Segunda parte
El retorno del sujeto
Para la matemática es posible una investigación totalmente análoga a nuestra investigación de la psicología. Es tan poco una investigación matemática como la otra lo es psicológica. En ella no se calcula, por lo cual no es, por ejemplo, logística. Podría merecer el nombre de una investigación de los “fundamentos de la matemática”.
Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, II, XIV
I
MACADAN
Desembalaje
Apurada, cosa de entrar y salir para recoger el correo, estacioné el auto delante de mi casa, en el lugar reservado a los colectivos. Entre los sobres encontré finalmente la única carta que me había sido dirigida.
“Estimada señora, usted aceptó enviarme un artículo para una obra colectiva sobre la desinstitucionalización. Después de consultar con nuestro comité científico de lectura, se ha comprobado que su texto plantea cierto número de dificultades:
“- Respecto al título general, “Locura y lazo social”, así como a los subtítulos, son demasiado elípticos y no sugieren nada al lector;
“- Su estilo demasiado literario, a menudo demasiado subjetivo, difiere por su tono general de las otras contribuciones y afecta la armonía de la obra.
“Contrariamente al compromiso que había asumido con usted, su texto es entonces difícilmente publicable en estas condiciones. Por lo que le pido hacerle modificaciones de forma, ya que el contenido sigue siendo interesante. A ese efecto, le envío un modelo de normas, a fin de que pueda inspirarse en él para rehacer el texto.
“Esperando que acepte estas sugerencias, a falta de lo cual lamentaremos renunciar a la publicación de su contribución, reciba, estimada señora, mis más distinguidos saludos.”
Una segunda hoja presentada el modelo al que debía adecuarme:
“Capítulo I. Propagación de fibras ópticas.
I.1. Propagación de rayos luminosos.
I.1.1. Ecuación de propagación de una onda plana armónica.
I.1.2. Definiciones esenciales.
I.1.2.1. Rayos luminosos.
I. 1.2.1.1. La dipotra eléctrica.”
Toda esta electricidad no me movió ni un pelo. Había olvidado completamente la existencia del escrito que la dama firmante me había reclamado, y aceptado con entusiasmo, un año antes. ¡Cosa prometida, cosa indebida! Por otro lado, ¿qué importaba? Metiendo esos papeles en mi bolso, atravesé la vereda hacia mi auto mal estacionado.
Era casi de noche, estaba húmedo y frío. El sol se ocultaba, brillante aún. Mi bolso se rehusó a darme las llaves de mi auto y al darse vuelta vomitó todo su contenido sobre el asfalto.
- ¿Estamos desempacando? ¿Vaciamos el bolso?
Un joven estaba agachado a mi lado. A pesar de la penumbra de fin de octubre, creí adivinar su ropa usada, su aspecto cansado. Algunas monedas tintineantes rodaron por la alcantarilla, que él recogió, levantando de paso cartas y sobres, diversos papeles de identidad y garabatos esparcidos. Intenté atrapar al vuelo El espíritu y la materia, pero el libro del médico jefe se destrozó antes de aterrizar en la alcantarilla. Limpiándolo con el revés de su manga, el joven le lanzó una ojeada. El libro destrozado me pareció totalmente desnudo sin su tapa. Le confié mi infortunio al desconocido. No se sorprendió demasiado.
- Esta aventura no es tan extraña para una noche de Samain.
Cuando se levantó, quise darle una propina. La rechazó y amagó con irse. ¿Lo había ofendido? ¿Estaba apurado?
El brindis del médico jefe me vino a la memoria.
- Samain ¿quiere decir la Fiesta de Todos los Santos?
- Esa noche se abre el pasaje entre los vivos y los muertos.
La perspectiva me ensombreció. Ariste había esperado la apertura de ese pasaje para partir. ¿Y si la aprovechaba para volver?
El hombre frunció las cejas.
- ¿Algo no anda bien?
- Vea, yo no creo en los fantasmas... En fin, nunca se sabe... ¿Adónde cree que se encuentra ese pasaje? ¿En los hospitales? ¿En las bocas del subte?
- ¿Dónde obtuvo esa información?
- Esta mañana pasaron tantas cosas en el hospital, raptos, desapariciones...
- Tiene demasiada imaginación. El único nombre registrado históricamente para ese pasaje es Avalón.
- Ya veo, usted toma la autopista del sur, la salida después de Vézelay...
- No del todo. Avalón es una isla perdida y se dice que está gobernada por nueve mujeres. A su cabeza está el hada Morgana. El camino para ir allí se encuentra sólo por azar, cuando no se lo busca.
- Ya lo sé. En el hospital donde trabajo hay una sala bastante parecida. Por pura coincidencia encontré su acceso esta mañana. Pero dígame, ya que parece tan informado, ¿podría indicarme cómo encontrar una tierra de manantiales?
- A mi también me gustaría encontrar una. Lo siento, no puedo ayudarla. ¡Adiós, pues! Quizás hasta pronto.
Me hubiera gustado saber su nombre. Tal vez él había registrado el mío por mis papeles. Con los ojos fijos en su silueta que se achaparraba en la penumbra, permanecí plantada en medio de la vereda. Una sospecha de déjà-vu me invadió. Sin embargo, no se parecía a Ariste. Para nada.
Malabarista
Tal vez a un hombre vestido de oscuro, de aspecto cansado, que había encontrado en Alemania el verano anterior, en un estacionamiento.
Atravesando ese país durante las vacaciones, había ubicado Holtzminden en el mapa. La guía publicitaba esa “estación turística, su verdor, su clima”, sin mencionar ningún tipo de campo. Ariste debió fabular. En esa maniobra negacionista, el azar entró en juego. Estaba escrito que no vería nunca ese lugar encantador. Un error de señalización en una intersección me llevó hacia el este, hacia la antigua frontera de las dos Alemanias. Salí de la carretera en dirección a Eisenach, donde estaban “la casa natal de Bach y el castillo de la Wartburg, sitio privilegiado de las justas poéticas de los Minnesänger, con su célebre Tannhaüser”.
En el estacionamiento, esperaba el autobus que mi guía aconsejaba tomar para subir la cuesta y que no venía. Nadie a la vista, salvo un desconocido que me miraba furtivamente desde un banco de madera, con la nariz metida en el diario. ¿Agente de la Stasi? Ese era un tiempo pasado, estaba delirando, ya no sabía qué había venido a hacer en ese alquitrán fisurado en medio de la nada. El estacionamiento y la Wartburg me parecieron entonces tan irreales como ahora el pavimento y el auto mal estacionado. Ningún autobus ni Burg en el horizonte. Y para colmo de males, ese hombre con pinta de alguien del asilo a guisa de Tannhaüser.
Me hacía señas al menos mágicas, porque en el momento en que perdía toda esperanza el autobus apareció, vieja catramina bamboleante de donde salió un conductor a la antigua. Tamborileó sobre el vidrio de su reloj para indicarnos que no partiríamos hasta que se cumpliera el tiempo reglamentario.
El autobus permaneció desesperadamente vacío a pesar de la espera. Sin embargo, el hombre no encontró un lugar más conveniente que el asiento de enfrente. Adopté un aire turístico para mirar por la ventanilla las calles poceadas por las obras en curso que atravesábamos a los saltos yendo cada vez más alto.
En inglés, que no manejaba mejor que yo el alemán, el tipo me preguntó si era americana. Sólo francesa, me pareció decepcionarlo. Entonces sacó de su bolso un trapo sin más color que su ropa y se lo puso de sombrero. “Musik, Musik”, dijo con una risa tonta. Disfrazado con ese sombrero ridículo, volvió a hacer gestos grotescos que no comprendí y de los que no quería comprender nada. Podía muy bien estar loco, yo estaba de vacaciones, nada de transferencia por ese día.
Luego de muchos zig-zags, el autobus se detuvo en otro estacionamiento de negro asfalto ardiente, atiborrado de Mercedes que habían podido acceder allí ¿por qué milagro? Comprendí que mi guía de Alemania del este debía ser de otra era, de antes del individualismo salvaje. Era la oportunidad de desembarazarme de mi compañero. Él me hizo señas de seguirlo a través del bosque. Ilógica, obedecí de mala gana, movida por un encanto que olía más bien su desencanto.
El sendero subía, escarpado, atravesaba los zig-zags de la ruta para desembocar en una Wartburg medieval soñada tal cual era. Sin ocuparse de mí, el hombre se puso su proyecto de sombrero que, en ese contexto, tomó la apariencia de un bonete de loco, y sacó de su bolsillo una flauta dulce de la que extrajo algunos sonidos.
No tuvo que esforzarse mucho para parecer un bufón. Aproveché para alejarme rápidamente y me mezclé, pasado el puente levadizo, con una visita guiada de la que no comprendí una sola palabra, salvo Élizabeth de Hungría, Lutero, Wagner, Tannhaüser, Minnesänger. ¡Finalmente en buena compañía! Por poco tiempo. El trovadorismo de los frescos neo-góticos de la gran sala me arruinó el placer. La atravesé al galope, empujada por racimos de adolescentes que, sin miramientos de ningún tipo seguían el sentido de la visita, enchufados a sus walkmans. Una última ola me propulsó hacia la salida.
El hombre estaba todavía ahí. Había franqueado la grada y se había parado en el primer patio, con su coqueluchón ridículo, y hacía malabarismos con tres bolas. Lo miré largo rato lanzar, escapar, correr tras las bolas, recomenzar, después me aproximé para darle unas monedas como los demás. Me dijo que no con la cabeza.
Nuevamente sola en el autobus que me llevaba de regreso al estacionamiento, pude ver mejor la ciudad que se maquillaba a la moda del oeste. Las paredes reavivaban sus colores contrastando con la ropa de tonos apagados de los habitantes, que parecían aturdidos al ver a los diablos apoderarse de su ciudad.
El chofer me hizo señas de que, desechando el reglamento, me llevaría a hacer un paseito de carroza. Luego de pasar por la casa de Bach, de paredes amarillas de oro resplandeciente, tuve de golpe la visión del camarada dejado allá en lo alto como un malabarista renacentista, fatigado por haber dormido tanto tiempo, surgido en la línea de demarcación mal borrada para recomenzar sus malabarismos como verdadero loco que era, encantado, intentando sus gestos adormecidos resucitados de un sueño de varios siglos.
Me ví descender del autobus sobre el macadán, tranquilizada por ese hombre de otra era que había creído reconocer en los rasgos del desconocido fraternal.
¡Gato!
El ruido de la calle había cesado. Un resplandor me hizo levantar la cabeza en dirección a la casa que acababa de dejar.
Mi edificio con las ventanas iluminadas parecía una calabaza de Halloween, riéndose de mi desventura a todo portón. ¿Qué venía a hacer aquí ese Jack´o´lantern de cabeza de muerto anaranjada? Creí que había partido a los Estados Unidos, emigrado definitivamente desde la última guerra y sin duda juzgado indeseable en los cruces de los campos, donde todavía se le aparecía a nuestros padres en Saboya en vísperas del día de Todos los Santos. Éste me pareció particularmente cínico e inquietante. Por sus aberturas brillantes ví pasar, rápidas, sombras animadas.
Un peatón remontaba el boulevard a grandes pasos. Lo miraba sin verlo. Una raya amarilla le cortó prestamente el camino y desapareció en la sombra. Un gato, probablemente. Cuando llegó a mi altura se detuvo.
