una expresión de Lacan, a propó-
sito de cierta forma de escuchar a un alucinado, diremos que Janet está en la
“pendiente psiquiátrica” porque eleva “nuevas murallas que colocan al otro mu-
cho más como un objeto de estudio que como punto de interrogación referido a
un sujeto”.29 La basculación de la religión a la ciencia, no podía ser seguida por
Pauline, que defiende su modo de decir la experiencia que la embarga.
En un artículo sobre este caso, Jean Allouch señala que la presencia de Janet
nunca gozará de la autoridad de Conrad y sus intervenciones encontrarán un
tope tanto en el terreno de los síntomas —Pauline no admite, por ejemplo, la
lectura psicopatológica de su posición en puntas de pie—, como en el de la trans-
ferencia.
Ella nunca permitirá que la psiquiatría pueda dar sentido a lo espantoso y
gozoso que le ocurre. La religión, su senda, como la llama de manera precisa,
conserva para ella todo el tiempo y sin relajamiento, la última palabra para el
ordenamiento de su vida.30
Los síntomas, señala Jean Allouch, que sobrevienen frondosos en el momento
de la muerte de su director y en los diez años que siguen, se sitúan como elemen-
Ibid., carta del padre Conrad a Pauline, sin fecha, p. 266.
28
Jacques Lacan, “Place, origine et fin de mon enseignement. Mardis du Vinatier” (1967),
29
Pas tout-Lacan (1926-1981), CD-R, école lacanienne de psychanalyse, París.
Cfr. Jean Allouch, “Del síntoma como sirviendo hipotéticamente de santidad”, apéndi-
30
ce a Jacques Maître, Una célebre desconocida, op. cit., pp. 415-416.
www.mecayoelveinte .com
RAQUEL CAPURRO
tos de su duelo. De algún modo los síntomas, muchos de los cuales infringían las
reglas de austeridad espiritual que le había dado Conrad, señalan una cierta forma
que tuvo Pauline de lidiar con esa muerte hasta poder distinguir efectivamente
su persona de su dirección, que trascenderá su muerte:
Cuando una senda ha sido claramente indicada y aprobada, el alma sólo tiene que
caminar, sin buscar nuevas aprobaciones que Dios no tiene por qué facilitarle, si ya
le ha mostrado claramente su camino… Buscar un director ahora, equivaldría a
entrar en un laberinto de dificultades inútiles.31
De manera muy ejemplar, concluye Allouch, su enfermedad fue su duelo. El
lugar de Janet no fue menor. En un gran malentendido, no sin él, se sostuvo un
espacio para cierto sacrificio: a su salida del hospital, habrán desaparecido los
“excesos místicos” de Pauline, o si se prefiere, “sus trastornos mentales”.
Sin duda la muerte del director espiritual remite, como lo señala Allouch, a la
vecindad y a la antinomia entre religión y psicoanálisis. Comentando también
este caso y a propósito de la transferencia, Laurent Cornaz, escribe:
[…] el hecho de estar ubicado en posición de sostener, en la fe religiosa, semejan-
te transferencia, emparenta al director espiritual con el psicoanalista. Para el padre
Conrad […], personalmente confrontado con la demanda de una mujer, Pauline no
es una imagen, es una interlocutora portadora de una verdad que él respeta como pro-
veniente de Dios […] una verdad dirigida a Dios y de la cual, sin extraer de ello un
goce, él se constituye como testigo.32
La vecindad de posiciones aparece también en el lugar de los síntomas, que
revelan su punta transferencial al producirse en ese vacío. El idioma francés per-
mitió a Lacan la homofonía creadora de un cierto neologismo: sinthome, que en
realidad escribe “symptôme” (síntoma) con su antigua grafía, y que él reintroduce
para explicitar la resonancia con la santidad (saint homme). En el lugar del saint
homme que fuera el padre Conrad, aparecen los sinthomes.
La muerte de Conrad también revela que para Pauline el lugar del saint homme
era el lugar donde para ella se mediatizaba el mismo Dios. Así lo anticipa en una
carta algo anterior al fallecimiento de aquél:
Como mi senda es particular, Dios, que me ha hecho tomarla, no dejará de dirigir-
me por ella. La sanción que Él me dio a través de su ministro me sostendrá siem-
Ibid., p. 282.
31
32
Laurent Cornaz, “Un ‘santo’ que deja que desear”, en Jacques Maître, Una célebre des-
conocida, op. cit., p. 432.
www.mecayoelveinte .com
LA TIRADA DE DADOS JAMÁS ABOLIRÁ EL AZAR
pre. Existen vocaciones donde el alma no puede abrirse a varios directores. En esos
casos, el buen Dios sabe atender como le place las necesidades de esas almas.
Siento que para mí ya no sería posible tener otro director.33
Busquemos ahora situar la antinomia entre la posición religiosa del director
de conciencia y la posición del analista. Partamos de ese lugar de convergencia
que connota a Dios en la transferencia. Tomemos al saber y a la eternidad así
convocados como horizonte de prácticas, ¿acaso ambas interminables?, ¿o sólo
terminables en la muerte?
El director espiritual encuentra en la muerte el punto final de un compromiso
de punta a punta sagrado. ¿Se encontraría el analizante en la misma posición de
Pauline? Sin duda hay una enseñanza en el cuidado que ella pone en no universa-
lizar, aun en el campo de la religión, su singular respuesta. Su caso muestra que
ella puede, en la religión, finalmente y no sin graves trastornos, seguir su ruta, en
la medida misma en que el padre Conrad y Dios dan consistencia a un saber que la
guiará en la vida y —cree ella— también más allá.
Si el analizante necesita de su analista como ser vivo, ¿no es acaso para vivir
la transformación de su relación con el sujeto supuesto saber y, sin saber sabiendo,
transitar el tiempo en que su deseo aprehende la castración como su regla? Lacan
señaló que la suscitación del objeto a está particularmente ligada a la presencia
y al silencio del analista.
El camino pasa por el objeto a, único objeto a proponer al análisis de la trans-
ferencia, lo que dicho así, deja subsistir otro problema, y es que sólo mediante la
sustracción, puede aparecer esa dimensión esencial.34
La presencia del analista permite distinguir el silencio de un ser vivo del silen-
cio de la muerte. ¿Cómo puede aquello, que connota en el deseo la turgencia vital
del falo, no sólo ser identificado, sino sacrificado “gratuitamente”, si la muerte se
adueña del tiempo de su subjetivación? ¿Cómo puede des-pedirse el analizante
cuando su demanda está aún en juego?35 ¿Cómo puede un analizante proseguir
33
Ibid., carta del 12 de junio de 1893, p. 282.
Cfr. Jacques Lacan, La angustia, seminario inédito, versión de la Association freudienne,
34
12 de junio de 1963. El subrayado es mío.
35
En la propuesta del 9 de octubre de 1967, refiriéndose al final de la partida analítica,
Lacan escribió lo siguiente:
“¿Qué es lo que puede llegar a saberse al final del análisis? En su deseo el analizante
puede saber lo que es.
• Pura falta como (-φ), es mediante la castración, cualquiera sea su sexo, que en-
cuentra lugar en la llamada relación genital.
• Puro objeto como a obtura la hiancia esencial que se abre en el acto sexual,
mediante funciones calificadas de pregenitales.
Esa falta y ese objeto, demuestro que tienen la misma estructura. Estructura que sólo
puede ser la de su relación al sujeto, en el sentido que admite al inconsciente. Ella es
www.mecayoelveinte .com
RAQUEL CAPURRO
solo una tarea que opera, a contrapelo de la apuesta religiosa, como sustracción
de la consistencia de un saber?
Trasponer el umbral de salida de un análisis, ¿no implica haber transitado un
cambio subjetivo respecto al saber y a su supuesto sujeto, cambio radical que
hace posible la soledad a-tea, esa que permite se efectúe allí un adiós?36
Pero, si en el curso de la partida, la muerte se adueña del juego, el dispositivo
transferencial se quiebra. Si en la partida analítica en curso el analizante realizó
una jugada a fondo, si efectuó allí toda su apuesta, ¿tendrá recursos subjetivos
que le hagan posible jugarse otra vez? ¿Habrá otra transferencia? Esa es la cues-
tión que se plantea con la muerte del analista en la particularidad de cada caso.
