lunes, 13 de octubre de 2008

Françoise Davoine - Madre Loca Parte 3

Tercera parte

LA GRANDE Y LA PEQUEÑA HISTORIA

I

¿A QUÉ CIENCIA CONSAGRARSE?



El asunto

- Bueno, no empieces de nuevo, me decía el señor Louis, el hermano de la maestra de nariz interesante. Esa mañana del Día de Todos los Santos, caminábamos por el paseo de cipreses del cementerio que dominaba la campiña. Como yo no le respondía, me reprochó mis visitas nocturnas que sólo me aportaban desgracias. Protesté:
- ¡Fue sin mala intención!
Me callé un momento cuando creí reconocer, rengueando en su abrigo negro, a una amiga de mi abuela. ¡Pura ilusión! Contemporánea de Schrödinger, la Adela tendría más de 100 años. Otros abrigos similares se detenían delante de las tumbas, buscando discernir ante quien estaban, con aire de circunstancias. El señor Louis desparramó cortesías entre las lápidas, luego se dirigió hacia la de su hermana. Yo iba derecho hacia la mía y escrutaba el horizonte inmodificado, con las mismas montañas, los mismos bosques, los mismos prados.
Muchos campos estaban sin labrar luego de que, allá arriba, como se decía aquí de todo lo que venía de París, se había decidido dejarlos en barbecho. De esto hacía mucho tiempo. Desde la época en que mis visitas se hacían a las apuradas, de Día de Todos los Santos en Día de Todos los Santos, hasta no volver más en los últimos años, sin miramientos para con esta región demasiado ruda de temperamento y de clima como para retener a los amantes de lo pintoresco y del encanto. Tierra de fronteras desde la Edad Media, quizás había conservado poco, en el tono acerbo de sus habitantes, de las huellas de las devastaciones periódicas que caían desde todos los puntos del horizonte.
Como una oración, recité mentalmente la letanía de los nombres de los lugares donde los que reposaban allí me acunaban en otro tiempo: Grand Champ, Croix de Mission, Paturie, Lavières, Sainfoin, Malgovert, Plan Gagnant, Champ Portant, Mont Gargan... San Gargantúa me guarde de olvidar esos nombres mágicos que deben ser recitados contra el exilio. ¿Todavía sería capaz de encontrar esos viñedos, esos bosques? Cuando mi abuela tuvo que emigrar a cien kilómetros de allí, es decir a territorio salvaje, quemó en una fogata de alegría o desesperación, cartas, fotos, ropa y trastos viejos para que no cayeran en manos extranjeras.
El señor Louis había hecho lo mismo cuando aumentaron los controles, prendiéndole fuego a sus viejos instrumentos, fotos y cartas, para alejar la sospecha sobre su herencia del asunto familiar. Gesto de pura locura que yo le había reprochado, hasta que en un libro de historia descubrí que, desde la noche de los tiempos, esa había sido la costumbre local ante las invasiones. De nada había valido enorgullecerse de la palabra de sus padres, de que los contratos mejor respetados se hacían de palabra, sin intercambiar el menor papel. Justamente, para el fisco, ese era el punto.
Yo lo había visitado en la cárcel de la capital departamental donde sólo permaneció dos semanas por exigencias de un sumario que superaba de lejos en la región, su caso individual. Debía darse un ejemplo, sin saber porqué ni cómo. Luego, el proceso había blanqueado su situación y todo había vuelto a la normalidad, como si nada hubiera pasado; la detención preventiva, se le aseguró, no tenía nada de infamante. Cuando quiso comprender, los representantes de la ley habían sido desplazados y su asunto se había desvanecido como por encanto. Su hermana murió algunos meses más tarde y la tía que vivía con ellos al año siguiente, en el hospital “especializado” de la misma ciudad que la prisión.
Detrás del vidrio rectangular del locutorio, adonde yo había ido a levantarle el ánimo, él había levantado el mío:
- No te preocupes, estoy acostumbrado...
Lugarteniente de cazadores alpinos en el 40, se había ido a Noruega a luchar en la guerra, había vuelto de la batalla de Narvick sin un centavo y con la décima parte de sus compañeros, había desembarcado en Calais con una bayoneta calada y se había incorporado a la Resitencia. Detenido, evadido, detenido de nuevo, deportado a Mauthausen, luego a la frontera yugoeslava, las alusiones que acababa de hacer del otro lado del vidrio eran más que discretas. De hecho, nunca hablaba de eso. Contra la voluntad de su hermana había devuelto a París todas sus condecoraciones.
Esa vez, me había preguntado como se las arreglaría para salir de una situación sin enemigos aparentes. Para esa breve estadía en un establecimiento de lujo comparado con los precedentes, ironizaba, había procedido en primer lugar a limpiar su celda con un gran pañuelo, Luego, después de unos movimientos de gimnasia mental y física, había dormido tranquilamente. En el paseo se había encontrado con un compañero refinador de las montañas vecinas, tan desconcertado como él de encontrarse en ese sitio, para ellos aún impregnado de proezas de la milicia, con la que identificaban a esos justicieros de todo tipo.
Sus fojas de servicio habían sido acogidos con un “Ustedes no estaban obligados” de un joven magistrado inflexible, conocido como el hijo de un colaborador de la región.
- Pobre muchacho, ironizaba el señor Louis, no es su culpa, lo hace por costumbre, es más fuerte que él. ¡Vuelve a visitarme! me había gritado en el locutorio cuando el guardián se había acercado para llevarlo.
Su sonrisa triste me había seguido. Sin embargo, no había vuelto a verlo ni siquiera para el entierro de su hermana ni para el de su tía. Yo también lo había traicionado. Tres años más tarde, había ido a París para tratar de saber. Había vuelto con las manos vacías, como si su historia no hubiera existido nunca, pobre ingenuo comparado con los asuntos que ocupaban la primera plana.