Al escuchar el tiembre de su voz, supe que era él, el hombre de la pipa, sin pipa esta vez. ¡Finalmente en región conocida! Tomó la delantera:
- Ya nos hemos encontrado en otras circunstancias. Ahora puedo salir del anonimato.
Inclinándose a la moda germánica, se presentó:
- Erwin Schrödinger, uno de los padres fundadores de la física cuántica.
Su título me dejó fría. Lo conocía como tal desde épocas lejanas. A veces tomaba, bajo la calle Erasmo, un subterráneo hacia los laboratorios donde se experimentaba la mecánica ondulatoria. Él había escrito artículos sobre las ondas y las partículas de luz... El modelo ansiado me golpeó en plena cara. Mi cambio de color no escapó a su sentido profesional de la observación.
- No se enferme por una herida en su amor propio cuando estamos en plena crisis, al borde del derrumbe. Apresúrese más bien a reconsiderar la maniobra inicial, es urgente.
Impresionada por el tono imperioso de semejante sabio, ni siquiera intenté captar el sentido de esa maniobra. De golpe tuve una sospecha:
- Dígame, ¿le debo a usted el haber retozado entre los locos de antaño?
Alzó los hombros con una mueca modesta:
- Oh, eso no es difícil... Podría, si quiere, evocar inmediatamente los RSI de la India védica.
- ¿RSI, la sigla Real, Simbólico, Imaginario abreviada por Lacan?
- ¿De qué me habla? Los Rishi son poetas inspirados, autores de los “Vedas”. Ya le aconsejé leer los “Tratados del sacrificio”. Encontrará ahí el medio de volver a poner en marcha la palabra y el tiempo, sobre todo en la confusión de los apocalipsis periódicos en los que se especializan las épocas hiperracionalistas. Le repito, si no revisamos la maniobra inicial, estamos perdidos.
- ¿Pero qué es exactamente esa maniobra?
- Una verdadera hazaña que hizo nacer la ciencia hace veinticinco siglos evacuando al sujeto y a sus pasiones. Justamente, regreso de un debate en un colegio no lejos de aquí...
Yo ya no lo escuchaba. Las llaves de mi auto acababan de aparecer milagrosamente en mi bolsillo y me apuré a salir del corredor del colectivo que llegaba a toda velocidad. Sin duda fue a presentar su libro al Colegio de Francia, supuse, celosa, descendiendo hacia el garage...
II
COLEGIO
Diálogos
En un santiamén estuve en casa. El teléfono sonaba cuando entré. ¿Qué otra catástrofe me anunciaría?
Mi “hola” no tuvo nada de amable, no más que la voz de hombre en el otro extremo del cable que se presentó como el compañero de uno de mis colegas, el interno del dispensario. Pidió disculpas por llamarme tan tarde. ¿Podía recibirlo enseguida? Era ahora o nunca. Una vez bastaría, le horrorizaba lo que se prolongaba demasiado.
Por espacio de un segundo creí que se trataba del desconocido de la vereda, como si, en el desorden de mis papeles, hubiera tenido tiempo de registrar mi nombre, mi número de teléfono, mi profesión. La impresión penosa de estar a disposición de todo el mundo hizo que, sin reflexionar, le diera a la voz anónima un turno apresurado para dos días después, el siguiente a la Fiesta de Todos los Santos. Luego, recordando que estaba de vacaciones, quise rectificar. El había colgado sin darme sus coordenadas.
¿Dónde tenía la cabeza? Quise adoptar una actitud razonable. Nada más normal, un paciente es un paciente como un comité científico es un comité, no hay de qué hacer un drama. Pero esta ausencia de drama que no tenía motivos para enervarme insistió de todos modos para impedirme dormir.
Tomé por somnífero el libro del médico jefe. Verifiqué el sub-título: se trataba de las Tarner Lectures pronunciadas en Cambridge en 1956 por Erwin Schrödinger. El hombre de la pipa no me había mentido.
Bien instalada, tuve la esperanza de terminar esa ruda jornada conversando al filo de las páginas y acunándome con dulces ilusiones. Quien sabe, en una de esas el maestro de las ecuaciones me ayudaría a comprender mi desconcierto.
Fue más fuerte que yo, comenzó un diálogo del que doy cuenta escrupulosamente, teniendo por toda excusa que el mismo Descartes cedió a eso, privilegiando para sus investigaciones los momentos entre vigilia y sueño. Al menos él se cuidaba de ocultar sus escritos, me había dicho Yvain, el físico africano, y de callar el nombre de los fantasmas que le soplaron una ciencia admirable, el 10 de noviembre de 1619, víspera de San Martín.
Sueños cartesianos
¡Casi un aniversario! Saltando sin pensar de una cosa a otra, como me habían enseñado los tontos, me levanté para verificar si en mi ejemplar Descartes también tenía pesadillas. En efecto, su biógrafo informa que como ignoraba si se trataba de sueños o de visiones, el soñador decidió que se trataba de sueños e hizo de ellos la interpretación mientras dormía, antes de que el sueño lo dejara.
Luego de dos pesadillas en las que fantasmas y grandes vientos del más allá lo voltean a cada paso, un estrépito lo llenó de pánico, seguido de destellos expandidos en su habitación. Lo saca de su espanto un tercer sueño, en el que aparecen y desaparecen un gran número de libros, entre ellos un “Diccionario de todas las ciencias” y un “Corpus poetarum”, cuyas primeras palabras son Quod vitae sectabor iter - ¿Qué vía seguiré en la vida?
Poco a poco, su miedo mortal se calma. Según una nota, entre los fantasmas se encuentra quizás el de su madre, muerta cuando él tenía un año, en el parto de un hermano nacido muerto cuya existencia se le ocultó, de modo que siempre creyó haber sido él quien, al nacer, había matado a su madre.
Le encanta sobre todo el “Corpus des poètes”. Discurso del Otro, diría Lacan, tesoro de significantes luego del ruido sin nombre. Descubre allí la interpretación de su deseo y la vía a seguir en su vida: porque no creía que debiera sorprenderse tanto al ver que los poetas, incluso aquellos que no hacen más que tontear, estuviesen plenos de sentencias más graves, más sensatas y mejor expresadas que los espíritus de los filósofos. Atribuía esa maravilla a la divinidad del entusiasmo y a la fuerza de la imaginación, que hace salir las simientes de la sabiduría con mucha más facilidad y mucha más brillantez que lo que puede hacerlo la razón filosófica.
Siguiendo mi pendiente dialógica, Descartes me aconsejaba entonces tontear. Después del desmentido infligido a mis tonterías anticientíficas, necesitaba toda su autoridad. Quién sabe si su genio maligno no era el primo hermano de la calabaza sardónica que se había encarnizado en hacer desaparecer mi artículo e incluso mi identidad, que yo estaba dispuesta a dejar caer si ese desconocido, en la esquina de la calle, no lo hubiera recogido.
Me detuve rápidamente sobre esta pendiente maníaca, golpeada de frente por el veredicto secreto, digno de...
-...La Inquisición, dígalo francamente, pero no exageremos, pasada por las Luces y muy edulcorada.
- No me atrevía a pensarlo...
¡Se me escapó! Respondía a Schrödringer quien, con la pipa en la boca, se había instalado con naturalidad en un sillón, frente a mí.
Me dijo que volvía, no del Colegio de Francia -¿qué había fantaseado yo?- sino de un colegio del barrio donde su libro había sido presentado, junto con el de un biólogo, a una juventud supuestamente apasionada por la ciencia. No, no era el Colegio de Clermont sino otro, más antiguo todavía, cuyo nombre no recordaba.
Psicociencia
Parecía muy excitado. Esa exposición y esa juventud le recordaban la suya en Viena y los momentos que había pasado conversando con su padre, más apasionado por la biología que por el negocio de hule que había heredado. Por otro lado, después de la guerra del 14, el negocio y luego su padre habían desaparecido, dejando a su madre en el desamparo, y a él, joven investigador, sin recursos para ayudarla. En esa época la investigación casi no daba de comer a su hombre. Toda su vida lo había atenazado la angustia de fallar, pero por el momento se encontraba de excelente humor.
- Bravo por el colega, no se quedó atrás. Créame, la performance no era fácil, yo pasé por eso. Siempre creí que mi deber era alertar al público cuando provocamos revoluciones científicas. Respecto a eso, el eminente cofrade me pareció un poco retrasado. No prejuzgo sus experiencias, pero su idea de la ciencia es un poco del tipo estímulo-respuesta. Sea lo que sea, todo París no tiene ojos más que para el hombre neuronal. Debió seguirme en el taxi, se perdió la oportunidad de instruirse.
Mi aspecto contrariado le causó gracia.
- ¿Usted añora la sinapsis? El momento más cómico fue la discusión. Incluso había psi para rechazar el rol del encéfalo. Un matemático los puso en su lugar produciendo la ecuación del caos que regula sus neuronas. Nadie comprendió si hablaba en sentido propio o figurado.
Yo mismo no entendí más un comino. Nuestro biólogo tampoco se sintió cómodo. Con fuerza, hay que reconocerlo, comentó el esplendor de nuestras conexiones y desconexiones cerebrales. Casi nos convenció de localizar la personalidad en la cabeza. Estábamos bajo encantamiento... De repente el dios Marte lo exaltó al punto de lanzarlo en guerra contra su oficio.
- Habrá encontrado algunos paladines psi. La tentación de cruzar lanzas es grande. Freud siempre relojeó en el terreno de los biólogos vecinos sin darse cuenta que excitaba su humor revanchista. Combate muy desigual por otra parte, porque el psicoanálisis se expresa en lengua común a pesar de los esfuerzos de jerga, mientras que de sus fórmulas químico-eléctricas nadie comprende nada.
- ¡No me diga! Debería haber visto los monstruos psicomatemáticos que daban a luz sus colegas. Sea lo que sea, la ubris neurocientífica no conoce límites. ¡Parecía Picrochole1 al asalto de la totalidad del saber! Saltando alegremente de los neurotransmisores a la psicología, después a los trastornos mentales por una sucesión de saltos cuánticos macroscópicos totalmente impredecibles en su psiquismo cognitivo, el orador dejó poco a poco la fisiología para entrar en el dominio reservado a los psicólogos y a los lingüistas, deplorando de paso que los datos biológicos faltaran de manera tan cruel. Con valentía, téngalo en cuenta, es él quien lo dice, formula hipótesis con la esperanza de verlas, tarde o temprano, sometidas a la prueba de la experiencia.
Eslabón perdido
- ¿Qué es lo que le molesta? ¿Le niega el derecho a visitar disciplinas vecinas?
- Por el contrario, estoy a favor de eso.
- Entonces, ¿qué tiene que decir? Por experiencia psicológica o lingüística él entiende ciertamente hablar con los sujetos de su experiencia.
- ¡Usted predica a sus santos, de acuerdo! Él no lo entiende así. El “sujeto” no le interesa. Poco importa, su coraje, en efecto, fue inmenso. Sin encontrar la menor resistencia se puso a producir el eslabón perdido entre la sinapsis de base y el espíritu pensante. En el colmo de la audacia, se las tomó con bestias microscópicas como la aplysia o la dafnia, un minúsculo crustáceo de lo más encantador que usted arroja como alimento a sus peces rojos sin darse cuenta para nada de que son nuestros parientes próximos. Hubiera visto con qué cuidado, punto por punto, de sinapsis en sinapsis, como usted y yo disecamos una langosta, él descascaró los trastornos psíquicos de la caja craneana. Lo más tranquilizador es que dice que es así y de ninguna otra manera.