En un estudio sobre el juego y sobre la apuesta de Pascal, Marie Claude Thomas
anota lo siguiente:
La apuesta, postulada al comienzo como apuesta perdida, como “purificación ini-
cial”, operación lógica y preliminar […] es la condición para que la partida comien-
ce y se prosiga hasta su término, allí donde cada uno tiene derecho a esperar lo
que el azar pueda darle. Pero si la partida se interrumpe, los datos se modifican, y
se plantea entonces un segundo señalamiento: no hay nada qué esperar del azar
mismo, sino del cálculo del azar, del cálculo de una relación entre acontecimientos
no realizados aún; precisamente, de una relación entre los números que expresan
las condiciones en juego —las apuestas, los jugadores, la cantidad de manos nece-
sarias para ganar—, y los acontecimientos de naturaleza aleatoria.37
La muerte del analista planteará a cada analizante sorprendido por esta situa-
ción una cierta ecuación personal. Ecuación cuya resolución dependerá de ciertos
datos que cada uno puede saber, acerca, por ejemplo, de la apuesta efectuada, del
momento en que estaba la partida, de las jugadas allí operadas, y de otros datos
que se presentarán como circunstancias aleatorias y le sobrevendrán en tiempo y
espacio indeterminable a priori.
la que condiciona la división del sujeto. La participación en el imaginario (de esa falta
y de ese objeto) es lo que permite al espejismo del deseo, establecer su juego percibi-
do como relación de causación mediante la cual el objeto divide al sujeto. (d→ ($<>a)”.
Jacques Lacan, “Proposition du 9 octobre 1967 sur le psychanalyste de l’École”, Scilicet
Nº 1, Seuil, París. [“Proposición del 9 de octubre de 1967 acerca del psicoanalista de la
Escuela”, 1ª versión, Ornicar?, publicación periódica del Champ Freudien, trad. Irene Agoff,
Petrel, Barcelona, 1981, pp. 11-30, y en: AAVV, Momentos cruciales de la experiencia ana-
lítica, trad. Diana S. Rabinovich, Ediciones Manantial, Buenos Aires, 1987, pp. 7-23.]
Cfr. Jean-Christophe Bailly, Adieu. Essai sur la mort des dieux, Ed. de l’aube, París, 1993.
36
[Jean Cristophe Baily, Adiós. Ensayo sobre la muerte de los dioses, trad. Cecilia Pieck,
JGH editores/Oficina del libro de la Embajada de Francia, México, 1998, 1ª ed.]
Marie-Claude Thomas, Etude des concepts kleiniens dans l’œuvre de Jacques Lacan,
37
Presses Universitaires du Septentrion, París, 2001, p. 292.
www.mecayoelveinte .com
LA TIRADA DE DADOS JAMÁS ABOLIRÁ EL AZAR
El analizante, al asentir a la imprevisible irrupción de la muerte en la partida
analítica, queda ferozmente advertido de que nadie puede disputarle el señorío.
La muerte del analista es una figura del azar. La tirada de dados —al decir de
Mallarmé— jamás abolirá el azar. JAMÁS. Aunque la tirada se haya hecho en cir-
cunstancias eternas. Desde el fondo de un naufragio.
www.mecayoelveinte .com

El psicoanálisis es un horror ¿Cómo llevarlo a los niños? - Juana Inés Ayala

El psicoanálisis es un horror ¿Cómo llevarlo a los niños?
Juana Inés Ayala

Yo sé que desde hace largo rato ustedes están queriendo interrumpirme para espetarme:"¡Basta de barbaridades! ¡La defecación, una fuente de satisfacción sexual que ya explotaría el lactante! ¡La caca, una sustancia
valiosa; el ano, una suerte de genital! No lo creemos, pero ahora comprendemos por qué pediatras y pedagogos han arrojado lejos de sí al psicoanálisis y a sus resultados”.
Sigmund Freud
Conferencias de introducción al psicoanálisis.
Doctrina general de las neurosis. Parte III, 1917.
∞∞∞∞
Un teléfono suena, la grabadora registra la voz de un padre o de una madre pi-
diendo una cita. Un(a) analista devuelve la llamada: tal día, tal hora.
¿Qué es eso que se anuncia?
Desde los padres:
— Habrá quien, sin esperar a concretar una cita, comience a decir atropellada-
mente por el teléfono: “se trata de mi hijo(a), me dieron su nombre doctor(a), me
han dicho que usted puede ayudarlo, lo que ocurre es que…”
— Alguien más, en cambio, esperará hasta que llegue el día y la hora señalada
antes de decir aquella frase: “se trata de mi hijo(a). No es por mí que estoy aquí
sino que…”
— Otro(a), si el analista no estipula lo contrario previamente y, sin tomar en
cuenta la edad de la criatura, llegará a la cita el día señalado acompañado(a) de su
hijo(a).1
Emplearé el masculino como genérico para referirme al infante niño o niña.
1
www.mecayoelveinte.com
EL PSICOANÁLISIS ES UN HORROR
En cuanto al niño:
Alguno llegará al consultorio contento, inadvertido; otro quizás se resista a
entrar; alguien más estará tenso o asustado; curioso; indiferente; cansado de ir de
un consultorio a otro; o bien: ausente y siendo llevado como un bulto, como un
fardo. Las respuestas se suceden una tras otra, tantas como niños acudan a la
consulta. La Cosa arranca.
Y, del lado del analista:
¿Cómo acordar la misma posición que se adoptaría si quien llegase al espacio
psicoanalítico fuese un adulto que viniese por su propia voluntad y deseo?
Los aspectos teóricos, técnicos y “éticos” reclaman también su lugar:
La transferencia; el amor; la asociación libre; ¿el juego?; la duración y frecuencia
de las sesiones; la atención flotante; la neutralidad; el silencio; la interpretación; la
identificación; el cuerpo; la intrusión de otros: los padres, el médico, los maestros,
los pedagogos, y la tía o la vecina bien intencionada que nunca falta y que intenta
entrometerse.
El psicoanálisis es un horror
El psicoanálisis, en su expresión más pura2 —es decir, eso que tiene lugar en el
consultorio de un psicoanalista, en el dispositivo analítico mismo: un sujeto tendi-
do en un diván que asocia libremente ante la escucha y el silencio de quien realiza
la función de analista— es una experiencia límite que puede ser llevada, sólo por
algunos, hasta sus antípodas.
Una vez revelado el inconsciente en su temporalidad propia y a simple vista
extraña, se consigue captar, fugazmente, lo privativo de aquel que habla, y en un
movimiento indetenible que no admite fijación alguna, lo humano mismo se pal-
pa, se muestra. El psicoanálisis se ocupa de ese indetenible que escapa siempre.
Avanzar y avanzar montados en el ave libre de la libre asociación ¿a qué condu-
ce? A lo no sabido, y reporta un placer, o un más allá… que captura y fascina a la
vez que urge a la renuncia: ¡escapa, huye, ponte a salvo!
El analizante se mece en esa ola embriagante que subyuga y eleva por encima
de un mar de goce que amenaza con tragarlo, desaparecerlo. Cuando esa vivencia
límite de goce parece instalarse para siempre en segundos que no pertenecen al
tiempo convencional y que se antojan eternos… aparece el horror.
Ese punto de horror, ese instante, realiza y acomete la disfrazada —pero inteli-
gible para algunos— prescripción freudiana de constituirse como sustancia gozante,
Que para nada es una experiencia pura sino estructurada por algo artificial que es la
2
transferencia.
www.mecayoelveinte.com
JUANA INÉS AYALA
como un ser que ¡goza! Un buen día, el analizante cae en cuenta, le cae el veinte, de
que todo aquello en lo que creyó —su religión, sus ideas acerca del bien y del mal,
sus ideales, las premisas que pensó universales y que le dieron soporte: honesti-
dad, justicia, respeto por la vida, amor por la familia, amor por los niños, los lími-
tes entre lo permitido y lo no permitido en relación al cuerpo propio y al de los
demás, el uso de los placeres— se derrumba, ¡es un horror!, no hay palabras que
logren sostenerlo ni imágenes que pervivan, es el imperio de otra Cosa. La prima-
cía del inconsciente que la asociación libre —vehiculizada por la intervención de
un analista— ha evidenciado, lo acerca al horror de los tiempos primitivos, al ho-
rror de ese real que es la relación arcaica con la madre antes de la intervención del
padre.
Y entonces, ese analizante, ese ser viviente que habla, ¡habla otra vez sin ser el
mismo el que habla!, y lo hace en un acto: el fin de su análisis. Es casi una fiesta: un
fin de análisis logrado, ¡no ocurre muy seguido!
T a l es el punto de interjección 3 que dispara el cortocircuito, el efecto de
retroacción que realiza la efectuación de un sujeto y que define y caracteriza a
lo humano: el psicoanálisis subvierte —para construir— la estructura misma de lo
subjetivo y, en el camino, el sufrimiento amaina y el síntoma se desvanece, queda
removido, y justo ahí, cuando se tiene la impresión de un punto de arribo, toma
lugar la operación inversa: lo indetenible, el fin, la muerte: el surgimiento de un
objeto enigmático que viene a ser causa y que en adelante no será más portado por
el analista, aunque ésa fuera hasta ahora su función: función de objeto a en la
transferencia: objeto de angustia, objeto de horror, objeto finalmente expulsado al
término de la partida analítica.