Bada

El cementerio dominaba la región. ¿Dónde diablos encontrar una tierra de manantiales? Recorriendo de nuevo el horizonte desde esa altura, me daba la impresión de ser un general reconociendo el terreno de operaciones antes de librar batalla; pero un general miope, delante del cual los relieves se confundían, perdían hasta su nombre. Mi mirada se centró más acá del muro del cementerio y se detuvo en los cascos de los soldados. Estaban siempre allí, colgados de las cruces. La libertad guí-a nuestros pasos... Hubiera jurado que antes los había visto también puntiagudos1.
De guerra en guerra, mis pasos me conducían derecho hacia la última, desde esa línea de suaves ondulaciones hasta el valle más escarpado donde había nacido y cuyas cumbres aparecían en tiempo claro. Depositada en lo de mi abuela, lejos de los bombardeos, me llevaban a la montaña en ocasión de treguas anticipadas. Durante esas expediciones, veía cómo el blanco me invadía poco a poco, las banquinas se elevaban nevadas, la tarde caía y, cuando todos los gatos son pardos, las habitaciones se iluminaban de abajo hacia arriba, cada vez más cerca de las estrellas.
- ¿Cuándo llegaremos?
- Enseguida.
- ¿Dónde estamos?
- En M.
El valle se embanderaba, creía en la Liberación. El cese del fuego no se prolongó mucho. Los vencidos subían desde el Vercors, limpiando todo a su paso.
¡Ama! Qué prescripción paradojal para quien aprende su lengua materna en plena operación-rastrillo. Durante largo tiempo había tenido una pesadilla familiar, en la que corría perdida delante de soldados grisverdosos. Fantasmas de deseo, creí en un primer momento, fiel a la doctrina, ¿o hechos reales de los que no guardaba ningún recuerdo?
Aproximadamente a los dos años, había puesto mis manos sobre el horno caliente. Mis gritos estuvieron a punto de provocar la detención de los jefes de la Resistencia reunidos en casa. Habían huído por las bodegas de quesos de al lado. El señor Louis se acordaba todavía hoy del nombre del delator, cuyos dos hijos habían sido alcanzados por un obús alemán poco tiempo después, juntos, en un campo.
Antes o después, aquí y allá, como lo contó incansablemente, en una temporalidad que me quedó en el presente, como si las conversaciones repetidas noche tras noche alrededor de la mesa, sin ningún cuidado por las conjugaciones ni por los circunstanciales de lugar, alinearan las historias sobre un mismo plano. Antes o después, es decir ahora, aquí y allá rompieron vidrios y vidrieras y reunieron a los hombres en los cuarteles donde el señor Louis había dado clases con su amigo el afinador.
Los gritos del farmacéutico que enterraron vivo... Junto con otro, se les había encargado del aprovisionamiento. Esa misma noche, perseguido por la Resistencia, el enemigo tuvo que huir con los rehenes hacia el paso en la montaña. Debieron cavar ellos mismos sus fosas, como lo relata un sobreviviente. La tumba fue descubierta por el olor el verano siguiente, cuando se fundió la nieve. Un brazo sin mano salía de la tierra.
Más tarde, la huída en un carrito de la que no me acuerdo. Atravesar las calles corriendo a pesar de los tiradores emboscados, descender por la costa hacia M. para cruzar el río. El refugio encontrado del otro lado, en casa del alcalde comunista, y el objeto que su mujer me regaló, escudo contra la barbarie: una guía telefónica que me fue imposible dejar hasta el fin de la guerra y que bauticé bada.