Con qué certeza ve nuestra alma en nuestra cabeza, mujercita de su casa ocupada sin pausa en hacer la limpieza de las neuronas. Cuando asoma una lágrima en su ojo, ella barre rápidamente el trayecto de las glándulas lacrimales hasta sus secreciones, velando de bruma sus pobres globos tristes, desde el órgano central animado por un incesante latir de pulsaciones electroquímicas regulares, transmitidas de célula nerviosa en célula nerviosa, a través de centenas de miles de contactos establecidos o bloqueados durante cada fracción de segundo, por intercambios químicos y otras reacciones todavía desconocidas... Todo eso para causar tristeza en su esfera privada hasta el fondo de usted misma, ese que nadie puede comprender...
- Habrá tomado al pie de la letra el “Proyecto de una psicología para neurólogos” como modo de empleo del sistema psíquico in vivo, acorralado en la intimidad del cerebro. Freud describe allí el psiquismo en una selva de croquis que representan neuronas, dendritas y sinapsis que supuestamente filtran la energía monstruosa que viene del real, a través de una sucesión de tamices designados por letras griegas. Su hombre habrá confundido las palabras con las cosas y el esquema freudiano de las funciones Psy, Phi y Omega con un scanner. Sin sospechar que Freud hablaba en lenguaje neuronal de un psiquismo ligado al hecho de que hablamos, situado entre los hombres y no solamente en el encéfalo. Debió aconsejarle que leyera a Wittgenstein.
- Él lo puso de su lado.
- ¡Cada cual con sus manías! En la época del “Proyecto” Freud estaba apasionado por los trabajos de Wilhem Fliess, quien calculaba rigurosamente la fecha de nuestra muerte en función de los períodos de nuestras reglas, y cosas por el estilo.
- Mi manía es ser poeta. Mis ecuaciones no hubieran podido salir a la luz sin esa inspiración. Como dice su poeta2, la naturaleza es un templo... No me acuerdo más... una selva de símbolos... de confusas palabras... Espere, ya recuerdo el último verso: unir los transportes del espíritu y de los sentidos. Eso es lo que me importa. Por ahí hice algunos poemas de los que no me avergüenzo. Ignoro si pasaron a la posteridad.
No me atrevía a decirle la verdad. La posteridad, autorizada por Stephan Zweig los juzgaba buenos para el consultorio –como Alceste al soneto de Oronte. Felizmente no telepateábamos y continuó como si yo no hubiera pensado nada.
- Nuestro biólogo está tan poco dispuesto a unir los transportes de su espíritu y los de sus sentidos como las materias grises que tiene bajo su escalpelo no están en condiciones, se lo aseguro, de dejar salir ni las menores palabras confusas. ¡La selva de símbolos en ruinas! Sólo cree en las neuronas, es una idea fija, como el otro en el pulmón.
Paralismo desorientador
- Me parece que es muy severo... Usted dice que no son más que hipótesis...
- Precauciones puramente oratorias... En el torrente de elocuencia, el argumento de autoridad hizo el resto. No olvide que estamos en territorio sorbonícola3, en un colegio fundado en el siglo de Robert de Sorbon. Vi la fecha inscripta en la fachada.
- ¡Es inútil que lo ataque, su hombre me hace soñar! Forma parte de una vanguardia que revolucionó la Edad Media. Desde esta mañana lo sé de primera mano. La psiquiatría de la época no era tan mágica sino más bien racionalista, e incluso ya aferrada al cerebro. Hipócrates se levantaría de su tumba si viera a su enfermedad sagrada caer desde tan alto.
- No me dice nada nuevo. Es lo mismo que yo le decía; Anny, mi mujer, pasó por los tratamientos más delirantes. Parece que la locura estaba en su familia...
- De golpe se vuelve genetista para sacarse un peso de encima. Sin ofenderlo, por lo que se cuenta, ella sufrió por sus infidelidades.
- ¡No se rebaje a secretos de alcoba! Me decepciona. Ella me presentaba a sus amigas y casi me obligó a dar lecciones particulares a dos encantadoras gemelas. Ya no sabía dónde poner la cabeza4, y cuando digo la cabeza... ¡Pobre Anny! Ella también tenía sus príncipes encantados. ¡Lo que debió contarle a Drudy!
De hecho, él tenía un proyecto de libro que quería titular “The Danger of Words”, el peligro de las palabras.
- Fue publicado.
- ¡Qué época curiosa! Cuando Wittgenstein llegó, como yo, a refugiarse en Irlanda, estaba también muy deprimido. La nazificación de Austria nos volvía locos, a tal punto que yo me inflamaba por cualquier falda y él por su profesión... Psicoanalista, ¡qué idea!
Yo fruncí el ceño:
- No hablemos más de eso, por favor.
- Deje de protestar. Si sigue rezongando, me voy. Drury me dijo que su gran hombre era de mi misma opinión: nunca, nunca jamás, un saber más preciso sobre el sistema nervioso nos permitirá ver más claro en los espíritus. Mi amigo Scott Sherrington, que obtuvo el Nobel en 1932 por sus trabajos sobre el arco reflejo y las neuronas, proclamaba también a quien quería oírlo que la fisiología no conducía al espíritu sino al cerebro como standard telefónico.
Aunque hoy en día el estadio del teléfono haya sido largamente sobrepasado. El cerebro se convirtió en una computadora sobre la que cualquier chiquillo del colegio adonde fui podría darme clases. El último truquito de nuestra vida interior es ya una cámara que registra nuestros pensamientos antes de que sean articulados. Muy pronto verá al espíritu sentir, pensar, soñar quizás, en proyección sobre una pantalla. Falta saber el espíritu de quién. ¿Del sabio que observa las sinapsis del otro? Sería mejor dedicarse al “conócete a ti mismo” del dios de Delfos.
A propósito, esta mañana Wittgenstein nos citó un párrafo bastante cómico donde compara la psicología a la física. ¿Podría recordármelo?
De mala gana me levanté para hojear las “Investigaciones”. Reconocí en seguida el párrafo que me reclamaba:
- Paralelismo desorientador: la psicología trata de los procesos en la esfera psíquica como la física en la esfera física. Ver, oir, pensar, sentir, querer, no son objetos de la psicología en el mismo sentido en que los movimientos de los cuerpos, los fenómenos eléctricos, etc. son objetos de la física. Esto lo ves en que el físico ve, oye estos fenómenos, reflexiona sobre ellos, nos lo comunica, mientras que el psicólogo observa las manifestaciones (el comportamiento) del sujeto...
Él acusa a la psicología de ser más realista que la reina de las ciencias, la física.
- La más humilde al contrario... Nosotros los físicos supimos siempre que éramos tributarios de nuestros sentidos, aunque fueran reemplazados por los aparatos más perfeccionados. Mientras que las ciencias humanas hacen como si nada de esta materia humana los tocara. Creen imitarnos al legitimar su objetividad sobre nuestro ejemplo y, de hecho, pierden el sujeto de su tema [le sujet de leur sujet].
III
EL LLAMADO DE SCHRÖDINGER
Respecto al sujeto5
Se había levantado para ir y venir por la habitación, deteniéndose por momentos para pensar en voz alta.
- Naturalmente, un racionalista puede sentirse tentado a zanjar brutalmente esta cuestión, como en ese colegio, mediante el análisis de las funciones nerviosas, descendiendo en la escala de los seres... Todo eso es pura fantasía, tan irrefutable como indemostrable, sin ninguna utilidad para el conocimiento.
Creí haber metido la pata sin darme cuenta.
- Está bien. Por favor, hablemos de otra cosa.
Su agitación me daba vértigo. Le advertí que si continuaba iba a apagar la luz. ¡Inútil! Siguió deambulando en la oscuridad. Pude atrapar al vuelo pizcas de palabras que ya le había escuchado en la explanada. Se trataba de teatro de sombras, de extraña falla que podría no haberse producido, de precio a pagar, de errancia, y de nuevo de un curioso estado de cosas. Finalmente se detuvo y me interpeló con voz potente:
- Este mundo que la ciencia nos entrega incoloro, frío y mudo, tan horriblemente objetivo, sin lugar para el espíritu ni para sus sensaciones, ¿usted lo ve, lo siente, lo oye?
Sin querer saber más nada, volví a encender la luz:
- Así va el mundo, científicamente hablando, ¿no?
Reaccionó con arrogancia:
- ¿Cree que el mundo existe por sí mismo, objetivamente?
- ¿Usted no?
- Y si nadie mira ese mundo, ¿cree que existe? ¿No es como una obra de teatro frente a una sala vacía? ¿Podemos siquiera llamar con ese nombre un mundo que nadie contempla? ¿Ha existido siquiera?
- ¡Cálmese! Desde esta mañana, me parece haber estado experimentando esos mundos que nadie contempla. ¿Ya se olvidó de lo que le conté?
En la habitación cuadrada o en la gran sala del hospital, quise sentarme en esos bancos vacíos de los que habla. Como no pasaba nada, intenté alejarme. ¡Demasiado tarde! Comprendí rápidamente porqué nadie quería sentarse en ese lugar. En menos tiempo del que uno tarda en levantarse, el combate con esas sombras que menciona ya comenzó. Aunque se hubiera encogido en el banco y se hubiera hecho un ovillo sobre su neutralidad...
- Ya no hay límite entre el escenario y la sala ni tampoco entre el actor y el escenario, ¿no es cierto?, dijo suavizando el tono.
- Hay peligro, sobre todo...
Schrödinger me miró de arriba abajo:
- Conozco los riesgos de esas exploraciones; comprenda mi preocupación. ¿Se ha convertido nuestra ciencia en un Minotauro que exige su lote de sacrificios humanos? Veo progresar esa monstruosidad desde hace mucho tiempo. Por lejos que la ciencia del cerebro pueda llegar, no encontrará nunca la personalidad, el horroroso dolor, la angustia enloquecedora que yo mismo he sentido...
- ¿Usted mismo?
Némesis científica
Me miró de frente, extrañamente calmo en ese momento.
- Los hombres y mujeres para quienes este mundo se iluminó con un fulgor excepcionalmente brillante, están más desgarrados que otros por los horrores del conflicto interior... Y sin embargo, sin ese conflicto, no se hubiera engendrado nada perdurable. Y éste es el punto. Si estoy aquí esta noche, donde por otro lado no pensaba hacer más que una aparición, es para lanzar un llamado a los psicoanalistas para que nos saquen del impás en el que estamos.
- Viniendo de las ciencias exactas, es un signo inesperado.
- La ignorancia y el desprecio frente a su disciplina no provienen de la gente que sabe demasiado sino de aquellos que sobreestiman su saber. En mi tiempo, apenas nos atrevíamos a confesar nuestra curiosidad por el psicoanálisis, hubiera sido un ultraje, un crimen de lesa ciencia. Mi compatriota Kurt Gödel, como usted sabe, corrió el riesgo. Murió de inanición en 1978, en Princeton, convencido de que los médicos querían envenenarlo. Y no fue el único que padeció de esta mentalidad, altamente calificada en el plano científico pero perfectamente atrofiada para el resto.