Tal es la determinación simbólica del sujeto que trasciende toda determinación
biológica y que hace que la Ley sea radicalmente prescriptiva en tanto lo salva de
ese goce al que accede (modificándolo) por la libre asociación y que, en tanto la
represión y la culpa habrían cedido, lo libera de su síntoma que tanto le costó
construir y en el que navegó hasta ahora; determinación simbólica que lo lleva a
subjetivarse, delimitarse, diferenciarse, en ese efecto retroactivo, en esa operación
cercana a la muerte llamada fin de análisis donde lo humano se define en tanto
que gana, y que vuelve a poner al psicoanálisis en la posición de subversión que le
Interjección: parte de la oración que comprende las exclamaciones con que se expresan
3
los movimientos del ánimo como: ¡ah!, ¡bravo!, ¡me cayó el veinte! Una interjección es
un signo que puede contradecir las leyes fonológicas de una lengua o bien poseer una
estructura fonológica correcta, sin valor gramatical, que desempeña las funciones
lingüísticas de un modo elemental. Son palabras con las cuales expresamos, repentina e
inesperadamente, la impresión que causa en nuestro ánimo lo que vemos, oímos, senti-
mos, recordamos, queremos o deseamos. Una interjección no es ninguna parte de la
oración, sino que está al margen de ella, constituyendo, junto con la entonación de la fra-
se, la expresión más palpable de la afectividad en el lenguaje.
www.mecayoelveinte.com
EL PSICOANÁLISIS ES UN HORROR
es propia y que entra en acción cada vez que la Cosa se distancia de su estado
originario a causa de una actitud cultural convencional hacia la muerte, hacia el
goce, hacia el real.
Esta vocación subversiva del psicoanálisis no es exclusiva del dispositivo analí-
tico, ocurre (o debería ocurrir) de igual forma en la invención/construcción de la
doctrina. Cualquiera puede verlo, cualquiera con los sentidos suficientemente agu-
zados como para escuchar a los analistas viejos que nos llevan siempre una nariz
por delante: y por viejos quiero decir sabios, y por sabios quiero decir que saben no
temer más a la muerte. La apuesta del psicoanálisis es subvertir, ése es su oficio. El
analizante se resiste, opone su estructura, su síntoma y, finalmente, lo subjetivo
se efectúa en esa determinación simbólica que el análisis mismo precipita cuan-
do llega a su fin, no antes.
Así, mientras en el mundo prevalecía la idea de una inocencia a-sexual en los
niños, encontramos a Freud descubriendo y denunciando, ante el asombro y enojo
de sus contemporáneos, la sexualidad infantil perversa y polimorfa, y no sólo en
teoría sino llevando la Cosa a ser constatada y confirmada en la clínica con un
chico inocente, el pequeño Hans, Juanito.
Y un cierto tiempo después, una vez que la pedagogía —no con poca dificul-
tad— aceptó y se sirvió de esos descubrimientos freudianos modificando, en cierta
medida, sus recomendaciones respecto a las prácticas educativas y a la crianza
infantil, provocando con ello un consecuente debilitamiento de la autoridad pater-
na, aparece Lacan para denunciar que el surgimiento mismo del psicoanálisis no
fue sino para suplir tal debilitamiento de la figura paterna.4
A guisa de ejemplo de ese mismo encargo subversivo del psicoanálisis, consig-
naré dos anécdotas ocurridas en México que resultan paradigmáticas y de las que
me tocó en suerte ser testigo. Corría el año de 1985 o 1986 y un viejo analista ha-
bía sido invitado a Monterrey para asesorar a un grupo de jóvenes aspirantes a
analistas que tenían el encargo de atender a niños víctimas de maltrato físico por
parte de sus padres. Un caso en concreto le fue presentado; la audiencia, confor-
mada por cerca de sesenta clínicos, escuchaba con atención y sin dejar de sentir
cierto dolor, tristeza y, algunos, hasta repulsión, ante la historia narrada que des-
cribía, además de los golpes y quemaduras, las prácticas incestuosas de un padre
psicótico con su hija de 10 años. Las autoridades, atendiendo a denuncias de veci-
nos, habían hecho retirar a la menor de la casa paterna y la habían ubicado en un
internado que pretendía suplir la función de la familia. La historia es larga y, ob-
viamente, no voy a narrarla, sólo voy a mostrar ese momento en el que aquel
analista subvertía groseramente las expectativas del público:
Cfr. Jacques Lacan, La famille: le complexe, facteur concret de la psychologie familiale.
4
Les complexes familiaux en pathologie (1938), editado en español bajo el título: La fami-
lia, Argonauta, Biblioteca de psicoanálisis, Barcelona, 1979.
www.mecayoelveinte.com
JUANA INÉS AYALA
—La niña ama a su padre y pide volver con él, ella desea ser reintegrada a
la casa paterna, llora todo el tiempo. ¿Qué podemos hacer ante eso? —se pregun-
taba la presentadora del caso y, añadía—: es un problema ético y moral que nos
rebasa, el Estado sabe bien lo que hay que hacer, ¿pero, nosotros [los psi] qué ha-
remos?
—Déjenla ir, regrésenla con su padre, que actúe de acuerdo al deseo que la
habita —dijo el analista invitado.
Si el psicoanálisis es esto, recuerdo que pensé en ese momento, no quiero saber
nada más del psicoanálisis. Tuvo que pasar mucho tiempo, muchas lecturas y re-
flexiones, muchas horas escuchando sujetos en el diván y, principalmente, ser
testigo silenciosa de lo que es un fin de análisis, para que aquellas palabras dichas
por ese analista cobraran ante mí su verdad. Así presentado este ejemplo en forma
aislada, es un ejemplo extremo de un acto que pretende llevar a sus antípodas la
vocación subversiva del psicoanálisis, tratándose de su transmisión ante quienes
se forman como analistas.
Y más recientemente, febrero de 2005, el segundo ejemplo del que les hablo:
dos analistas, uno un poco más viejo que el otro, se exponen ante un público
nutrido de analistas y la Cosa bordea el tema de si está excluida o no la cogida
entre analista y analizante en el curso de un análisis, e incluso luego de terminado
éste. El modo en que tuvieron lugar los hechos dejó a ambos, aparentemente, muy
mal parados: uno de ellos aseveró categóricamente en un momento dado de su
soliloquio, que “eso estaría excluido en la clínica”, olvidándose por un momento
(puesto que más adelante él mismo lo recordaba) de que lo único que con certeza
sabemos que esté excluido para un analista es precisamente generalizar sobre
cualquier aspecto sin referirse a un caso en particular:
—¿Quién dice eso? —preguntó el analista interlocutor que lo escuchaba.
—Lo digo yo —respondió el inquirido.
—No lo creo así —concluye.
El público no ocultó sus reacciones de desacuerdo. Al igual que en el caso ante-
riormente narrado, la pregunta que flotaba en el ambiente era: “¿es esto el psicoa-
nálisis?” ¿Se trata entonces de establecer que sí, que la cogida se vale entre los
participantes en el dispositivo analítico?
Una vez más, es esa vocación y ese encargo subversivo del psicoanálisis lo que
llevó a ese analista —el más viejo de los dos— a instrumentar un corte justo ahí,
por si alguno de entre el público creyó ilusoriamente haber llegado a un consenso,
a un establecimiento cómodo que hiciera solución estable. Me parece que el asun-
to en cuestión no era tanto llegar a establecer o no como válido eso que fue afirmado
categóricamente, no se trataba en esa discusión (es mi opinión) de responder a si
el asunto es realmente así o no, sino de la posición en la que un analista se coloca
(y públicamente), dando por hecho ciertas cosas que atentarían contra la vocación
subversiva del psicoanálisis, anulándola.
www.mecayoelveinte.com
EL PSICOANÁLISIS ES UN HORROR
—Lo que digo —concluye el viejo analista para pacificar esa situación—, es que
no tenemos, aún,5 elementos suficientes para aceptar o rechazar una afirmación
así: que la cogida entre analista y analizante quede excluida en el curso de un aná-
lisis o luego de terminado éste; aserto que contiene, por cierto, el “olvido de sí”, es
decir, ese analista, al decir aquello, puso en souffrance lo que él mismo ha escrito
y dicho en diversos lugares que están al alcance de cualquiera y en donde ha
tomado una posición al respecto.
Tenemos aquí uno más de esos actos extremos: un analista subvirtiendo públi-
camente lo expuesto por otro, por haber dicho tal o cual cosa como un aserto ab-
soluto o como una verdad determinada y acabada. Lo dicho por uno puso al otro
en alerta, lo remitió “al delirio de la esfera celeste del sujeto del conocimiento”,
como diría Lacan.6 Y todo con tal de realizar el psicoanálisis: ¡ese debilitamiento
simbólico!
Si, como lo extraigo de mi experiencia, el psicoanálisis es todo esto: ¿cómo lle-
varlo a los niños?
Y sin embargo, el psicoanálisis no es sin los niños.