Baldío

Esa palabra cabalística me llevó a las desventuras badatoriales de mi artículo, que ya había confiado al amigo Louis. Anoche, como en medio de refugiados, había abrazado mi bada Schrödinger hecho jirones y manchado, como un escudo contra los golpes del destino.
- Desconfía de las palabras que no existen, me advertía el señor Louis, si tu cuenta no es buena terminarás en el asilo, como la tía.
Desastre por desastre, necesito volver a ver los lugares que había dejado. Alcanzando al viejo en lo alto del cementerio, le pregunté si tenía tiempo para acompañarme al viñedo, donde la vid había sido arrancada. Eso yo lo sabía por haber oído en otro tiempo a mi abuela hablando sola en voz alta, a menos que respondiera a su marido invisible, resucitado para reclamar la venganza de las cepas.
También habían desaparecido los duraznos de pulpa roja como el vino y el lagar donde los hombres pisaban la uva con los pantalones arremangados. Yo volaba ahí con los brazos extendidos el tiempo suficiente para esbozar tres pasos y caer del otro lado, con los pies picoteados y manchados. La cuba gigante descansaba seguramente en una bodega, me hubiera gustado volver a verla. El señor Louis me disuadió, conduciéndome por un camino en pendiente.
Sin poder explicármelo supe que estaba ahí, el viñedo y su muro de piedras secas, parcialmente en ruinas. Parecía que antes el pueblo había sido ciudad alrededor de su castillo. Imaginé el fin amor en sus jardines donde, antes de la guerra, se reunían los domingos para hablar, manos a la obra, nunca sin algo para hacer. Y si no, vean el resultado: un lugar irreconocible, invadido por las zarzas, el escaramujo y el espino negro. La parra aprovechaba para jugar con las viñas vírgenes y trepar enmarañada a los árboles.
Caminé a lo largo del muro, desolada por tanto amor jardinero a pura pérdida. Una bandada de aves salvajes marcó un intersticio por donde me metí. Cuando pude enderezarme ví las ciruelas que había visto injertar y terminar en licor, así como las manzanas de un carmín desaparecido de los puestos de fruta parisinos. Con los bolsillos llenos volví al camino para ofrecer al señor Louis los frutos de mi cosecha. A cambio, se ofreció a ayudarme un día a desbrozar el lugar. Yo le pedí que antes me ayudara a desbrozar la conversación de la noche.
- Ya me emborrachaste con tu Wittgenstein hace diez años, cuando fui a París. ¿Quién es el nuevo?
- ¡Cállese! Un gran sabio, pionero de la nueva física, que me dijo algo, a mí, personalmente.
- ¡Acabáramos! Ahí estás, investida de una misión, como la tía.
- ¿Adónde vamos?
- A ver si te reconoces...