- Se dice bajo cuerda que se interesaba por los fantasmas y los extraterrestres. Que escribía filosofía en secreto.
- Exacto. Su único confidente en Princeton fue Einstein, con quien le gustaba pasear. Después de la muerte de este último, abandonado a su suerte, Gödel habría delirado, si creo en los rumores que dejó filtrar la familia científica.
En tiempos de Demócrito hubiera sido diferente. Imagine si lo hubiera visitado, en Abdera. Estoy seguro de que, además de las preguntas sobre los átomos y la infinitud de los mundos, no hubiera dejado de interrogarlo sobre esos simulacros que lo atormentaban. A menos que le hubiera confiado las angustias que siguieron al éxito de su teorema o preguntado qué vía seguir en la vida. ¿Podemos imaginar hoy semejante conversación, tan heteróclita, entre un estudiante del colegio al que fui y su profesor de matemáticas?
- Excepcionalmente.
- Por mi parte, siempre tuve terror de los desvíos occidentales, que proceden por oposición de doctrinas. Prefiero, como en Oriente, tender hacia un acuerdo subyacente. Este eco es tanto más urgente cuanto que nuestra época atraviesa una fase excesivamente crítica para las ciencias fundamentales y para la vida emocional de la humanidad.
Poblaciones enteras son privadas de su confort y de su seguridad por masacres, genocidios, un desamparo fuera de toda medida, esperanzas muertas, la perspectiva de una catástrofe inminente y, sobre todo, por la ausencia de confianza general en la prudencia y la honestidad de los dirigentes.
- Qué quiere, es la costumbre. La demagogia se erigió en ciencia de la imagen, apoyada por las estadísticas. Basta que se nos sobe el lomo para que aceptemos cualquier cosa.
- Somos un poco responsables, yo y otros de la escuela de Copenhague. Por culpa nuestra la ciencia ya no es lo que era.
- ¿No es darle demasiada importancia a la revolución de la que usted se jacta?
- ¿Por qué? ¿Cree estar en condiciones de juzgarla?
Nuevamente parecía impresionante. Creí conveniente hacer una maniobra de repliegue.
- Debo confesar que he olvidado un poco lo que me dijo en la explanada.
Inversión de la flecha del tiempo
- En primer lugar le dije que en el mundo de las partículas, el espacio y el tiempo perdieron su estatuto de marco de referencia. Ya no son el escenario sobre el que nos representamos su movimiento y sus interacciones mutuas. La distinción entre el actor y el escenario ya no es pertinente. Porque, se lo repito, la propagación de algo bajo la forma de un campo o de una onda se convierte en la forma del espacio-tiempo mismo. El tiempo ya no es ese Cronos inflexible y puede haber inversión de la flecha del tiempo.
- Ya lo sé. Lo aprendí a costa mía en momentos catastróficos durante un análisis. En esos momentos, la distinción entre pasado y futuro, adentro y afuera, aquí y allá, pierde todo sentido y el campo definido por la sesión se convierte en el único marco de referencia, la única forma de espacio-tiempo. ¿Se da cuenta de lo que quiero decir?
- No realmente. Si me diera un ejemplo....
- Tuve esa experiencia por primera vez, hace ya mucho tiempo, con una paciente hospitalizada en el primer hospital del que le hablé. Ella confundía todo el tiempo los límites entre nosotras e invertía la temporalidad hasta en el uso de los tiempos conjugados. No tenía referentes. Ora rejuvenecía, ora “era más vieja que la tierra”. Me acuerdo que decía: “vamos a hablar del tiempo nómade; el fluido, es el aire del tiempo que entra en nosotros”. La llamábamos Sissi.
- ¿La emperatriz de Austria? Ese nombre hubiera debido impresionarme.
- En la explanada, me cuidé de no hablarle de ella. Sentía demasiada vergüenza por la manera en que me había echado a la calle, como si fuera una indecente. La hubiera creído poseída por la furia de Madre Tonta. Sin embargo, al escucharlo, me parece que su nuevo paradigma le conviene... Me dirá que no hay que saltar de este modo por encima de las fronteras de nuestras disciplinas...
- Puede rapiñar nuestra huerta. Siempre juzgué lamentable esa geografía de regiones separadas, en las que mutuamente una funciona como el infierno de la otra. Ese muro que aísla nuestra ciencia de los otros modos de conocimiento es un atolladero.
Entre las dos guerras les decía a mis alumnos que no perdieran nunca de vista el rol que su búsqueda jugaba en la tragicomedia de la vida humana. Conserven siempre el contacto con la vida y mantengan siempre la vida en contacto con ustedes. Si no son capaces, a largo plazo, de explicar a cualquiera lo que hacen, su actividad habrá sido inútil.
¡Época singular! Como me lo hacía notar Dodds, un colega helenista en Oxford, la escalada del racionalismo y de los progresos científicos va siempre acompañada de un ascenso paralelo de la brutalidad de los integrismos. De manera que, decía, nunca se ha perdido tanto trigo con tan poca paja como en las épocas llamadas esclarecidas. Ahí está el peligro, cuando un conglomerado incoherente que se llama una cultura está a punto de desplomarse. Me hacía observar que los verdugos del mundo entero no tienen nuestras prevenciones y abrevan sin complejos en las disciplinas más diferentes para descerebrar a las personas.
Pérdida de identidad
Llego lógicamente a mi segundo punto, que recae sobre la pérdida de identidad. Volvamos al punto de partida, que se refería a lo infinitamente pequeño de las partículas. Hasta ahora, el hecho de que ellas constituyeran individuos identificables era una propiedad fundamental de la materia que apenas se mencionaba por su obviedad. Ahora bien, estamos obligados a renunciar a su individualidad.
Actualmente la materia dejó de ser esa cosa simple, palpable, que se encuentra en el espacio, de la que cualquiera puede seguir la trayectoria y enunciar las leyes precisas que rigen su movimiento. Esta propiedad tiene un carácter limitado, asegurado casi sin ambigüedad cuando un corpúsculo se desplaza a una velocidad suficiente en una región donde se desplazan corpúsculos del mismo tipo. En los otros casos, esa identidad se altera.
- Sissi también me había puesto en guardia: “En ese trabajo, usted va a usar su piel, su piel desaparecerá, su boca ya desapareció”. Y agregaba: “¿Cómo se hace para pasar de un instante al otro?”.
- En efecto, si observa una partícula y luego de un brevísimo instante, en un lugar cercano, otra partícula similar, no podrá afirmar que se trata de la misma partícula a pesar de todas las razones para suponer una conexión causal entre la primera y la segunda observación.
- Por supuesto, necesitamos una pila de casos intermedios, pero en el estadio de las partículas elementales la individualidad no tiene realmente ninguna significación. A ese nivel, los hábitos del lenguaje cotidiano nos inducen a error, y el materialismo, al basarse en la creencia de que ahí hay una materia, increada, indestructible, con la que se puede contar, es completamente metafísico. Esta materia escapa a las manos que la manipulan. No obedece a la rigidez de nuestras leyes. No se puede predecir su evolución.
- Si los objetos están compuestos de elementos no individuales, ¿cómo concebir entonces la noción misma de individuo?
- Ella nace de la forma y la identidad individual no juega allí más que un rol secundario. Y esta forma no es la forma de algo... A decir verdad, sólo reconocemos espectros, los rayos espectrales, no la estructura del átomo. Sólo captamos interacciones. Es la interacción la que toma la forma de particulitas, bastante identificables cuando esta interacción tiene la forma de una pequeña longitud de onda de intensidad débil. ¿Me sigue?
- Apenas. Si pienso en Sissi, ella había hecho de la visión de formas un verdadero método. Decía: “Meterse en una visión para saber es meterse en una posición estrechamente oficial”. Yo creía que hablaba de sus alucinaciones y me sentía excluída de su mundo. Usted me aclara el asunto. Sus visiones captaban quizás los espectros de la interacción entre ella y yo, como lo único permenente en un mundo aparentemente sin lógica.
Subversión del principio de objetivación
- El límite entre el actor y el escenario no es el único que se derrumba. Sucede lo mismo con el foso que separa al espectador de la representación que está viendo. El observador se encuentra, por decirlo así, solidarizado con lo que observa. ¡Se da cuenta que aquí hay una querella! Las fundaciones planteadas en el siglo XVII por Galileo, Huyghens y Newton se bambolean y estamos totalmente perdidos, como si la ciencia se hubiera extraviado por seguir hábitos mentales muy arraigados.
Y llego a mi tercer punto, que se las toma con la tiranía del principio de objetivación. La observación hace mancha sobre el objeto observado. Lo perturba, impide que los elementos afectados por la observación puedan ser conocidos con precisión. De este modo, encontramos cerrado el acceso a algunas de sus características que, por ese hecho, permanecerán desconocidas por siempre.
- Usted toca ahí un punto sensible. No conformes con imponer otra concepción del espacio y del tiempo, algunos pacientes se convierten en los campeones de la cosificación. Nunca me acostumbré a esos momentos en que amenazan con tirarnos sus cadáveres en plena cara. Acuérdese de Georges: “Soy su cobayo, mi caso le interesa”.
- No se podría decirlo mejor. Nosotros, investigadores, debimos excluirnos como sujetos del campo que intentamos comprender. Sólo volvemos ahí en calidad de observadores no concernidos. Ahora bien, el principio de exclusión reduce el mundo de la ciencia a un teatro de sombras de la vida que nos es familiar, en el que nosotros mismos terminamos por convertirnos en sombras a fuerza de sacrificar nuestras sensaciones a nuestras ecuaciones. Créame, los totalitarismos no seducirían tanto si no se hubiera tomado el sesgo de credos cosificantes.
Es por eso que apelo al psicoanálisis. ¿Es una buena idea? No lo sé. No obstante, si éste quiere hacerse un espacio para vivir, en vez de someterse a dictámenes pseudo-teóricos, debería someter a un nuevo examen la maniobra inicial que hizo nacer la ciencia.
- ¿Quién le dio esa información? ¿Ese gato que ví en el boulevard cuando usted llegó?
El gato de Schrödinger
- ¿De qué habla? El gato de Eliot se fue con él. Yo no veo... Hace un tiempo inventé una historia de gato...
- Ahí vamos.
- ...para ilustrar la función psi de mis ecuaciones.
- ¿El que lo sigue todo el tiempo?
- No, un gato puramente imaginario, encerrado en una caja, sin posibilidades de contacto y con el siguiente dispositivo infernal: un contador Geiger es ubicado cerca de una porción tan pequeña de sustancia radioactiva que, durante una hora, puede que uno solo de sus átomos se desintegre, pero también puede suceder, y con la misma probabilidad, que no. En caso de desintegración, el contador crepita y acciona, por intermedio de un relé, un martillo que quiebra una ampolla de ácido cianídrico. Dejemos que el dispositivo funcione por sí mismo durante una hora. Se podrá predecir entonces que el gato estará vivo a condición, naturalmente, que ninguna desintegración se haya producido en ese tiempo.
- ¿Y si no se lo envenenaría?
- Exactamente.
- ¿Y qué es esa función psi que envenena gatos?