A lo largo de toda su obra, Freud insiste en que el material obtenido en sus inves-
tigaciones provino de tres fuentes: “En primer lugar, de la observación directa de
las exteriorizaciones y del pulsionar de los niños; en segundo, de las comunicacio-
nes de neuróticos adultos que en el curso de un tratamiento psicoanalítico refie-
ren lo que recuerdan conscientemente sobre su infancia, y, en tercero, de las
inferencias, construcciones y recuerdos inconscientes traducidos a lo consciente
que son fruto de los psicoanálisis con neuróticos”.7
Ya en 1896 en Nuevas puntualizaciones sobre las neuropsicosis de defensa, Freud
empieza a hablar del niño para decir que “los ataques sexuales a niños pequeños
son demasiado frecuentes”, y agrega que “no son las vivencias mismas las que po-
seen efecto traumático, sino sólo su reanimación como recuerdo, después que el
individuo ha ingresado en la madurez sexual”.8 El niño aparece en la obra freudiana,
inicialmente, como víctima del accidente sexual con el trauma resultante, pertur-
bación que provoca una respuesta defensiva y que separa representación y afecto.
La representación queda debilitada y el afecto se desplaza a otra representación la
5
Esa palabra me hizo pensar en lo que Lacan trabaja en Encore (1972-1973) [Aun].
Jacques Lacan, La lógica de la fantasía, Seminario inédito, sesión del 26 de abril de 1967.
6
Sigmund Freud, “Sobre las teorías sexuales infantiles” (1908), Obras completas, trad. José
7
Luis Etcheverry, t. IX, Amorrortu, Buenos Aires, 1999, 2ª ed., 5ª reimp., p. 187.
Sigmund Freud, “Nuevas puntualizaciones sobre las neuropsicosis de defensa”, Obras
8
completas, op. cit., t. III, p. 165.
www.mecayoelveinte.com
JUANA INÉS AYALA
cual, si es del cuerpo, será llamada conversión para la histeria y, si es mental, se
llamará obsesión o fobia. Entonces, la forma del encuentro con lo sexual tiene el
carácter de un desafortunado encuentro que, en otro tiempo —aprés coup— va a
producir síntomas.
Así lo explica en Psicoterapia de la histeria (1895) y en Etiología de la histeria
(1896) en donde plantea que el trauma sexual perturba lo que es, en un primer
momento, la sexualidad. Este carácter del trauma: accidental y contingente, va a
mantener su vigencia aun cuando Freud abandona después la teoría inicial del
trauma.
En La interpretación de los sueños (1900), se concreta a hablarnos de los sueños
infantiles como simple realización de deseos, sin censura; y no deja de expresar su
duda acerca de la “felicidad infantil” que los adultos suponen y dan por hecho.
Es en Tres ensayos de teoría sexual (1905) en donde va a introducir plenamente
la sexualidad infantil pasando del trauma accidental a la pulsión, es decir que pasa
del niño como víctima de la escena de seducción al niño perverso-polimorfo.9
El estudio de la sexualidad infantil es una pieza clave para el psicoanálisis princi-
palmente por el papel que desempeña en el esclarecimiento de la formación del
síntoma, pero también porque a partir de ahí se sitúa el carácter anticipado de la
sexualidad humana respecto del desarrollo biológico. Es en esta “extensión” del
concepto de sexualidad, que el análisis de los niños y de los llamados perversos
jugó un papel preponderante en la investigación psicoanalítica y llevó a Freud a
decir: “todos cuantos miran con desdén al psicoanálisis desde su encumbrada po-
sición deberían advertir cuán próxima se encuentra esa sexualidad ampliada del
psicoanálisis al Eros del divino Platón”.10
En 1909, Freud nos presenta una aplicación directa del método psicoanalítico y
de las dificultades técnicas de un psicoanálisis a temprana edad en Análisis de la
fobia de un niño de cinco años, en donde el sujeto en análisis es precisamente un
niño,11 un niño con su síntoma: una fobia. Así, Freud pasa:
Del niño víctima de la escena de seducción → al niño perverso-polimorfo →
al niño como sujeto en análisis, propiamente.
Aunque, aclarará más tarde: “Si se llamó a los niños ‘perversos polimorfos’, no fue
9
más que una descripción con expresiones usuales; no se entendió enunciar con ello
una valoración moral. Tales juicios de valor son totalmente ajenos al psicoanálisis”. Sig-
mund Freud, “Presentación autobiográfica” (1925 [1924]), Obras completas, op. cit., t. XX,
p. 36.
Sigmund Freud, “Prólogo a la cuarta edición de Tres ensayos de teoría sexual” (1905),
10
Obras completas, op. cit., t. VII, p. 121.
11
Con las particularidades técnicas por todos conocidas, es decir, con la intermediación
del padre de Juanito.
www.mecayoelveinte.com
EL PSICOANÁLISIS ES UN HORROR
Y esa fobia de Juanito se convirtió en un paradigma del síntoma en psi-
coanálisis,12 confirmándose lo anticipado por Freud: “Si los hombres supieran apren-
der de la observación directa de los niños, estos tres ensayos podrían no haberse
escrito”.13
En ese movimiento de Freud para presentarnos al niño, el síntoma también se
desliza. En un primer momento es una formación sustitutiva del trauma contin-
gente, y luego, con la pulsión sexual, indica el retorno de lo reprimido, el fracaso
de la defensa ante la exigencia pulsional.
Los hitos aquí referidos no cubren, ni con poco, el devenir del camino recorrido
por Freud para establecer las vivencias sexuales infantiles como la matriz de los
síntomas, aspecto que finalmente consigue explicar en forma más clara y con ma-
yor facilidad cuando ya tiene bien conceptualizada la pulsión y cuando sitúa la
fijación en la metapsicología; pues el síntoma viene a repetir el goce que ha sido
fijado en las experiencias de la primera infancia.
El sentido de los síntomas es —según nos dice en Conferencias de introducción
al psicoanálisis (1916-1917)— un sentido sexual. Introduce la concepción del sín-
toma como satisfacción sustitutiva respecto de las vivencias sexuales infantiles en
tanto que condensa a la vez el sentido y la manera de gozar. Las fantasías origina-
rias en Freud —seducción, escena primaria, castración— así como la pulsión como
exigencia de trabajo constante para el aparato psíquico, ponen en evidencia que
las experiencias sexuales de la primera infancia determinaron con su marca de lo
contingente, el núcleo del síntoma.
En 1920, hay un giro: el niño ahora juega. En Más allá del principio del placer
nos presenta al niño haciendo un juego que llama Fort-Da. Es un juego simbólico
que consiste en articular esas palabras, “Fort-Da”, con una acción motriz intencio-
nal que el niño repite una y otra vez y que le sirve para enfrentar la ausencia de la
madre. Este juego nos muestra un aparato psíquico regido por una ganancia de
placer de índole distinta a la del principio del placer-displacer. La compulsión a la
repetición aparece aquí como el intento de ligar, mediante un trabajo psíquico,
la ruptura que implica el trauma. El trauma accidental de los comienzos del psi-
coanálisis es, en Más allá del principio del placer, estructural y solidario de la pulsión
de muerte: la madre se ausenta y por el Fort-Da el niño se estructura en su deseo:
“Es el deseo que pulsiona a los niños en todos sus juegos”, nos dice Freud mientras
nos lleva:
Del niño víctima de la escena de seducción → al niño perverso-polimorfo
→ al niño como sujeto en análisis, propiamente → al niño que juega.
Jacques Lacan en su Conferencia en Ginebra sobre: “El síntoma” (octubre 4 de 1975),
12
toma la fobia de Juanito como paradigma del síntoma.
13
Sigmund Freud, “Prólogo a la cuarta edición de Tres ensayos de teoría sexual”, op. cit.,
p. 120.
www.mecayoelveinte.com
JUANA INÉS AYALA
¿Cómo entender el psicoanálisis sin los niños?
Hasta aquí, me he referido exclusivamente a la forma como el niño aparece en
la obra freudiana y sólo cuando Freud nos lo presenta de manera directa, es decir,
no a través de los análisis de sus pacientes adultos. No he querido adentrarme en
el lugar que el niño ocupa a lo largo de la enseñanza de Lacan, sin embargo, no
resisto la tentación de mencionar una sola referencia que considero muy pertinen-
te justo aquí: Lacan nos recuerda el 26 de abril de 1967 en La lógica de la fantasía,
que si en psicoanálisis se parte del niño es por otras razones y nos habla de ellas
en los siguientes términos.
Esto explica (es la única explicación viable) por qué en el análisis se parte del niño, es
por razones metafóricas. El a es el niño metafórico del uno y del Otro en tanto nace
como desecho de la repetición inaugural, la que por ser una repetición exige esta
relación del uno al Otro, repetición de donde nace el sujeto. La verdadera razón de la
referencia al niño en psicoanálisis, no es pues en ningún caso la de una germinación.