Señora Francia

El camino se apartaba de la civilización y trepaba endureciéndose bajo nuestros pasos. Nada crecía sobre esas piedras. Por momentos, el sol hacía brillar las hierbas, relucir el malva de las endrinas, el granate de los tapaculos y de las manzanitas a salvo del hielo.
- Entonces, ¿te decides?
- Y bien, apuesto a que en su espíritu estos baldíos existen por sí mismos. Él sostiene que sin nuestro espíritu el mundo no sería más que una obra de teatro delante de butacas vacías y, por lo tanto, sin existencia propiamente dicha.
- Si es eso lo que descubre tu gran sabio...
- Dice que la ciencia ha desterrado el espíritu con sus sueños y sus locuras y que el espíritu volvería como un fantasma.
- Deberías desconfiar, tú y tu tendencia a enfantasmarlo todo.
- No no inventé. Después de ese largo exilio, el retorno del proscripto no se produce sin represalias. Siembra el desconcierto y sube a la cabeza de la ciencia nueva.
- En mis tiempos se hablaba de transporte al cerebro... Mi hermana murió de eso poco después de nuestro asunto. ¡Que descanse en paz! Si estuviera en este mundo, ella te diría que se te recalienta un poco la azotea...
- Usted no está obligado a creerme. Por otra parte, parece que los sabios se odian entre sí. Como los psicoanalistas, de una escuela a la otra se toman por...
- ¿No?
- De hecho, Schrödinger me confió que la Escuela de Copenhague le desagradaba, como si sus ecuaciones pudieran oler a vino ácido o a queso pasado. Esa repulsión era recíproca de parte de Heisenberg, su rival alemán. Un viento de locura agita hoy a auténticos físicos cuánticos, tentados por todo tipo de desbordes parapsicológicos, orientalistas, materialistas, incluso espiritistas... Ahora bien, el espíritu, me sugirió él, es un poco nuestro asunto, el de los psicoanalistas. Quizás tengamos algo que decir en ese cambalache científico.
- Ese hombre se complica mucho la vida. Las glorias de mi época, Pasteur, Marie Curie no hacían tanta historia ¿No querrá también recomenzar la ciencia?
- Él dice que no, pero que el sujeto no puede permanecer ajeno a su construcción. Más concretamente, me habló del espíritu agudo de los investigadores, afectado a menudo por su búsqueda heroica en los confines de lo decible. En una palabra, tienen miedo de volverse locos. Uno de los más famosos no pudo conservar su equilibrio sino a costa de su hijo, encerrado en el asilo de Zurich, el Burghözli.
- Si das toda esa vuelta para hablarme del hijo de Einstein, ya mismo te detengo. Para ser franco, ese bochinche alrededor de la vida privada de la gente no me gusta, ya sean hombres de ciencia o no.
Me callé de inmediato lamentando haberle hecho sentir vergüenza. El señor Louis había tenido una tía esquizofrénica. Las malas lenguas habían propagado el rumor –estigmatizando según las costumbres a solteronas y a solterones- que por su causa él no había tenido mujer ni su hermana marido.
Sin embargo, a mis ojos de niña, la tía no era tan espantosa. Cuando tenía sus crisis, andaba por las calles con una cocarda en el sombrero y en los botones, llevando un cesto que nosotros suponíamos lleno de guijarros. Todo el mundo la llamaba señora Francia. Nosotros, los chiquillos, la seguíamos por las calles y le preguntábamos porqué su cesto era tan pesado. Nos desternillábamos de risa ante su invariable respuesta:
- Mi pequeño, ¡llevo allí los pecados de Francia!
El resto del tiempo permanecía encerrada en su casa, un poco demasiado silenciosa en su sillón de mimbre, un poco demasiado pálida. Cuando íbamos a visitar a la maestra, yo tenía regularmente derecho al bombón que depositaba en mi mano, durante el tiempo interminable en que había que quedarse quieto.
Se suponía que el mismo bombón, salido de la bombonera de porcelana de las grandes ocasiones, me haría permanecer tranquila el día de la vacuna, en la sala colmada de la alcaldía, cuadro viviente de la masacre de inocentes. Ignorante de los fantasmas de los otros, yo estaba aterrorizada por las sierritas que cortaban el vidrio de las ampollas, convencida de que servirían para despedazarme viva, como a la Saint Cochon2... Buen cerdo el médico que nos pinchaba uno tras otro sin decirnos nada...
- Tú eres injusta con los hombres de ciencia. El doctor Thévenin visitaba a la tía todas las semanas. Ella lo apreciaba mucho.
¡Ah, bueno! De bombón en bombón me llegó el gusto irreemplazable del que tragaba en misa, con un agujero en el medio, como la moneda para la limosna que tenía en la otra mano. Atisbaba en el pasillo la alta silueta panzona del bedel, fajado en azul cielo, con un bicornio por sombrero, marcando el paso con su alabarda. Su llegada bastaba para inmovilizarme, casi como la imagen de la santidad. Entrevisto desde mi banco en puntas de pie, resultaba mucho más eficaz por sus poderes mágicos que el cura al fondo de la iglesia. En esos equilibrios, lo que me interesaba realmente fisgonear eras los chiquillos blancos y rojos al fondo del coro. Los creía ángeles... ángeles de corazón hacia los que iban mi fe y mi esperanza, mal que le pesase al gordo.
- ¿Y el bedel, también murió?
- Hace mucho... Deberías visitar el museo del castillo, él lo creó pidiéndole a la gente que vaciara sus graneros. Encontrarás allí las herramientas de tu abuelo. Yo también doné algo, antes de mi historia. Incluso vinieron de París a estudiarnos, a fotografiarnos. ¡Qué honor, convertirse en objeto de museo!
Eché una ojeada de costado. Mi compañero sonreía trepando la cuesta y parecía absorbido por el ritmo del ligero balanceo que lo acunaba hacia delante.
- ¿Adónde vamos?
- Espera un poco, ya casi llegamos... Entonces, ¿te sientes con una vocación?
- Él fue quien lanzó el llamado al psicoanálisis.
- Qué idea absurda.
- Él toma en serio los accidentes de trabajo de los investigadores lanzados al asalto de ciencias vertiginosas. Trabajo de alto riesgo en el que a veces perecen.
- ¿Y qué tiene que hacer ahí el psicoanálisis?
- Sirve para encordarse, porque él tiene cierta experiencia de los desprendimientos del tiempo.
- La tía también vivía el pasado en el presente. La sola mención del llamado del 18 de junio del 403 bastaba para volver actual ese período que, por otro lado, ella mezclaba con la guerra precedente. Afirmaba haber visto a su abuelo deportado a Alemania durante la guerra del 14, en un campo de concentración. Sin embargo, por lo que decía mi hermana, ella era la más brillante de todas cuando estaban en pensión.