- En esa función, el gato vivo y el gato muerto están, si me atrevo a decir, mezclados, confundidos en proporciones iguales. Se acabó con la dictadura de las mediciones. Hasta ahora, para parecer científico bastaba con jugar un número suficiente de veces con un aparato de aguja aproximado a cualquier cosa. La función psi vuelve imprevisible toda repetibilidad. Entre la forma bajo la cual se la conoce y aquella bajo la cual renace, es necesario pasar por un aniquilamiento.
- Perdone mi manía por la analogía. En un análisis de locura, ese aniquilamiento es de rigor: en cada sesión debemos volver a partir de cero. Pero me pierdo... Su función psi tiene espaldas anchas. Pensar que hace un rato usted acusaba a ese pobre biólogo de crímenes horrorosos... ¿Cómo pudo inventar semejante suplicio? Querría verlo a usted encerrado en su caja negra, con su contador Geiger. Y en principio, ¿cómo hace para encontrarse frente a un solo átomo?
- Está bien, me declaro culpable. Nosotras, las ciencias duras, tenemos la habilidad de torturar el real con nuestro lenguaje, sin ningún sentimiento. Como ese mecanicista que creía poder predecir un día nuestras acciones voluntarias figurándose que obtendría en un futuro próximo la configuración y las velocidades de todas las partículas elementales del cuerpo del hombre y sobre todo de su cerebro.
Mi amigo Niels Bohr, uno de los hombres más amables que conocí, nos hacía vislumbrar la salida apocalíptica de tal procedimiento: una observación tan minuciosa como esa implicaría una interferencia tan fuerte sobre el objeto que lograría disociarlo en sus partículas elementales. Lo mataría tan eficazmente que ni siquiera quedaría un cadáver para los funerales.
Así es como martirizamos, yo al gato con su átomo y el otro a la aplysia con su sinapsis. Eso no nos molesta. Y justamente, si le parecí enervarme esta noche, fue porque pensaba en el elevado precio que debe pagar la ciencia por su falta de miramientos.
- ¿Pregona la economía?
- ¡Se trata del dinero de las investigaciones! Yo hablo del costo en vidas. Boltzmann sostuvo que si el universo tiene una extensión suficiente y dura bastante, el tiempo podría muy bien correr en sentido inverso en partes muy distantes. Pagó con su vida el atentado al dogma de la irreversibilidad del tiempo. No se ataca impunemente al viejo Cronos que se come a sus hijos...
- Hábleme ahora de la influencia que ejerce el sujeto que observa sobre el objeto observado, ¡me parece apasionante!
Las damas en los salones
- ¡Cuidado, ahora está hablando como las damas en los salones! Y bien, voy a decepcionarla. Esa influencia no es la que usted cree.
Sígame atentamente. Me pregunto si se usa un lenguaje apropiado cuando se llama “sujeto” a un sistema en interacción física con otro. Usted está en el lugar justo para saberlo: el espíritu que observa no es un sistema físico, no puede entonces estar puesto en interacción con ningún sistema físico. Por eso no me gusta llamar a esa interferencia física una influencia del sujeto sobre el objeto.
- Pero creí comprender que le preocupa la suerte del “sujeto” maltratado por la ciencia...
- A condición de considerar otras perspectivas, que tienen en cuenta nuestro propio espíritu. Porque el sujeto, si es algo, es la cosa que siente y que piensa. No pertenece pues al mundo de la energía cuya estructura es granular.
- Entonces, ¿a qué llama usted “sujeto”?
- Por ejemplo, a eso que hacía brillar los ojos de los alumnos del colegio cuando, a la salida de la conferencia, los especialistas se sacaron el cuero unos a otros.
¿Qué diría de un físico que sostuviera que no hay nada que pudiera hacer brillar esos ojos, y que en realidad la función ocular consiste en estar continuamente afectada por quanta de luz? ¿Qué es esa realidad? ¿No pensaría: qué extraña realidad? Parece faltarle algo...
- En efecto... Su teoría ha obrado maravillas, mis ojos se cierran, creo que voy a dormirme...
- Yo también, bostezó Schrödinger.
IV
LA CAJA DE TRANSFERENCIA
Dulle Griet
Debí adormecerme un instante. Un crujido de papel me despertó bruscamente.
- ¿Escarbando en mis cosas?
Schrödinger había sacado la reproducción de “Margot la loca” que estaba en mi biblioteca.
- ¿Dónde vi este cuadro? ¿En Viena? Esta mujer se parece rasgo por rasgo...
- A Madre Tonta, lo sé. Su nombre flamenco es Dulle Griet. Está expuesta en un museo de Amberes. La conozco desde el tercer grado, figuraba en blanco y negro en mi libro de historia, con el nombre del museo escrito en letras chicas bajo la imagen.
Cuando la ví en color, en tamaño natural, con la nariz roja, despeinada, calzada en hierro, encasquetada, armada con su espada y con una cesta que contenía los utensillos de su zafarrancho, la creí capaz de saltar del marco y pasar al acto. Ella prepara su golpe ¿no lo cree?
- ¿Qué busca en ese cuadro? ¿El pequeño personaje que debería estar ahí sin estarlo?
Miré atentamente. La Dulle Griet, en su locura, reflejaba las sombras de un mundo que nadie contempla. Detrás de su figura gigantesca, había mujeres que luchaban contra monstruos lanzados al asalto de su ciudad.
- ¡Ay! grité bajo el golpe de un dolor punzante.
Fuera del cuadro, una de esas mujeres acababa de atacarme. Presa de fuertes remordimientos, reconocí a Sissi sin vacilar. Me atacaba por haberla abandonado a su suplicio, después de haberle hecho vislumbrar la salida de su fortaleza asilar. Sabía que estaba afuera desde hacía poco, sin embargo no podía desprenderme de la idea de haber desertado, traicionado a esa mujer que luchaba con sus monstruos, con el “lado oscuro6” como decía su vecina de pieza.
Un alarido me hizo saltar.
- ¡Váyase de aquí Davoine, admítalo mierda, usted es estúpida, necia, usted me hace sufrir. ¡Socorro! ¡Esto es demasiado! ¡Ya basta!
La princesa
¡Otra vez! Giré hacia la Dulle Griet, porque esta vez iba a responderle. Ella permanecía igual a sí misma, juiciosa como una imagen. Antes de que yo explotara, Schröginger desvió mi atención:
- Haría bien en echar un vistazo a esa caja de transferencia en el estante de abajo de su biblioteca. Hay algo que grita ahí adentro.
Las cajas rojas, verdes y beiges donde dormían diversos papeles administrativos, notas de seminarios, borradores abandonados, permanecían juiciosamente alineados, tal como los había ordenado. Escarbando en la que me señalaba, extraje el fajo de notas tomadas bajo el dictado de Élisabeth, o Sissi, que me había prometido mirar al salir del dispensario. Lo enarbolé tan orgullosa como un arqueólogo frente a inscripciones a salvo de ser sepultadas:
- ¡Esto le interesará! Aquí hay huellas de un sujeto petrificado por un cataclismo. Usted me ayudará a descifrarlos.
Esas notas terminaban con la imprecación que me arrojó fuera del primer hospital en el momento en que me aprestaba a dejarlo. Aunque hasta ese momento no había podido mirarlos, esos trozos de papel de todos los tamaños, apilados a las apuradas en una carpeta cerrada con un elástico, exigían que rompiera el sello.
Formas de vida
Arriba y a la derecha de la primera página yo había escrito: 15 de noviembre, Élisabeth, 30 años, internada desde los 17. Descifré en voz alta lo que ya era un comienzo de diálogo:
- ¿Por qué no hace ningún esfuerzo para salir de aquí? ¿Por qué siempre vuelve, cuando sale para ver a su familia?
El médico jefe es quien la interroga, el que evoqué en la explanada. Estamos en el primer pabellón en el que la supervisora me recibió cuando llegué. Vuelvo a ver la escena: estamos amontonados en una oficina pequeña. El equipo estaba harto y le había pedido al jefe que viera a esta enferma que ya había gastado, antes de él, a una buena media docena de médicos jefe. Un enfermero le había abierto la puerta del ruedo y ella, espléndida, acababa de hacer su entrada:
- Yo me quiero curar, dijo a boca de jarro, pero bajo ciertas condiciones. Curarme eligiendo la vida que quisiera tener. La vida de artista, no la vida de todos los días. La vida de las grandes reinas, la vida de los grandes duques, la vida de todas las formas de vida.
Wittgenstein le hubiera respondido que cambiar de forma de vida es cambiar de juego de lenguaje. Me acuerdo del silencio que siguió. Todo el mundo sabía que cuando la emperatriz austrohúngara consentía en hablar, nadie podía decir una palabra. Ella tenía el temple de la Locura de Erasmo para taparles la boca a todos con un saber definitivo. Subyugados, los asistentes esperaban el final de la retahila cuando el médico jefe arriesgó:
- Háblenos un poco de su vida, en su familia, durante su infancia.
Ella lo remite a su estereotipo:
- Más bien soy yo quien, desde la infancia, me pregunto qué vida tienen todos ustedes. Aquí deben saberlo las abuelas a quienes se oye llorar. No tengo la capacidad de vivir como un perro. Sólo yo reaccioné. Yo sola soy toda mi familia, sólo yo.
Y con porte imperial se retiró.
Ya no recuerdo en qué consistieron nuestros comentarios, pero me acuerdo muy bien de haberme acercado a ella, un poco tímidamente, después de la reunión. Ella se anticipó a mi pregunta:
- Usted también es una gran reina. Hay muchas grandes reinas. Usted debe ser una.
- ¿Por qué dice eso?
- ¡Se puede soñar!
Después giró sobre sus talones.
La semana siguiente me arrinconó en el corredor y me intimó:
- Si trae una pluma y tinta, se escribiría nuestro orgullo. Se marcaría cada día el sentido de un ser que llegaría a convertirse en natural y flexible.
No me lo hice decir dos veces y saqué de mi bolso un bolígrafo y la libreta que llevo siempre conmigo. Recuerdo haber transcripto semana tras semana lo que voy a leerle, sin tener para nada la sensación de comprender. En fin, ya se verá.
Eugenesia
- Estoy herida en mi vientre. No parezco a la moda. A la Señorita Sissi le pican las orejas. Hay otra Élisabeth en otra piel, la que es tonta y lucha contra mí. A mi cabeza se la come mi inteligencia. Mi inteligencia me matará. Mi vida quiere ser independiente y no vivir conmigo. Hay algo que me atormenta, mi parto.
- Ahí está, pensaba yo, imbuída de los manuales que en esa época me sentía obligada a tragar, ya tengo el clivaje y el delirio...
- Mire el legajo, me dijo misteriosamente una enfermera a quien participaba de mis rudimentos psiquiátricos.
En su legajo, volví a ver una vez más, escrito en letras mayúsculas: aborto terapéutico de tres meses y medio + ligadura de trompas en una primípara primigesta de 27 años, por esquizofrenia grave; en hospitalización psiquiátrica desde hace diez años.
- Y bien, ¿qué hay de malo en eso? exclamó Schrödinger, un poco vivamente para ocultar su incomodidad.
- ¿Esa eugenesia no lo molesta?
- Recurre usted enseguida a las grandes palabras. Se lo dije, usted es tan puritana como una dama de los salones vieneses. ¿Quién le dijo que no lo decidió ella? ¿Qué le choca de este caso?