La flor promete al devenir un feliz roñoso que le parece a Erikson suficiente motivo
de sus cogitaciones y penas. Pero solamente esta esencia problemática, el objeto a,
cuyos ejercicios nos dejan estupefactos no importa dónde, es ejecutada por el niño
en la fantasía [el fantasma]. Es a su nivel que se ven los juegos y las vías mejor
trazadas, hace falta para recoger eso las confidencias que no están al alcance de los
psicólogos de niños. Brevemente, es lo que hace que la palabra alma tenga en el
menor de los jugueteos sexuales del niño, en su perversión como se dice, la única, la
sola y digna presencia que hace acordar a la palabra alma.
Infancia
Aun cuando el psicoanálisis establece que el niño, en tanto que habla, no es sim-
plemente un cuerpo vivo sino algo más que eso: un sujeto del inconsciente que
habita ese cuerpo; y establece también que la manera de pensar, tratar, cuidar,
educar y escuchar a un niño habla de la manera como la civilización vive la pulsión,
voy a hacer una breve digresión para poder llegar a mi punto de interés. Partire-
mos de la hipótesis sobre el infans como objeto de la cultura. La idea circula en la
historia y en la sociología: el niño, tal y como lo concebimos hoy en día, es un
objeto de la cultura y no del orden natural.
Trabajar el concepto de infancia, detenernos en su historia, puede ayudarnos a
comprender cómo es que eso ha ocurrido. Hasta hace muy poco el nacimiento de
un niño habría sido, biológicamente hablando, un hecho natural, lo propio de la
reproducción humana. Pero ahora se conoce la “reproducción asistida”: hay
donadores de óvulos y espermas, cuerpos vivientes que venden sus células
reproductivas para que sean fecundadas in-vitro, congeladas y conservadas du-
www.mecayoelveinte.com
EL PSICOANÁLISIS ES UN HORROR
rante años mientras que los padres compradores paguen la cuota de almacena-
miento/conservación, o hasta que decidan desecharlas. Lo natural ha sido tomado
por la cultura, aquí con la ayuda de la ciencia.
El niño, ese hecho de la naturaleza, al ser metaforizado, se produce como obje-
to cultural y, como tal, es generador de distintos saberes, estudiado por múltiples
disciplinas y tratado por diversas prácticas. Incluso podemos decir que tiene un
valor de mercado.
Algo semejante ocurre con el concepto de infancia, una multiplicidad de discur-
sos toman la infancia como referencia y cuando llega el momento de definirla
como campo para operar sobre ella, las fronteras se entrecruzan y se confunden.
Intentaré trazar los matices y las acepciones que han caracterizado este con-
cepto en la historia, a través del tiempo.14
No hay una sola concepción de la infancia, ésta ha cambiado considerablemente
a lo largo de los siglos. Dichos cambios tienen que ver con distintas condiciones
sociohistóricas, tales como: los modos de organización económica, los intereses
políticos, el desarrollo de las teorías pedagógicas, el reconocimiento de los dere-
chos de la infancia en las sociedades occidentales y el desarrollo de políticas socia-
les al respecto. Más que una realidad objetiva y universal, la infancia es ante todo
un consenso social que guarda cierta coherencia. A cada tipo de sociedad le co-
rresponde su tipo de niño:
sociedad de los siglos XII y XIII con una organización religiosa y militar dio
La
origen a los niños de las cruzadas.
Los principios de organización educativa y científica de los siglos XVII y XVIII
crearon al niño escolar.
La organización industrial generó a los niños trabajadores y a los aprendices
del siglo XIX.
La organización familiar gestó al hijo de familia que realiza todas sus activida-
des en el hogar bajo la tutela de los padres.
El fortalecimiento del Estado origina a los hijos del Estado, niños que desde muy
pequeños pasan de las manos de sus padres a las del “personal especializado”
que se hace cargo de ellos en guarderías y jardines infantiles, como ocurre
actualmente.
Observamos esta misma situación en las instituciones que se encargan de la
protección del niño: de instituciones masivas tipo cuartel o convento se pasa a la
institución escuela, institución taller, institución casa-hogar. A lo cual podemos
agregar las instituciones de “salud mental”, entre las que se encuentran los
Cfr. Philippe Ariès, El niño y la vida familiar en el antiguo régimen, Taurus, Madrid,
14
1987; Philippe Ariès y Georges Duby, directores, L’histoire de la vie privée, 5 tomos,
Seuil, París, 1985; y, Lloyd DeMause, Historia de la infancia, Alianza, Madrid, 1991.
www.mecayoelveinte.com
JUANA INÉS AYALA
centros de atención a niños autistas y a jóvenes alcohólicos, drogadictos,
anoréxicos, bulímicos, y dependientes del consumo de tranquilizantes y
antidepresivos.
Estas observaciones confirman lo dicho por el historiador francés Philippe Ariès
—quien marcó el momento del descubrimiento historiográfico de la infancia—
acerca de que las concepciones de la infancia tienen un carácter invisible.
Por su parte, Lloyd DeMause, historiador norteamericano y claro opositor de
Ariès, hace una clasificación de la historia de la infancia basándose en los modelos
de crianza y en las relaciones paterno-filiales, las cuales, nos dice, han tenido un
desarrollo no lineal en la historia de la humanidad. A pesar de ello nos ofrece una
serie de seis tipos que corresponden con las relaciones paterno-filiales que tuvie-
ron lugar en los sectores más avanzados de la población y en los países más ade-
lantados. Dicha serie resulta interesante en tanto que nos describe las formas
contemporáneas de crianza de los niños. Es esta:
a. Infanticidio (Antigüedad-siglo IV). La imagen de Medea se cierne sobre la in-
fancia en la antigüedad, pues en este caso el mito no hace más que reflejar la reali-
dad. Algunos hechos son más importantes que otros, y cuando los padres resolvían
rutinariamente sus ansiedades acerca del cuidado de los hijos matándolos, ello
influía profundamente en los niños que sobrevivían. Respecto de aquellos a los
que se les perdonaba la vida, la reacción proyectiva era la predominante y el carác-
ter concreto de la inversión se manifestaba en la difusión de la práctica de la sodo-
mía con el niño.
b. Abandono (siglos IV-XIII). Una vez que los padres empezaron a aceptar al hijo
como poseedor de un alma, la única manera de hurtarse a los peligros de sus
propias proyecciones era el abandono, entregándolo al ama de cría, internándolo
en el monasterio o en el convento, cediéndolo a otras familias de adopción, envián-
dolo a casa de otros nobles como criado o como rehén o manteniéndolo en el
hogar en una situación de grave abandono afectivo. El símbolo de este tipo de
relación podría ser Griselda, que tan de buen grado abandonó a sus hijos para
demostrar su amor a su esposo. O quizá sería cualquiera de esas estampas tan
populares en las que se representa a la Virgen María en una postura rígida soste-
niendo al Niño Jesús. La proyección continuaba siendo preeminente puesto que el
niño seguía estando lleno de maldad y era necesario siempre azotarle, pero como
demuestra la reducción de la sodomía practicada con niños, la inversión disminu-
yó considerablemente.
c. Ambivalencia (siglos XIV-XVII). Como el niño, cuando se le permitía entrar en la
vida afectiva de los padres, seguía siendo un recipiente de proyecciones peligro-
sas, la tarea de éstos era moldearlo. De Dominici a Locke no hubo imagen más
popular que la del moldeamiento físico del niño, al que se consideraba como cera
blanda, yeso o arcilla a la que había que dar forma. Este tipo de relación se carac-
www.mecayoelveinte.com
EL PSICOANÁLISIS ES UN HORROR
teriza por una enorme ambivalencia. El periodo comienza aproximadamente en el
siglo XIV, en el que se observa un aumento del número de manuales de instrucción
infantil, la expansión del culto de la Virgen y del Niño Jesús y la proliferación en el
arte de la “imagen de la madre solícita”.
d. Intrusión (siglo XVIII). Una radical reducción de la proyección y la casi desapa-
rición de la inversión fueron los resultados de la gran transición que en las relacio-
nes paterno-filiales se operó en el siglo XVIII. El niño ya no estaba tan lleno de
proyecciones peligrosas y, en lugar de limitarse a examinar sus entrañas con un
enema, los padres se aproximaban más a él y trataban de dominar su mente a fin
de controlar su interior, sus rabietas, sus necesidades, su masturbación, su volun-
tad misma. El niño criado por tales padres era amamantado por la madre, no llevaba
fajas, no se le ponían sistemáticamente enemas, su educación higiénica comenza-
ba muy pronto, se rezaba con él pero no se jugaba con él, recibía azotes pero no
sistemáticamente, era castigado por masturbarse y se le hacía obedecer con pronti-
tud, tanto mediante amenazas y acusaciones, como por otros métodos de castigo.
Como el niño resultaba mucho menos peligroso, era posible la verdadera empatía, y
nació la pediatría que, junto con la mejora general de los cuidados por parte de los
padres, redujo la mortalidad infantil y proporcionó la base para la transición de-
mográfica del siglo XVIII.
e. Socialización (siglo XIX-mediados del XX). A medida que las proyecciones se-
guían disminuyendo, la crianza de un hijo no consistió tanto en dominar su voluntad
como en formarle, guiarle por el buen camino, enseñarle a adaptarse, socializarle.