El colmenar

- ¿Una amiga de su hermana? Siempre creí que era su tía... No se le podía calcular la edad.
- No la tenía. El nombre de “tía” le había quedado después de la muerte de una sobrina, originaria como ella de un pueblo del lado de Verdún. Durante la guerra, las dos habían venido a refugiarse cerca de aquí, en la ciudad donde mi hermana la conoció en una pensión.
- Nunca supe de la existencia de esa sobrina.
- Un día desapareció. ¡Misterio! Nadie habla de eso en la región. Después de la desgracia la tía se volvió apática.
- Acaba de suceder otra desgracia: un paciente del hospital murió anteayer. Él también hablaba de deportación a campos de concentración en 1914. Otro paciente del dispensario delira sobre el mismo tema. Extraña coincidencia ¿no? Holtzminden, ¿le dice algo?
- No que yo sepa... Deja el pasado donde está. Háblame más bien del llamado de tu hombre de ciencia. A mi hermana le hubiera gustado conversar contigo, como en los tiempos de las divagaciones de la tía. Yo mismo me pierdo un poco. Figúrate que el verano pasado recibí un libro de Noruega, de un camarada de guerra. Seguimos en contacto, una tarjeta para las fiestas de vez en cuando. Su hijo, en Oslo, tiene el mismo oficio que tú. Lo escribió en el libro que me envía. En inglés... Tú me dirás de qué se trata. Llegamos. ¿Te reconoces? ¿No? Peor para ti.
El lugar no me decía nada. Estábamos a la vera de un bosque que dominaba un baldío realeado con arbustos achaparrados. Me deslicé entre las hierbas. Esa tierra abandonada me incitaba a dejarme llevar...
- ¡Peor para mí! Sabe, desde hace un tiempo, ya no tengo ganas de ser psicoanalista. Es demasiado...
- ¿Eh? dijo, más interesado en observar algunos frutales silvestres que por mi tono quejumbroso. Con la tijera de podar en la mano se dirigió hacia el elegido. ¿Qué es lo que te molesta? Con un gesto seco cortó los gajos, sacó de su bolsillo un trozo de cuerda y los ató prestamente. Es el oficio que querías, ¿de qué te quejas?
- De no saber hacer las cosas bien, sobre todo cuando los pacientes vuelven periódicamente al hospital.
- Así era con la tía, uno termina por acostumbrarse.
- Yo no.
- Piensa en otra cosa... Ni siquiera has observado que ese bosque está bordeado de acacias. ¿Qué te enseñan en París, entonces? Yo las planté con tu abuelo. Su colmenar se encontraba donde estás sentada.
- Cállese. Hace años que paso por el colmenar escuela del Jardín de Luxemburgo sin atreverme a inscribirme.