- Justamente el hecho de que adiviné que ella no lo había querido, incluso ni siquiera sabido. Más tarde su madre me lo confirmó. Ni ella ni su hija fueron informadas. Además, por una de esas coincidencias frecuentes en la interacción de la transferencia psicótica, yo había dado a luz en el mismo servicio del mismo hospital, seis meses antes.
Me acuerdo como si fuera ayer de mi anonadamiento delante de la huella escrita, administrativamente correcta, de la esterilización de una enferma mental sin su consentimiento... Delante de ese papel que me miraba como el ojo de un pez muerto, mi reciente felicidad me desconcertaba. Recién comenzaba a enfrentar la idea de las lobotomías en serie, ya que eso correspondía al pasado, ¿no es cierto? Pero una esterilización, comprenda.,.. Era nueva en el servicio... Parece confundido, Señor Schrödinger.
- Me gustaría contarle un sueño que tuve en circunstancias extrañamente similares.
- Más tarde, ahora no...
Cuando llegué el lunes siguiente, sin que le hiciera preguntas, ella misma me da la respuesta. Viene a mi encuentro y antes de que pudiera abrir la boca para decirle que había visto su legajo, me ruega anotar:
- Un día fui a París, tuve un aborto. No me habían dicho que estaba embarazada. No me dijeron que esperaba un bebé. ¿Un bebé de quien? ¿Del Presidente de la República? Lo arrancaron de mi cuerpo. Me pregunto lo que pasó entre mi hijo y yo. ¿Quién quería sacármelo? ¿Quién tenía el derecho de decir que debían sacármelo? Supondría que es un estado de ánimo. Quizás él tenía valor.
La guerra
La semana siguiente, anoto por una vez mis propias impresiones. Llego al hospital completamente agotada, deprimida, la luz de la mañana es demasiado enceguecedora, los objetos familiares me resultan indiferentes, se me caen de las manos. Escribo: “Sentimiento de extrañeza. Me siento una cosa. Todo cambió y, sin embargo, nada cambió”. Ella me espera en el umbral del pabellón y me dice, con sólo mirarme, como si hablara en mi lugar:
- Estoy agotada, no doy más, no hice mi cama esta mañana.
Le respondo maquinalmente:
- Ya la hará cuando sea suya.
Entonces noto que su mirada se vuelve escrutadora, como la suya en este momento. Y sin decir agua va:
- ¿Por cuáles pases pasó para comprenderme tan bien? En la calle, la luz del sol no me penetra. ¿Debo admitir que nos entendemos?
Le respondí evasivamente:
- En efecto, ¿por qué no admitirlo?
Ella insiste:
- Compréndame. Quisiera saber si tuvo que sortear muchas dificultades.
Intento esquivarla con el universal:
- ¿Quién puede decir lo contrario? ¿Quién alguna vez no tuvo que sortear dificultades?
Ella no abandonó la partida:
- Si me comprende bien, compréndame bien, voy a confiarle algo. A los 5 años, yo no quería ser como todo el mundo. Y si me adoptara ocho días, vería que yo no soy como todo el mundo. Usted no lagrimearía como mi mamá. Ella se inclina delante de una cáscara, aunque no sea de banana, delante del comedero de la gata. Es muy duro soportarlo. ¿Es cretina o no? No acepto la guerra. Sin embargo, yo no la desencadené, fue ella. Esa es la razón de mi enfermedad. Si me hubiera atrevido a matarlos a todos quizás no estaría aquí.
Esa guerra no era para mí más que una imagen, y desrealizaba sus palabras para protegerme de sus asaltos. Hoy me interesaría en esa guerra, intentaría seguir sus consejos, examinar con rigurosidad por cuáles pases había pasado para estar afectada hasta este punto de agotamiento. En la relectura me hago una idea; podemos volver a hablar de esto. En esa época me hubiera asustado al encontrar pasarelas entre su locura y mi vida privada.
- Comienza a entrever lo que entiendo por maniobra inicial, murmuró Schrödinger. Ella protege la búsqueda contra la subjetividad.
- Veo en efecto la maniobra que tuve que efectuar para permanecer neutra y entonces no comprender nada, porque estas notas me conciernen, me doy cuenta cuando vuelvo a leerlas. En posición de secretaria, me acuerdo que estaba como invadida por una bruma: probablemente la pantalla de humo necesaria para censurar los mensajes que apuntaban a mi intimidad. Experimentaba tal molestia frente a esas palabras que provocaban a mi personita, que gradualmente construía la muralla de mi seguridad. La resistencia es siempre del analista, decía atinadamente Lacan.
El fluido
El lunes siguiente, ella volvía de un permiso.
- La vida será siempre enojosa. No volveré hasta dentro de miles de siglos a mi casa. ¡Por otro lado, no puedo casarme con mi mamá! Es una razón válida. Se inclina delante de los hombres para verse hombre. ¡Es complicada la vida! Tengo una cabeza pesada, que pesa no sé cuántos kilos. Se quejaron de mí y no puedo soportarlo. Los que están en mi casa son imitaciones de madre y de hermano.
Luego, con vehemencia:
- A usted deben pagarle bastante por este trabajo. Va a perder su pellejo. Incluso los bebés hacen demasiado para su edad. Tenía que decírselo, su piel va a desaparecer. Tengo miedo de perderla. Su boca ya desapareció.
Al borde del mutismo, debí farfullar:
- ¿A quién perdió usted?
No me respondió, o mejor dicho me respondió oblicuamente7, es decir, justo en el centro, como ya lo verá:
- Tengo miedo de ser tuberculosa. Sufro demasiado. Tengo una enfermedad de pacotilla en mí. Siempre fue así. Usted no es cualquiera.
- Usted tampoco, respondí educadamente.
- Todo el mundo tiene su aspiración. La mía es curarme de la muerte.
Yo la miré, ella ya no me veía:
- Se deja sufrir a una persona humana como si no fuera a morir. Nació para eso. Yo la arroparía. Ella me pide morir en paz. Yo debo decírcelo. Las enfermeras me cambian la cabeza. Yo debo decirle que muera en paz, arroparla, hacerla de su edad. A ella le pagaron para tomar nuestra vejez desde que éramos jóvenes. Es por eso que rejuvenezco. Sufro. Mi salud no está sana. El fluido...
- Y bien, ¿el fluido?
Me prendía desesperadamente de ese fluido que me indicaba una pista bien delirante en lugar de dejarme ir entre “ella” y “yo”, en el indeterminado. Hablaba de ella en tercera persona, de acuerdo. Pero entonces, ¡qué era lo que no soportaba! ¡Por qué no se atenía a ello! ¿Por qué no se atenía a una edad en vez de hacerla variar sin cesar? Aunque lo aventaje en conocer una parte del enigma, esa gramática alternativa que juega con la incertidumbre, que confunde la identidad, aún me desconcierta.
¿Quién es ese ser hospitalizado, al borde de la muerte, nacido para esa área de muerte, puede decirme si se trata de ella o de otra? ¿Quién es, según usted, el sujeto de esta enfermedad de pacotilla que ella muestra, objetivándola con su cuerpo?
Schrödinger no parecía muy sorprendido:
- La dificultad consiste en que nuestro lenguaje está profundamente impregnado de temporalidad, y por ende de causalidad. Ahora bien, la elección del principio de causalidad sirvió para impedir, en un primer momento, que los muertos volvieran, creo que Freud lo mencionó. Es el garante de la flecha del tiempo. Sembrando la incertidumbre en los pronombres y en las conjugaciones, ella habrá encontrado la manera de resucitarlos... ¿Me equivoco?
- Caliente, caliente. A esa manera ella la llama el fluido: “El fluido es lo que nos vuelve menos tontos, menos bestias. El fluido es el aire del tiempo que entra en nosotros. Una noche ví la luna llena. Me dio el fluido. Llegó a mi vientre y así tuve el fluido. Tenía 9 años. Grité como si fuera el fin del mundo. En mi hablar siento que es el fin del mundo. Todo el mundo se transformaba en piedra, en mármol, en estatua. No hice más que verlo. Lo veo día y noche... Mi cerebro trabaja, escribe, mi cerebro.”
Herencia
La semana siguiente, Élisabeth me increpa:
- Aprenda a cambiar las escrituras, a poner las escrituras en su lugar. Todo la irrita, Señora V. La Señora Madre está nerviosa. Viven en medio de terrores espantosos. ¿Cómo quieren vivir? ¿Cómo quiere vivir usted, qué vida quiere tener? ¿Qué vida anhela tener? Es una pregunta para plantear a una doctora.
- La Señora Madre y la Señora V., ¿son la misma?
- Son la misma enfermedad. Quieren que se la derribe. Ya está bastante baja así. No querría envejecer, gastar su dinero. Es tan simple como enfermedad, hizo de eso toda una historia. Tiene que hablar para distenderse, si no vamos a estar nerviosas. Estoy llena de nervios de ella. Soy demasiado rica para pagar el hospital.
- ¿De dónde viene todo ese dinero?
- De mí misma. Trabajo por pensamiento. Tengo una cabeza para heredar. Usted también debe tener una cabeza para heredar.
Esta observación dio en el blanco. Me ruboricé. Siguiendo la moda de la época, que consideraba condenable la herencia, había tirado un bosque y un viñedo que me correspondían por herencia y de los cuales ya no recordaba ni siquiera el emplazamiento. Su llamado al orden me sacudió tan fuerte que me costó ocultar mi emoción. Ella tuvo la cortesía de no señalarlo:
- Me divierto a costa de los herederos, eso no es posible. Yo heredo hijos.
- Habitualmente es en el sentido contrario...
- Vaya a informarse y vuelva... Debe aprender a conocerme. Yo no soy “mi hija”. Debo heredar bebés para que vivan. Eso hace que mi fortuna sea agotadora.
- Ahí tiene una punta, dejó caer Schrödinger.
- ¿Usted comprende algo?
- En semejante caso, quizás haya que concebir otros órdenes de apariencia que el de la forma espacio-tiempo, un orden de apariencia, por ejemplo, en el que el tiempo no juegue ningún rol, en el que la noción de después esté despojada de sentido.
La vergüenza
La semana siguiente, ella me esperaba con impaciencia:
- Quisiera saber una cosa, porqué los doctores se sonrojan cuando están disponibles para conversar.
Naturalmente, no capté la alusión a mi cambio de color y creí verdaderamente que hablaba de otros, de esos doctores de los que yo no formaba parte, como si discutiéramos de la etología de una especie próxima.
- Y a su criterio ¿por qué se sonrojan?
- Supongo que por vergüenza de que yo esté aquí, vergüenza de mirarme, de darme la mano. Tengo miedo de contaminarlos. Usted se contagiará mi enfermedad. Tengo miedo de que se muera, de no volver a verla, de que usted sea otra.
- En materia de objetividad, usted se quedó con dos palmos de narices, ironizó Schrödinger.
- Lo hubiera querido ver a usted... Le aseguré que el lunes siguiente estaría allí. Me cortó en seco en nombre de los santos cuidadores:
- El aspecto de mosquita muerta de los enfermeros me irrita. Todo mi cuerpo está muerto. Toda mi cabeza está muerta. Somos muertos-vivos. En 1956 me convertí en estatua.
Debí salir corriendo, pues mis anotaciones saltan a la semana siguiente.