El método de la socialización sigue siendo para muchas personas el único mode-
lo en función del cual puede desarrollarse el debate sobre la crianza de los niños
y de él derivan todos los modelos psicológicos del siglo XX, desde la “canalización
de los impulsos” de Freud15 hasta la “teoría del comportamiento” de Skinner. Más
Es desafortunado que este autor una a Freud con Skinner. A simple vista pareciera que
15
Freud habría contribuido en algo para propiciar ese tipo de lectura. Y es que en su afán
por conseguir que sus descubrimientos no resultasen tan incompatibles con las prácti-
cas educativas de su época, dice y escribe algunas cosas que, descontextualizadas, se
prestan a cualquier suerte de malentendido. En Nuevas conferencias de introducción al
psicoanálisis. 34ª Conferencia, dice por ejemplo: “Aclaremos nuestras ideas acerca de la
tarea inmediata de la educación. El niño debe aprender el gobierno sobre lo pulsional.
Es imposible darle la libertad de seguir todos sus impulsos sin limitación alguna. Sería
un experimento muy instructivo para los psicólogos de niños, pero les haría la vida
intolerable a los padres, y los niños mismos sufrirían grandes perjuicios, como se de-
mostraría enseguida en parte, y en parte en años posteriores. Por tanto, la educación
tiene que inhibir, prohibir, sofocar, y en efecto es lo que en todas las épocas ha procurado
hacer abundantemente. Ahora bien; por el análisis hemos sabido que esa misma sofoca-
ción de lo pulsional conlleva el peligro de contraer neurosis”. (Sigmund Freud, “Nuevas
conferencias de introducción al psicoanálisis. 34ª Conferencia: Esclarecimientos, aplicacio-
nes, orientaciones” (1933 [1932]), Obras completas, op. cit., p. 138). Si se descontextualiza
eso que subrayo de las ideas principales de Freud, se puede entender cualquier cosa.
www.mecayoelveinte.com
JUANA INÉS AYALA
concretamente, es el modelo del funcionalismo sociológico. Asimismo, en el siglo
XIX, el padre comienza por primera vez a interesarse en forma no meramente oca-
sional por el niño, por su educación y a veces incluso ayuda a la madre en los
quehaceres que impone el cuidado de los hijos.
f. Ayuda (comienza a mediados del siglo XX). El método de ayuda se basa en la
idea de que el niño sabe mejor que el padre lo que necesita en cada etapa de su
vida e implica la plena participación de ambos padres en el desarrollo de la vida
del niño, esforzándose por hacer empatía con él y satisfacer sus necesidades pecu-
liares y crecientes. No supone intento alguno de corregir o formar “hábitos”. El
niño no recibe golpes ni represiones y sí disculpas cuando se le da un grito motiva-
do por la fatiga o el nerviosismo. Este método exige de ambos padres una enorme
cantidad de tiempo, energía y diálogo, especialmente durante los primeros seis
años, pues ayudar a un niño a alcanzar sus objetivos cotidianos supone responder
continuamente a sus necesidades, jugar con él, tolerar sus regresiones, estar a su
servicio y no a la inversa, interpretar sus conflictos emocionales y proporcionar los
objetos adecuados a sus intereses en evolución.
Hasta aquí la serie descrita por DeMaus.
Y desde la perspectiva del análisis histórico de la genealogía del poder, las figu-
ras de la infancia no son ni unívocas ni eternas. Las variaciones que han sufrido en
el espacio y en el tiempo son una prueba de su carácter sociohistórico.
La categoría de infancia es, en definitiva, una representación colectiva producto
de las formas de cooperación entre grupos sociales también en pugna, de relacio-
nes de fuerza, de estrategias de dominio; está orientada por intereses diversos e
incluye, bajo diferentes figuras encubiertas, una aparente uniformidad que ha
permitido concebir proyectos educativos elaborados en función de grupos de edad
y de prestigio, y que hace viables códigos científicos tales como los discursos pe-
dagógicos, la medicina infantil o la psicología evolutiva. Todos estos saberes son
inseparables de las instituciones, de las organizaciones y de los reglamentos ela-
borados en torno a la categoría de infancia que a su vez se ve instituida y remodelada
por ellos.
No voy a ampliarme más, remito al lector a las fuentes directas. Con lo hasta
aquí planteado sobre la genealogía del campo infantil, sus reglas de constitución y
sus transformaciones, podemos darnos una idea de que la percepción moderna de
la infancia remite a imperativos de carácter social, político y religioso. De ahí pro-
vienen las ideas que actualmente circulan alrededor de los niños.
∞∞∞∞
Me interesa llegar a un cierto punto: ¿cuál tendría que ser nuestra concepción
del niño y de la infancia para que, por lo menos en relación con los niños, el
psicoanálisis resultara ser un horror al punto de, “justificadamente”, desvirtuarlo
www.mecayoelveinte.com
EL PSICOANÁLISIS ES UN HORROR
en su divulgación y en la clínica que le es propia, desviándolo de su objeto de
diversas maneras, entre otras, mediante ese deslizamiento hacia lo sospechosamen-
te terapéutico y/o adaptativo? Formulo esta pregunta antes de intentar arribar, por
“horrible e inhumana” que sea, a la verdad y al equívoco al que esa palabra: “horror”,
nos conmina.
Conjeturamos, a partir del breve recorrido que antecede, que la sociedad mis-
ma erige a los padres, maestros y sacerdotes como pilares encargados de perfec-
cionar a esos maleables e imperfectos seres que son los niños para encauzarlos
por el buen camino de la vida racional.
En tanto que objeto de la cultura, para decir al niño, para hablar de él, se utili-
zan diversas metáforas, ya naturales, ya religiosas, ya militares, ya humanistas, ya
científicas o seudocientíficas, y se establece entre todas ellas, por lo menos desde
principios del siglo XX, una auténtica lucha de poder: el niño es una planta que hay
que regar, una tierra que hay que arar; es ángel o demonio, hijo de Dios o hijo del
diablo; soldado raso, combatiente; lleno de pasiones o lleno de virtudes; es un ser
biológico, psicológico y social, “bio-psico-social”, dice la metáfora “científica” que
deviene hueca de tanto insistir el estribillo.
Más adelante, a mediados de siglo, la concepción de la infancia experimentó,
por lo menos en Occidente, una seria transformación respecto a lo antes referido
de principios del siglo.
demoníaco y lo divino fue reemplazado por una referencia directa a las cua-
Lo
lidades del niño que había que estimular y a un reconocimiento de la vida emo-
cional del bebé.
Los conceptos de pecado y maldad innata se cambiaron por una referencia a los
problemas del comportamiento y a las dificultades en el desarrollo de la perso-
nalidad, debidas a la intervención inadecuada del ambiente.
La inteligencia ya no era un bien dado sino algo susceptible de desarrollarse.
La imaginación dejó de ser un mal hábito para convertirse en una cualidad que
había que favorecer y darle campo libre.
Las fantasías y los sueños de los niños no eran más algo que debiera combatirse,
sino formas útiles de comprensión del mundo.
La curiosidad no debía evitarse, era una cualidad deseable y susceptible de ser
fomentada.
La exploración del mundo y de sí mismo resultó ser algo que había que ayudar-
les a desarrollar.
El juego no era tiempo perdido, sino una actividad que debía utilizarse perma-
nentemente en la educación y en la formación de hábitos.16
Cfr. Cecilia Muñoz y Ximena Pachón, La aventura infantil a mediados de siglo, Planeta,
16
Santa Fe de Bogotá, 1996, pp. 330 y 374.
www.mecayoelveinte.com
JUANA INÉS AYALA
El núcleo de la visión moderna de los niños se enmarca en criterios de preserva-
ción y protección de la infancia y eso va de la mano de nuevos discursos tales
como la paidología o ciencia del niño, la pediatría, la puericultura, la higiene men-
tal, la psicología del niño, la criminología y la psicometría infantil, etc. El niño se
convierte en objeto de investigación científica y de intervención social. En la escue-
la es observado, medido, examinado, clasificado, seleccionado, vigorizado,
medicado, moralizado, protegido por métodos “naturales” de enseñanza y por
ambientes formativos propicios para revertir las taras hereditarias o biológicas. Se
convierte así en la semilla, en la esperanza de la sociedad.
Las representaciones de la infancia en el campo de la literatura, del cine y de los
medios de comunicación, adoptan características similares a las del pensamiento
mítico, mezclan lo real con lo imaginario, convirtiéndose a menudo en el signo de
realidades escondidas, formando una de las partes del símbolo. El personaje sim-
bolizado es ya un lenguaje a partir del niño. Cuando un relato se organiza a partir
de un personaje de niño idealizado, se evoca el pensamiento mítico.17
Este asunto de “un lenguaje a partir del niño” nos permite hacer notar que la
palabra infancia se refiere sí, a los niños, a los infantes y proviene del latín infans,
infantis, compuesta por la partícula “in” que es la negación y después por el parti-
cipio del verbo “for”, “faris”, que significa hablar. Infans significa: “aquel que no
habla”, y es posible pensar que antes de que los estudios sobre el habla tomaran
estatuto de ciencia, la infancia como objeto no existiera.