Holtzminden

- En caso que te decidas, yo te haré una colmena. ¿De acuerdo?
- De acuerdo.
Había asentido despertando mi curiosidad al descubrir finalmente quién se escondía detrás de los velos. En ese momento estábamos en la cocina, sentados a la mesa delante de un frasco de cerezas al marraschino. El señor Louis rompió nuevamente el silencio en el que yo me entibiaba, adormecida.
- Pienso en tus parientes lorenos. Debo tener un libro sobre los civiles durante la primer guerra escrito por un historiador de la región de Verdún. No sé dónde lo puse, quizás entre los libros de mi hermana, voy a ver.
Desapareció un largo rato durante el cual me concentré en los dibujos del embaldosado y del hule, sintiendo que mis piernas se aflojaban.
- ¡El libro de los noruegos! anunció orgullosamente, como si ese regalo valiera todas las condecoraciones.
Puso tres libros sobre la mesa. Uno muy usado, forrado con papel azul escolar, un recuerdo de su hermana que él quería darme. El segundo en inglés, editado en Oslo, titulado “Pain and Survival” que dejé de lado para interesarme en el tercero, “Rostro de una Lorena ocupada”. Lo hojeé mientras él llenaba su pipa.
Tras haber buscado unos minutos, una foto apareció en plena página: barracas, cercos de alambre de púas en la nieve y la leyenda: el campo de Holtzminden. Esa foto atestiguaba que existía el lugar fantasma en el que habían sufrido las familias de Ariste, de la tía, de Séraphine. No pude contener mi emoción.
- Escuche, aquí está escrito: poblaciones enteras de civiles fueron deportados allí, desde bebés hasta ancianos, supuestamente por su bien, con el pretexto de alejarlos del infierno de Verdún. Algunos volvieron por Suiza con la Cruz Roja al término de un periplo agotador. ¿Y los otros? ¿Fue necesario que sus descendientes deliraran para dar testimonio de su calvario? ¿Tenían ellos menos valor que los soldados de las trincheras?
- Encarado así, objetó el señor Louis, ofendido porque yo no me había interesado en el libro de su compañero, no se termina nunca. ¡Francia también tuvo sus campos de vergüenza!
- ¿Así que según usted todos somos culpables de los pecados de Francia, como pensaba la tía?
Tuve la impresión de haber blasfemado. El rostro del señor Louis se congestionó:
- ¿Por quién me tomas? Toma, te lo regalo, puedes llevártelo.
Tomé el libro que me tendía y comencé a juntar mis cosas:
- De todos modos, ya es hora de que me vaya, esta tarde tengo una cita en París.
- No te irás sin comer.
Su tono se había suavizado y salió de la pieza para buscarme alimentos más sustanciales. Lamentando mi salida, eché una ojeada al libro noruego. Lo habían escrito las personas que trabajaban en un centro de refugiados en Oslo que dirigía Svere Vervin, el hijo psicoanalista del amigo del señor Louis.
Los diferentes capítulos hablaban de la locura normal, infligida deliberadamente por la “violencia organizada”, política y doméstica, que los argentinos llaman el “proceso”.