Ella estaba en su habitación y no quería verme. Entré de todos modos sin hacerme anunciar. Ante esta intrusión, cerró los ojos, la boca y las orejas. Me senté sin ceremonias en una silla al lado de su cama. Abrió los ojos, sonrió al verme y continuó en voz alta su meditación:
- Eso es lo que quiere la gente. Que haya palabra sin historia. Querría descubrir un planeta en el cielo. Un planeta sin historia. A los 5 años esperaba una verdadera vida. Mi cabeza es muy audaz. Es la locura. Estoy loca. Querría que los ríos revivan. Tener verdaderos pájaros que canten, verdaderos árboles, verdaderas casas, verdaderos perros, verdaderos gatos. Puede no nevar más, puede no llover más.
- Apuesto a que respondió otra estupidez, calculó Schrödinger.
- Apuesta ganada. En lugar de reconocer la justeza de sus observaciones, que registraban al milímetro mis cambios de humor, de color, y que me pedían cuenta de nuestras herencias, le asesté palabras sin historia:
- Le “gustaría” que el encantamiento se detuviera y que la vida recomenzara.
- Estoy curioso por saber cómo se las arregló ella esta vez para ponerla en su lugar, sonrió Schrödinger, quien parecía estar habituado a este tipo de combate.
- Con la palabra del amor. La verdadera palabra de la transferencia que yo no dejaba de rehusarle. Debía temer la famosa transferencia masiva de la psicosis, de la que mis mayores decían que es necesario cuidarse. A guisa de transferencia, recibo mi ración de avena8:
- Detesto la palabra amor. Incluso cuando mi marido me la decía me desagradaba, me chocaba, es una palabra que no puedo oir. Me importuna, me irrita, me enerva. ¡Amor, amor, amor! El diccionario francés también lo marca: amor, palabra variable, quiere decir inexistente. Es una palabra que no existe. Se puede decir que amor es una palabra horrorosa. El sentido que vale no es el amor.
- Entonces, ¿qué?
- No puedo decirlo. Provocaría celos inhumanos. Es necesario que usted vea a mi mamá. Telefonéele.
Señora Madre
La semana siguiente recibo a la Señora V. en el dispensario. Es conocida en el servicio desde hace muchos años y me había sido presentada como el parangón de madre de psicótico, rechazante, invasora.
- Todavía se deja atrapar por el código de sus colegas, adivinó Schrödinger.
- Como corresponde. La esperaba crispada. Ví entrar a una dama de cabellos grises, con el rostro arrugado y un delantal negro con un borde violeta. Su mirada vivaz me inspiró confianza inmediatamente.
- ¿Cómo está Élisabeth? dijo tendiéndome la mano, como si esperara ese momento desde hacía mucho tiempo.
Le sonreí, con la impresión de conocerla:
- Ella pidió que nos encontráramos.
- Esto comenzó el día que cumplió 15 años: “Tú no eres mi madre” y a su hermana: “Tú no eres mi hermana”. El doctor me dijo que debía quedarse en el hospital. Al cabo de un año, salió y todo volvió a empezar. Estaba linda para su primera comunión. Ahora está sucia.
- ¿Para usted es importante la limpieza?
- No cuesta nada estar limpio. No porque uno tenga muchos hijos y no tenga dinero no debe estar limpio. Mis doce hijos eran mi orgullo. No estaban limpios, estaban brillantes. Nunca me quejaba. Mi marido decía que más bien debería quejarse una mujer que trabajara y que no tuviera hijos.
- Pero Élisabeth dice que fue difícil.
- Quizás ella vió más y mejor que los demás. Era la más chica. Tal vez por eso cayó enferma. Salúdela de mi parte.
Eso fue todo. Comenzó así un extraño fenómeno en el que tuve la impresión de haberme convertido en una membrana amplificante de los intercambios de un cuerpo colectivo. Nunca más tuve esa experiencia de go between entre una madre y su hija cuyo saldo, pensaba entonces, fue un fracaso.
- Si comprendo bien, comentó Schrödinger, usted creyó haber caído en la trampa, como mi gato en su caja, y abriéndola constata ahora que el gato sigue vivo.
- Como su gato ciertamente, yo no las tenía todas conmigo.
- ¿También tomaba notas cuando su madre estaba allí?
- No, pero a menudo lo hacía esa misma noche.
Un sueño para los otros
La semana siguiente, saludé a Élisabeth con una frase que se volvería ritual:
- Ví a su madre, le manda saludos.
Como si estuviera al corriente, encadenó sus palabras con las de su madre sin que yo se las hubiera contado.
- A los 15 años vivía con ella. Sufría porque había una persona que estaba en el hospital. Mi madre me tranquilizaba con mentiras. Ella murió. Quizás reviva si le hago el amor. Usted es flaca. Me hubiera gustado una doctora bien vestida, con joyas, los legajos en su portafolios. Como van las cosas, las personas que vienen a vernos por la mañana nos ridiculizan.
- Pero ¿quién murió? insistí, presa de vértigo al borde de esa tercera persona, muerta en el hospital a la edad en que ella misma entraba allí para no volver a salir. De hecho, me debatía contra esa muerta que ella abrochaba a mi silueta, como un espectro invisible a fuerza de delgadez.
- Su hija murió y yo fui encerrada a la fuerza porque era bella. Ella nunca trabajó. Sólo era un sueño. Eso no era natural para la gente. Y yo, yo sufría demasiado por estar encerrada. No era yo la que estaba encerrada. La gente soñaba.
- ¿Qué sueño? retomé, impresionada por la hija muerta en lugar de la cual ella se creía encerrada.
Prestamente, me tendió una brújula;
- Ese sueño de una gran reina es un sueño para los otros. Ellos querrían verme en un lugar más elevado que este. Si hubiera estado en un lugar más alto no estaría en el hospital. Mi mamá soñaba de día. Cuando estaba con ella, era una bella vida. Y luego, la devastación. Me cambió completamente. Ya no queda nada. Ya no cuento, de puro idiota que sigo siendo.
Aparentemente, detuve allí la entrevista. Un sueño para los otros... En ese entonces me era imposible concebir que el otro al que se dirigía ese sueño podía ser yo, para que la viera más elevada de lo que estaba.
Devastación
La semana siguiente, en el dispensario, vi que su madre había vuelto por su cuenta. Comenzó con el eufemismo que utilizan las familias para hablar del delirio:
- Con todas las tonterías que me dice... Me pide que le encuentre un marido. Pero, piense, ¡es imposible con la operación que tuvo! Me parece estúpido. No estoy de acuerdo. Nadie me preguntó mi opinión, a ella tampoco. De todos modos, hubiera podido ocuparme, siempre viví rodeada de bebés, mi madre se ocupaba de cuidarlos para ganarse la vida, además de todos los hermanos y hermanas que tuve.
En ese instante me dí cuenta de que quizás esos eran los bebés que ella había heredado, y cuya herencia fue quirúrgicamente devastada. Como yo no decía nada, acuciante, la Señora V. vuelve a preguntar:
- ¿La vió? ¿Qué le dijo? No dice más que tonterías.
- Usted dijo la última vez que ella había sido la única que se había dado cuenta, ¿de qué?
- Es mi marido... Dejémoslo descansar en paz, ya se fue.
Lloraba en silencio: me sentía avergonzada por torturarla de ese modo. Después de un minuto que pareció infinito, me miró directo a los ojos:
- Nunca fui celosa.
- ¿Tenía razones para serlo?
- Ya lo creo, él no paraba. Los niños no lo supieron nunca. Lo que mi marido tenía que decirme, me lo decía a mí sola. Nunca fui celosa, ¡pero si habré llorado! Eso tampoco lo supieron nunca.
- Quizás Élisabeth...
- ¡Por cierto que no! No podían sospechar, yo no les decía nada para que no se enfermaran. Y ya ve, la enfermedad cayó sobre la última, ella es la que pagó. Cuando me casé, me habían prevenido de que él era un picaflor. Pensé que era un joven que hacía su vida. Ocho días después del casamiento, ya miraba para otro lado. Ese no era mi estilo, yo permanecí siempre limpia. Dele saludos a Élisabeth.
Bastaba que le transmitiera ese saludo materno para que, ligada a ella como a una roldana, Élisabeth hilara su pensamiento con lo que su madre me había confiado. Entonces, la semana siguiente cumplí entonces mi misión:
- Su madre le manda saludos.
No dudó ni un instante:
- A los 5 años yo era una viejita de 80. Comprendí toda la vida, toda la vida comprendí. Hay niñitas que reclaman flores y no sé qué otras cosas y se las hace bosta. Usted tiene una cabeza para reclamar todo lo que quiera sin que le paguen. Es como yo. Tengo una cabeza para reclamar lo que quiero.
- ¿Y qué reclama?
- Se reconoce siempre a la mamá. Pero cuando se ve al papá un cuarto de hora por noche, no puede reconocérselo. Cuando se ve a la mamá llorar: “¿Dónde está papá? –Trabajando”. Se ven muchas cosas cuando se es bebé. Una verdadera mamá sabe lo que hace su marido. No hay necesidad de decir que trabaja. Su marido la engaña o no la engaña. Mamá es una puta. Se culea sola con su sacapuntas y una lapicera de tinta.
- Su madre creía protegerla.
- Es un sistema de virus que pone el espíritu fuera de nosotros. ¿Siente el virus en mí? No tenemos el derecho de decir lo que es. Se dice que es un resfriado, una dorífora, una impureza. Un grano que debe madurar. Fui encerrada para probar que soy una gran reina. Si fuera una gran reina, estaría afuera y tendría todo lo que quisiera. Y es todo lo contrario. Tengo todo lo opuesto a lo que quiero. Es una contradicción.
¿O sea que la encerraron no por ser una gran reina sino para probarlo? Estoy confundida.
Schrödinger parecía seguirme:
- Elemental, ella se las toma con el principio de causalidad.
La semana siguiente, su madre volvió, puntual, al dispensario, y siguió así durante algunas semanas.
- Mis piernas son viejas. Es inútil no aparentar la edad que se tiene, esto es la vejez. En fin, no estoy aquí para hablar de mí. ¿Algún cambio en Élisabeth? ¿Qué piensa usted? Es siempre igual... Pensar que nunca les dije nada. Nunca supieron. No tengo nada que reprocharme...
Los ojos brillantes contradicen su sonrisa...
- Salvo una vez. Élisabeth tenía 5 años. Mi marido estaba en el trabajo. Él llevaba su merienda. Había de todo en la casa. Legumbres, queso. Ese día yo había ido a comprarle un poco más de carne, una costeleta para ponerle en su plato. Y se fué. Pero más tarde vino un hombre de su equipo a buscarlo.
- Pero si se fue a trabajar...
El hombre no podía creerlo y miraba a su alrededor.
- ¡Pero si le estoy diciendo que se fue a trabajar!
- Señora, eso no es posible porque vengo de allá. El jefe lo necesita para pulir una pieza, es el único que sabe hacerlo.
Entre paréntesis, ¡era un obrero famoso! El otro se fue. Cuando mi marido volvió, quizás no debí decirle nada, pero lo habría sabido al día siguiente. Entonces le dije:
- Vinieron a buscarte.
Él dijo:
- ¡Bueno, qué bien! ¡Cómo se van a reir de mí!