De hecho, no existía la particularidad infans en la sociedad medieval. Por el arte
sabemos que el niño en esa época era pensado como un adulto reducido y de gran
fragilidad física que daba como resultado las altas tasas de mortalidad infantil. El
puente entre el individuo y el grupo social estaba dado en la Edad Media por la
sangre y el linaje, y no por el núcleo familiar como ocurre hoy en día; los afectos,
los sentimientos, no parecen haber tenido un lugar preponderante.
La familia era más bien pragmática, su función: conservar el patrimonio, trans-
mitir un oficio y preservar la comunidad social para la especie. Las escuelas no
eran pensadas como espacios de socialización sino que eran técnicas o religiosas.
El niño es incluido en la vida familiar sólo a partir del siglo XIII al XV. Las familias
comienzan a retratar a sus hijos (Meninas de Velázquez), nace el colegio, la peda-
gogía, y se empieza a graduar la enseñanza según la edad de los niños.
Desde el punto de vista moral se observan cambios importantes. Se estudia el
comportamiento sexual de los niños y los confesores son los encargados de hacer
surgir en ellos, como recurso pedagógico, fuertes sentimientos de culpa. Surgen
así las sospechas de concupiscencia por parte de la religión y se recomienda evitar
el co-lecho entre niños de distintas edades. Nacen los temas prohibidos en las
conversaciones.
17
Cfr. Marie-Jose Chombart de Lauwe, Un monde autre l’enfance. De ses representations a
son mythe, Payot, París, 1971.
www.mecayoelveinte.com
EL PSICOANÁLISIS ES UN HORROR
Hacia fines del siglo XVI la infancia comienza a jugar sus propios juegos entre
los cuales algunos eran considerados como juegos “nocivos”. Aparece una enorme
literatura moral y religiosa para padres y educadores. Se piensa al niño como débil
e inocente con una pureza de carácter divino. Se buscará a toda costa preservar
estos valores evitando desviaciones: la escuela será el lugar indicado para hacerlo.
Junto con esta preocupación nace el sentimiento moderno de familia conyugal,
la intimidad, lo secreto, la curiosidad sexual alrededor del coito parental. Los pa-
dres empiezan a centrar su atención en el infans: se dedican a la contemplación
emocionada de su niño: His majesty the Baby ha nacido, y con ello la economía
libidinal de la pareja se vio modificada.
Éste es, a grandes rasgos, el escenario en el cual surgió la invención freudiana
del psicoanálisis. Los cambios, por supuesto, no fueron del todo lineales.
Cuando se trabaja con niños, el psicoanálisis
¿es psicoanálisis?
Muy probablemente esta pregunta resulte ociosa para los analistas en otras latitu-
des, no lo es en México y mucho menos en Monterrey.
Ya desde los tiempos de Freud en la revista Imago existía una sección dedicada
al psicoanálisis de niños a cargo de Hermine Hug von Hugenstein. Ella se convirtió
en 1913, después de Freud, e inmediatamente antes de Anna Freud y Melanie
Klein, en la segunda analista de ese ámbito y, aunque las cosas se complicaron
después, desarrolló actividades de juego y dibujo, y publicó artículos sobre el tema.
Lacan, por su parte, también habló a lo largo de su enseñanza de “psicoanálisis de
niños”. Decía por ejemplo: “nuestro subgrupo de psicoanálisis de niños”, mientras
le cedía la palabra a Rosine Lefort para que expusiera “el caso Roberto” en el ám-
bito de su Seminario del 10 de marzo de 1954. Y el 27 de abril de 1966 se refiere
a Joan Riviere como “una excelente psicoanalista que siempre tomó las posiciones
más pertinentes sobre todos los temas de psicoanálisis y muy especialmente sobre
el tema del psicoanálisis de niños”.
Actualmente, escuchamos con frecuencia expresiones de indignación por parte
de algunos analistas ante el hecho de que algunos otros se refieran al “psicoanáli-
sis de niños” o “con niños” como aludiendo a una especialidad dentro del psicoa-
nálisis. Tal expresión: “Psicoanálisis de niños”, empezó siendo utilizada por Freud
y por los demás, tan sólo como “una manera de hablar”, “una forma de expresar-
se”, y se deslizó —como tantas otras cosas— hacia ese punto de disyunción entre
saber y poder. Cualquiera que como analista haya trabajado con niños sabe, aun-
que lo calle, que eso no es así, la práctica con niños no implica una especialidad
(sin importar lo que alguna vez hayan dicho o no las analistas famosas).
www.mecayoelveinte.com
JUANA INÉS AYALA
El punto de confusión tiene dos orígenes: por un lado y como decíamos en el
apartado anterior, la idea que se tiene de la infancia, el lugar sublime que el niño
ocupa en el humus humano y, por el otro, la proliferación de disciplinas que tienen
el “encargo social” de cuidar ese tesoro de la humanidad que son los niños y cuyos
discursos y campos de acción no están claramente diferenciados y se traslapan y
se confunden.
Existe una serie de ideas —tan difundidas como inexactas— tendiente a esta-
blecer que habría “ciertas particularidades” a observar en la práctica con niños
que la harían posible, y que de no tenerla en cuenta se dificultaría o se imposibi-
litaría el curso del análisis de un niño. Lo más difícil para que un analista se sos-
tenga como tal frente a un infans es precisamente que consiga ¡olvidarse de todos
esos presupuestos!, de esas demandas del Otro social que implican siempre un
llamado a la utilidad directa; eso es lo más difícil de conseguir: desembarazarse,
desaprender lo aprendido en la escuela de psicología, en los cursos de prevención
en materia de higiene mental infantil y en la sociedad misma.
Una de esas “particularidades a observar” exigiría al analista ajustar, en la técni-
ca, su temporalidad, es decir, su relación al tiempo en el análisis que conduce:
como si se tratara, en el trabajo con niños, de una cura en la cual el tiempo fuese
regido por uno de esos relojes cuyas manecillas caminan al revés: si en el disposi-
tivo analítico con los adultos se procede mediante la libre asociación que hace
girar a las pulsiones en regresión hacia la infancia, con el infans se procedería,
según este supuesto, hacia adelante y no hacia atrás, algo así como una técnica
que opere al revés; de tal forma que estaríamos totalmente en posibilidad de ga-
rantizarle al niño un futuro promisorio. Según esta concepción ese sería el ideal
terapéutico y preventivo que el psicoanálisis depararía a los niños.18
Si bien el análisis de un niño (como el del adulto) no se agota con lo terapéutico
—aunque no lo excluye— tampoco se puede partir, como plataforma para abordar
su síntoma, del supuesto de que el niño, por los pocos años transcurridos desde su
nacimiento y su inserción en el lenguaje, esté más cercano al real que cualquier
adulto, y que sería exclusivamente en el curso del análisis donde se construiría su
fantasía ($ a) en un campo y solución borromeica, o donde se significaría o se re-
<>
significaría la sexualidad, olvidándose el analista de que su posición y su función
implica, con el niño como con el adulto, pero de manera más difícil de sostener
con el niño por la sencilla razón de que se nos olvida, un estar a la espera de lo que
“se revela como espera ya esperada, pero sólo cuando llega”.
La relación al tiempo de los analistas, en el curso de los análisis que conducen,
no va a sufrir modificación alguna en función de la edad cronológica de sus
analizantes, sino en función de las operaciones lógicas e inconscientes que la libre
asociación y la actividad lúdica del niño testimonian en el caso por caso. Si alguno
Me pregunto: ¿y quién definiría lo que para ese sujeto sería un futuro promisorio?
18
www.mecayoelveinte.com
EL PSICOANÁLISIS ES UN HORROR
puede sostenerse ahí mientras trabaja con niños, entonces podemos responder
afirmativamente a la pregunta que nos orienta en este apartado: en ese caso con-
creto, el psicoanálisis de niños, sí, es psicoanálisis.