Violencia organizada

La tarde comenzaba. Sin creer ni una palabra de los distintos pretextos que ponía para parecer apurada, el señor Louis anunció el menú: salchichas y polenta. Me dió la espalda para pelar las cebollas.
- Mira el libro, tómate tu tiempo. ¿Comprendes de lo que hablan?
- No puede decirse que usted haya hablado mucho de ese período de su vida. Su hermana se quejaba de que cuando volvió estaba taciturno, completamente cambiado.
- ¿Qué podía decir? Ve a ver la película noruega “La batalla del agua pesada”, lee “El túnel” de mi amigo Lacaze, en otro momento te lo prestaré... Pero mira todo eso tranquilamente, tienes tiempo mientras esto se cocina, yo voy a dar una vuelta por el jardín.
En la mesa, la conversación giró sobre la delgadez de la cáscara de las cebollas que anunciaba un invierno clemente, y sobre los destrozos causados por el aumento de la población de jabalíes.
- Los crían en parques para luego largarlos... Cerdos que comen de tu mano, rezongó evocando a la Bestia Negra solitaria y salvaje, animal totémico en vías de desaparición, del que exaltó el lazo social matriarcal. Nuestras sociedades deberían inspirarse en ellos. No, él no participaría en cacerías sacrificiales. El fusil de su padre permanecería colgado encima de la chimenea.
Después del café, el viejo se instaló en su sillón para que yo le hiciera mi resumen. Lo miré de reojo. Manos cruzadas sobre el vientre, pipa en la boca, los ojos semi-cerrados, quizás ya dormía su siesta...
- Adelante, te escucho, no te ocupes de mí.
- A grandes rasgos, este libro explica como la violencia organizada vira al terror bajo el efecto de una hiperracionalidad chiflada. La condena se expande como una hoguera, nadie es responsable, todo el mundo es culpable. La reprobación se extiende a los seres queridos, padres, hijos, las familas explotan, la delación reina por todos lados.
Los analistas de este centro de refugiados sostienen que, de hecho, los síntomas de sus pacientes fueron locuras saludables, técnicas de sobrevivencia. Para enfrentar el derrumbe sin palabras de la realidad, esos analistas se niegan a parapetarse en la neutralidad, so pena de reactualizar un silencio inmundo.

El laboratorio de la cámara de tortura

El señor Louis emergió de su semisueño.
- La locura para sobrevivir a la demencia... Una cierta dosis de locura me salvó. Cuando llegamos a Mauthausen tuve la impresión de entrar en un asilo donde los enfermeros eran los chiflados. Parecía que estábamos en el laboratorio ideal para verificar experimentalmente técnicas de condicionamiento para el campo social. Mira, lo que me preocupa es la continuación de semejante plan con los descendientes. A los hijos de mis amigos rescatados no les tocó la mejor parte...
Yo mismo, cuando volví de allí, no era el héroe en el que vuestra sed de ideales quería transformarme. Por eso nunca escribí nada. Tendría que haber dicho demasiadas mentiras para adornar la realidad. ¿Qué decir cuando dudas de tus propias sensaciones, cuando miras a los otros como si fueran títeres?
- En ese clima de violencia, Sissi, una paciente del hospital, veía en ella imitaciones del padre, de la madre y de los hermanos que estaban en la casa. Ella decía que debería haberlos matado a todos...
- Ser capaz de matar al padre y a la madre, tomar la comida de un amigo moribundo mientras él te mira hacerlo...
La voz del señor Louis temblaba. Yo me reprochaba por haber reavivado aquello de lo que él había jurado no hablar. Continuó con los ojos en el vacío.
- Llegué a pensar que ellos tenían razón, que nosotros éramos esas mierdas y que su orden era el bueno. En la celda volví a ver a mis compañeros de Narvick, no a los vivos, ya ves, no estaba lejos de las visiones de la tía. El peor era el buen samaritano, que te ofrecía un cigarrillo por compasión y que te hacía flaquear antes de que recomenzaran. He visto a personas amables convertirse en monstruos y a truhanes entregar su vida. No es lo que tú crees. Cuando volví, yo mismo me encontraba inquietante.
- Sissi decía lo mismo: “yo vi como las personas se convertían en monstruos. ¡Sea mi testigo! Reclamo un proceso verbal...”. Ese es el objetivo de los noruegos: constituir ese testimonio...
- Se dicen tantas cosas... ¿Quieres saber realmente? Si todavía estoy aquí, es de pura casualidad.
Metí la nariz en mi libro, recorriendo a toda velocidad las descripciones de las pesadillas, la vigilancia constante, el temor de hablar durante el sueño, la apatía, la agitación de la que yo había oído quejarse a su hermana ante mis abuelos. Había sido tan extraño... Yo era muy chica para darme cuenta.
El libro, que ya no me atrevía a traducir, seguía con las técnicas de manipulación de masa. Mensajes paradojales: ustedes son libres para elegir ¡elíjannos! Disonancias cognitivas: es imposible que un estado tan democrático pueda torturar y matar en nombre de la humanidad. Incitación a la delación: tu padre es comunista, tu madre facista, o viceversa. La pedofilia normalizada, los teléfonos pinchados, la intimidad rota, los duelos prohibidos, salvo los funerales nacionales de los jefes del partido. El pasado ya no tiene importancia: hacer que todo sea lo más normal posible, desdeñar las heridas mentales, despreciar la subjetividad. Pero si acusas al régimen, entonces la culpa es de tu familia, de tu sexualidad, de tu edipo, psicoanálisis mediante.
En el silencio en el que me había instalado, oí al señor Louis tararear “Le roi des cons4”. Al ritmo de esa canción de Brassens, un gato negro entró a la pieza.