Otra más, de entre las más difundidas, de esas “particularidades a observar”
que, en teoría, harían posible o no la práctica con niños, se refiere al hecho de que
se piensa con frecuencia que si la atención a niños se desarrolla en el ámbito de
una institución, con niños sin familia, el abordaje, se dice por ahí, sería distinto:
“más fácil que si dicha práctica se llevara a cabo en la consulta privada”. Las razones
que se esgrimen comienzan por decir que en la institución el niño está cautivo y
los padres ausentes, mientras que en la práctica privada, en el momento preliminar
del análisis de un niño, el analista formaría parte de una tríada: niño / padres /
analista, implicados todos en una trama discursiva. La diferencia radicaría en que
esos padres presentes físicamente y con recursos económicos para pagar un “tra-
tamiento”, además de que demandarían resultados terapéuticos, evaluarían al cabo
de cierto tiempo los “avances” y decidirían si su hijo continúa o no en una tal
experiencia analítica. Lo cual sí, puede ocurrir, dependerá en buena parte de un
saber hacer con la transferencia por parte del analista, pero eso no es lo importan-
te, sino advertir que tal lectura pone en evidencia un olvido: que esa trama discursiva
aloja un real que es puesto en acto desde el momento mismo del encuentro del
infans con un analista, y que además, el hecho de que los padres estén o no física-
mente presentes, no significa que no sean de cualquier forma una presencia para
ese niño, por el contrario, los padres —o quien quiera que haya hecho esa función, e
incluso en esos casos límite en los que pudiera anticiparse que nadie la hizo— están
ahí, positivizados o negativizados pero están ahí. Y, en tanto eso es así, la verdad
circula y un saber se construye para ese niño.
Con niños o con adultos, habrá psicoanálisis si se hace correr ese saber al que
se apunta cuando decimos que el niño nace como ser viviente y es llamado a
ocupar un lugar en el lenguaje, un lugar que está ahí antes que él mismo, un lugar
que le antecede en una precedencia lógica y que se materializa en el discurso de
los padres o de quienes hacen esa función. O cuando decimos que ese niño es
inscrito al nacer en el lugar del Otro mediante un significante que lo representa y
que, aunque está articulado en un discurso, no está hecho para comunicar, sino
para vehiculizar el malentendido fundamental del cual provenimos todos. Ese
malentendido que se vehiculiza en la cadena de las generaciones y que articula
algo que es del orden del saber.
Es en este lugar de las generaciones en donde se pone en marcha para el infans,
para el viviente, la función simbólica (contabilización de generaciones), y desde
donde el sujeto puede ubicarse en un lugar determinado, en una línea generacional.
Lacan decía en 1975 en la Conferencia de Ginebra: “cada sujeto lleva la marca del
modo en que ha sido hablado y de eso dependerá lo que se cristalizará para ese
sujeto como inconsciente”, es decir, lo que se cristaliza en el malentendido de la
www.mecayoelveinte.com
JUANA INÉS AYALA
lengua como efecto de discurso, en el lugar del sujeto y que, según la consideración
de Lacan, vehiculiza un saber. Un saber que es lo que ha encontrado el “humus
humano” para reproducirse, en tanto que aquella inscripción significante implica
también la inscripción a un saber que es un modo de transmitir en la cadena
significante, de generación en generación, algo que permite a la especie subsistir.
Y todo eso se cocina apenas nacido el bebé, en su encuentro con el Otro a través
del otro, y es algo que ya está en él, por pequeño que sea, para cuando llega a
nuestra consulta ese infans, ese niño, ese analizante. Lo cual no significa que el ana-
lista vaya a escamotear la responsabilidad de su intervención en esa subjetividad.
En el trabajo con niños: ¿qué diferencia la
intervención de un analista de otras intervenciones?
A partir de que el niño ha sido llamado a realizar el apotegma: “infancia futuro de
la humanidad”, nace una nueva moral utilitarista que tiene su correlato en el progre-
so social y que genera nuevas formas del síntoma: los adultos dejan de ocuparse
tanto de sí mismos para pasar a ocuparse de estos nuevos objetos preciosos —los
niños— que les reportan un beneficio secundario y que Freud no deja de nombrar.
Con el descubrimiento freudiano de un inconsciente no sabido y de una pulsión
que avanza hacia la muerte, el concepto de infancia toma otro estatuto: resulta
removido por este nuevo régimen del goce y por esta forma, ahora revelada, de
inscripción del sujeto.
El infans, el niño freudiano, pasa de la Hilflosigkeit, desvalimiento o desamparo
en que asume la vida, al reinado de su voluntad omnipotente. Su cuerpo ofrece las
zonas erógenas por donde la “seducción” escribirá dejando marcas que sólo serán
legibles a partir de sus futuros encuentros con el otro, con sus objetos.
Ese niño hallará en el Otro una identificación constituyente que lo funda a sí
mismo como siendo amado por ese Otro. ¡Caro precio el que habrá de pagar por
ese amor aparentemente desinteresado que recibe a caudales! Los padres, en esa
contemplación casi mística de su retoño, en esa modificación sufrida en su econo-
mía libidinal a partir de su paternidad, van al encuentro de su segunda muerte, de
su pretendida inmortalidad. Y el niño es el depositario de un tal encargo. Podemos
aquí actualizar nuestro esquema:
De la Hilflosigkeit, desvalimiento o desamparo → al niño víctima de la
escena de seducción → al niño perverso-polimorfo → al niño como sujeto en
análisis, propiamente → al niño que juega → al niño omnipotente, His
majesty the baby → al niño esclavizado a colmar el narcisismo de sus padres,
el deseo del Otro.
www.mecayoelveinte.com
EL PSICOANÁLISIS ES UN HORROR
El menor movimiento por parte del niño para descentrarse de ese encargo, para
desafanarse de él, hace síntoma; y el síntoma genera un malestar. El niño obtura el
malestar si preserva el narcisismo del adulto. Ese malestar pone en evidencia no
sólo la compleja relación entre naturaleza y cultura sino también la compleja rela-
ción del universo todo, en todos sus campos del saber, en todos sus discursos, con
el psicoanálisis, que se atreve a subvertir la dulce inocencia de los chicos por una
disposición perversa y polimorfa para denunciar y, a la zaga, no negar más —aun
sabiendo que ese “no” de la negación se juega a nivel de lo escrito y no del sig-
nificante— la condición perversamente polimorfa de la satisfacción humana de-
masiado humana. He ahí el horror del psicoanálisis, por lo que nos revela sin
que queramos verlo, sin pedirnos permiso.
El llamado “fracaso escolar” en los niños, las conductas delictivas o predelictivas,
la relación de los chicos con las drogas, las manifestaciones de su sexualidad, en
fin, su relación con la ley, ponen al adulto en un estado de angustia que hace las
veces de un llamado/ invitación a un sinnúmero de discursos y voluntades tera-
péuticas que, al margen de lo que el psicoanálisis aporta, o lo que es peor, inter-
pretándolo a su manera, están prestas a intervenir para “rescatar al niño” y para
borrar esa mancha en el espejo del narcisismo parental, olvidándose de que ese
sujeto infans es, como lo define Lacan en Criminología: “el alienado original,
fundante del ser”, depositario por excelencia del anacronismo del deseo que acom-
paña a los hombres hasta su muerte y que no cesa de ser el blanco de la tarea
analítica bajo la forma del objeto a. El objeto a es entonces el objeto del psicoaná-
lisis (lo cual no lo convierte en una ciencia) y la ciencia ha tomado el partido de no
querer saber nada del objeto a, de la verdad como causa. Pero la verdad hace su
retorno en el real en la profusión de estos objetos culturales, con la conmoción
ética que suscita su utilización.
En el trabajo con niños, a la pregunta: ¿qué diferencia la intervención de un
analista de otras intervenciones?, la respuesta es: su ética, una ética y una erótica
del objeto a,19 insertada en el contexto del fin de análisis.
En las terapias cognitivo-conductuales lo que se realiza, no sólo con el niño
autista o con los niños “muy perturbados” sino también con el escolar promedio,
es una especie de programación, como si se tratara de diseñar un software para un
robot, algo así como un “formateo cultural de la mente”. En psicoanálisis, en cam-
bio, de lo que se trata es de desplegar otra dimensión, una respuesta a ese real
imposible solamente de escribirse, porque el real es lo posible esperando que se
escriba.20 Y eso se consigue en un debilitamiento del ciframiento simbólico y a
través de una técnica de la sorpresa, que, aquella “tía o vecina bien intencionada
19
Cfr. Jean Allouch, “El mejor amado”, Litoral N° 35: L’amour Lacan I, Epeele, México,
febrero de 2005, pp. 9-48.
Cfr. Jacques Lacan, L’Insu que sait de l’Une-Bévue…. (1976-77), Seminario inédito.
20
www.mecayoelveinte.com
JUANA INÉS AYALA
[del niño traído al análisis], que nunca falta y que intenta entrometerse”, de la que
hablábamos en el inicio de este artículo, jamás podrá comprender, a pesar de que
Lacan lo explica sencillamente:
Lo inesperado, no el riesgo. Uno [el analista] se prepara para lo inesperado. ¿Qué es
lo inesperado sino lo que se revela como espera ya esperada pero sólo cuando llega?
Jacques Lacan.
Problemas cruciales para el psicoanálisis
19 de mayo de 1965.
La operación lógica que tiene lugar en el analizante, niño o adulto, durante su
fin de análisis, lo empuja en un acto a través del cual aclara que ese horror supues-
to del psicoanálisis, no fue nunca.
www.mecayoelveinte.com