Prisión de mujeres

- ¡Todavía está vivo!
El señor Louis me miró divertido.
- No es el de mi hermana. Es uno de sus nietos.
El gato aspiró el aire en mi dirección y después salió por la gatera.
- El tiempo pasa...
Estaba a punto de cerrar el libro cuando el último título me lo impidió.
- ¿Qué encontraste?
- Nada... El testimonio de una iraní, una madre encinta de un hijo, encerrada en su pis y en su mierda con otra decena de mujeres en una celda de dos por dos durante cuarenta días. Eran golpeadas en la habitación de al lado por madres que aprendieron a castigar, porque únicamente las mujeres casadas estaban autorizadas a torturar. A una le mataron el hijo, a la otra el marido. No saben dónde están las tumbas para ir a llorarlos. Las fosas comunes son llamadas lugares de vergüenza. Nadie se atreve a ir por miedo a que los atrapen. Ella habla por las víctimas olvidadas, esas en las que la opinión pública no se interesa y cuyas causas no son rentables en el concierto de las naciones. Madres...
- ¿Piensas en la tuya?
El señor Louis sirve el café en tazas rojas con pintas amarillas.
Yo siempre había considerado la estancia de mi madre en prisión como normal en tiempos de guerra. Sólo recientemente me había enterado de su estado de delgadez, de fetidez y de estupor en el momento de su excarcelación, con el vientre prominente. Llevaba el mismo vestido liviano, usado hasta las hilachas, con el que la habían detenido un soleado día de otoño.
Con todo, ella me lo había descripto sin afecto, como si formara parte de lo cotidiano. Una mueca apenas, para no decir más. La celda superpoblada, la lata de conserva para comer, el balde para las necesidades, los ruidos de ametralladoras al amanecer en la celda que cada noche era designada como rehén, la cámara de tortura vecina y la tableta de chocolate que el obispo de Autun le dio un día a cada detenida y de la que ella había guardado un trozo para el día siguiente.
- Si doy crédito al DSM, a esta hora yo debería ser esquizofrénica.
Fanfarroneé para disimular la confusión que me había producido el texto de la iraní.
- Hay que hablar, todo el mundo lo dice, murmuró el señor Louis, no olvidar; pero olvidar es imposible, por eso las cosas se repiten... Hablar es muy lindo, pero ¿a quién?
- A usted, por ejemplo...
Bebí de un trago lo que quedaba en mi taza y me levanté de golpe.
- Espera, no te vayas así.
Levantando una puerta del piso, descendió al sótano donde lo oí revolver.
Di una ojeada a la última página. Ese libro convocaba a un juicio, lamentando que muy a menudo los procesos se desintegraran en farsas... Una farsa en la que “el payaso no ríe” titulaba David Rousset en la post-guerra.
¿Y si precisamente la farsa estaba en el lugar justo? Pensaba en el recuerdo punzante de mi sottie juicio. En verdad, casi no tenía prisa por volver a París. El libro de los noruegos lanzaba un desafío a los analistas, desafío delante del cual yo reculaba. El psicoanalista tiene horror de su acto, decía Lacan... Esa frase enigmática correspondía a mi humor en ese momento.
La cabeza del señor Louis reapareció con algunas botellas.
- Conserva el libro de mi hermana, cuando vuelvas me dirás lo que dice. Está escrito en francés antiguo, eso le importaba mucho.
En el rótulo, pegado arriba y a la derecha, leyó:
- “Discurso de la servidumbre voluntaria, o el contra uno”, La Boétie. El amigo de Montaigne, lo conoces...
- Creo incluso habérmelo encontrado.

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