- No dijo más nada, se puso triste y volvió a irse. Fui detrás de él para pedirle que volviera a la casa. Los niños creyeron que yo discutía con él. Nunca le reproché nada. De todas maneras, él se burlaba de mí ante la gente. ¡Finalmente se fue! Pero ahora puedo decirlo, los hijos se educan de a dos, él me dejó totalmente sola.
- ¿Por qué no habló?
- No me hubiera servido de nada. Era mi marido. Y si me dejaba, ¿qué hubiera hecho con doce hijos? Y además, tenía a mis hijos, eran lindos, usted sabe. Tenían adoración por su padre. La verdad, nunca supieron nada.
- ¿Pero por qué no les dijo la verdad a ellos?
- Hubieran creído que eran cuentos, que denigraba a su padre. Se lo dije sólo a la mayor. Ella también se fue. Dele saludos a Élisabeth.
A partir de ese momento, la verdad buscó abrirse paso con la violencia de las diosas de la venganza. La escena ya no se representaba ante butacas vacías. Por otra parte, acababa de enterarme de que el médico jefe cambiaría pronto de hospital y de que yo debería hacer las valijas... La semana siguiente, Élisabeth tomó la delantera.
Lo incomprensible
- Su madre le manda saludos.
- Voy a hablarle de lo incomprensible. No capto qué es lo incomprensible. Es el terror del mundo.
Yo sabía que hablaba de lo innombrable, de lo inimaginable, del Real según Lacan. Y quise saber:
- ¿Qué es el terror del mundo?
- Las personas tienen enfermedades que no pueden confesarse y que me caen encima. El sol entró en mí. Yo puse otro, no se diría porque hace frío. El sol se inclina ante mí, se complace en mí, me quema, me hace sufrir. Se imaginan cosas en la vida, que son grandes reinas, pero son mi culo. Se imaginan sueños para todo el mundo, pero no es la realidad, no es eso lo que se puede aceptar. Si la Señora V., supiera sobreponerse en lugar de llorisquear como una magdalena... No conversaba nunca con sus hijos. Tú no discutes nunca conmigo como una persona mayor. Con ella era menos posible todavía. Estoy viva porque era encantadora, una verdadera niñita. Hija mía, ya no vives. A los 5 años, ya no tenía ganas. Estamos en 1966.
Calculo rápidamente, ella tiene 15 años.
- ¿Y qué pasó?
- Un crimen, debo ponerme ropa negra.
- ¿A causa del crimen?
La palabra “causa” provoca su cólera.
- Yo no cometí ningún crimen. ¡Habla por hablar, Señora doctora! Usted es mi hermana mayor. Menos linda. Voy a hacer su persona. Querría ver sus piernas. Son horribles sus piernas.
Después, desbordada, me despide.
Schrödinger también está impaciente.
- Hay que tirarle las orejas. Una vez más perdió la oportunidad con su causalidad. No se dio cuenta de que una vez sentada en las butacas vacías desde donde ve a una persona moribunda, ella la hace trepar al escenario para que le dé el pie. Entonces se pone su vestido negro. Y usted, ¡usted persiste en mirar esta escena como un observador no concernido!
- Me confundió su lógica, estaba imposibilitada.
- Hubiera podido construir una ficción, poner en escena el teatro que le pedía representar.
- Hombre afortunado, que siempre encuentra la solución.
- No la solución sino un método que liberará su imaginación. Nosotros los físicos no tenemos miedo de fabricar convenciones.
Dibujando rápidamente un círculo sobre mis papeles, lo nombró A, así como dos puntos B y B´ en el exterior, al azar.
- Le explico: cuando tres acontecimientos A, B y B´ son situados en esferas de no-interferencia mutua, tales que A no pueda presentar el menor rasgo de B ni de B´ y recíprocamente, siempre es posible construir un sistema espacio-temporal tal que A se vuelva potencialmente simultáneo a un acontecimiento elegido en B o B´. Resulta que las cosas se convirtieron en una realidad muy concreta para nosotros los físicos. Las utilizamos con mucha frecuencia.
- No veo cómo hubiera podido construir el menor sistema espacio-temporal entre su esfera y la mía. Por otro lado, me negaba a considerar toda simultaneidad, incluso potencial, entre acontecimientos de mi vida y de la suya. En todo caso, su exasperación se comunicó al dispensario.
- ¿Por qué Élisabeth no viene? protestó esa vez su madre. ¿Qué la retiene allá?
Recuerdo haber pensado que ella podía hablar así respecto a su marido. Sin participarle mi idea, la dejé monologar sola:
- Allá no se la cuida. No la curarán. Yo no voy a venir todo el tiempo. Se dice siempre lo mismo. No se puede conversar con ella. Siempre tiene razón. Es como su padre. Decía que si yo hubiera trabajado, hubiéramos tenido una casa. ¡Se da cuenta, con tantos hijos! Mis hijos no supieron nunca de esas discusiones.
- ¿Cómo lo sabe? repliqué un poco secamente. Ella objetó, nerviosa:
- ¡Pero si Élizabeth todavía no había nacido!
Esa vez no hubo saludos para mandar. Sin embargo, la semana siguiente Élisabeth entonó un canto como si, convertida en ratoncito, hubiera asistido a esa breve entrevista. Paradójicamente, ese saber imposible anterior a su nacimiento, le daba ánimo.
El tiempo nómade
- Vamos a hablar del tiempo nómade. Mi hija no ha llegado. Yo tendría una mamá como hubiera querido ver en mi hija. Por eso, es necesario que trabaje. Me parece que mi pantalón es más lindo que el suyo, y a usted le parecerá el suyo más lindo que el mío. Cada cual a sus asuntos. Ahora tengo una nueva confianza que vino por sí sola. Me pregunto.
- ¿Qué es lo que se pregunta todavía? respondí, abrumada por adelantado ante lo que iba a decirme.
- Me pregunto porqué existe la ley. Porqué no hay una verdadera ley sobre la tienrra. Hay muchas leyes, pero la verdadera, me pregunto qué hace, la verdadera ley. ¿Existe la verdadera ley? La confianza reina. Mi amiga eres tú, día tras día y para siempre.
Como a pesar de esa canción debía parecerle tan afable como la puerta de una prisión, agregó:
- No se divierte bastante. Su mamá la encierra. Usted estuvo en prisión.
No respondí.
- ¿Y, qué tiene que decir? le lancé a Schrödinger. ¿Por qué me mira así? Ella no podía saber que había sido prisionera de los alemanes durante la guerra, en el vientre de mi madre.
- Yo no le dije nada. Por otro lado, no lo sabía, murmuró. ¿Y luego?
- Y luego continuó: : usted está llena de problemas. Voy a hacer como si supiera vivir delante suyo. Tengo un brote de angustia. Ahora que estoy así, ella me reclama. Ya la verá. Le dirá que si tiene un bebé, yo la seguiré. Ya siento la felicidad de que tenga un bebé. Soy la que rejuvenece para que ella, mi mamá, no envejezca. Algún día comprenderá todo lo que hice por ella. Si me detengo, las mamás van a gritar. Soy más vieja que la tierra.
- Es evidente que usted la angustia, comprendió rápidamente Schrödinger, no supo responder a su confianza ni sostener su lugar.
- Ella no me juzgó enseguida con severidad. Mi preocupación había girado hacia su madre, quien me hizo sentir una sospecha de persecución cuando me confió en el dispensario:
- Para mí que alguien la retiene allá.
- Esas palabras están en su cabeza cuando piensa en su marido, terminé por decirle después de una semana de reflexión.
- No voy a denigrarlo ahora que murió. A mis hijos, ya que él se ocupaba tan poco de ellos, estaba obligada a no decirles nada para no causarles problemas. A mi marido tampoco podía decirle nada, hacía lo que quería. Me acusaba de lo que él hacía. Sin embargo, lo amé, me dio doce hijos. Élisabeth es como su padre. ¿Qué hace allá? Quisiera ser un ratoncito. Dele saludos.
Se había iniciado una tregua. Eso me parecía suficiente pues no quería más historias. Pero justamente en ese momento llegó la Historia. Si mi madre hubiese sido un ratoncito, hubiera oído cómo cambiaba el registro y el tono se elevaba.
La verdad
- Su madre le manda saludos.
- Me ahogo diciendo la verdad. La verdad nos sofoca. Su marido es un vicioso. Le gustaría manosear mi pecho. Todo el mundo querría manosearme el pecho. Todo el mundo se cree en mi pecho. No sé porqué. Si supiera porqué sabría mi catecismo acerca de lo que jode en mi pecho. Me suena a lejano, a cosas lejanas. Cómo llegaron a mi pecho. Todas las enfermedades se alojaron en mí. Se me criticó por todas partes. Nunca seré su hija. Podía irme. No me atrevía a irme. Mi mamá pensaba en eso. Si quieres irte, no eres más mi hija.
- ¿Quería irse?
- Nunca sufrí tanto como sufrí. Hay que ser un monstruo para hacer eso. Matándonos, sacudiéndonos, haciéndonos gritar. ¿Qué tienes, hija mía? ¿Quieres irte? Quédate. ¿Se vive en la tierra como a uno le parece o como no le parece? ¿Se cree vivo a un bebé? Habría que grabar a un bebito para saber si se cree vivo o muerto. Todo depende del sonido de su voz. Si oye una voz mala, llora. Si oye una voz potable, sonríe. Y si es consciente de sí mismo, si la madre se esfuerza, llora y ríe pero de manera irritante. Si el bebé no sonríe, es porque está triste. Porque tiene cosas que no se atreve a hacer a su mamá. Porque ella está enferma. Y el bebé no se complace de haber venido al mundo. Los bebés trabajan. Cuando duermen, cuando se chupan el pulgar, cuando patalean, cuando lloran, ellos trabajan, los bebés. Reaccione cuando grito. Usted inventa las cosas imposibles.
- ¿Cuáles? protesté ¡como si me hubiera pescado, a mí, con las manos en la masa inventando algo!
- Hemos vivido en la miseria. Ninguna familia hubiera podido vivir tan vulgarmente. No se puede saber una cosa tan horrorosa y tan concreta. Pienso siempre en mi verdadera mamá, la que me trajo al mundo. Cómo me miró por primera vez, eso es lo que cuenta en la vida. Cuando se es bebé uno se acuerda de eso. La respeto y la amo. Pero no puedo amar a otra mamá. Sin eso sería puta... En el hospital se piensa siempre en eso. Se siente mucha pena. Se hizo de todo para venir al hospital. Se es eyectada por pensamiento, escupida por la voluntad, pulverizada... No sé cómo decírselo... eso nos da pena.
Su madre continuó, en el dispensario.
- Mi hijo me dijo: “Es a ti a quien deberían encerrar, estás completamente loca. Eres como Élisabeth, no piensas más que en la plata”. Por supuesto, siempre fue importante para mí. Mi marido me daba su sueldo y había que prestar atención para que no se escurriera demasiado rápido. Sobre todo cuando cambió de trabajo y ganaba menos.
- ¿Y por qué ese cambio?
- No lo sé, no hacía preguntas. Él decía que era más seguro. Yo estaba un poco entumecida. Igual que para los hijos, Élisabeth nació después de mis cuarenta, no sabía cómo hacer. En tiempos de mi madre todavía era peor, ella también tuvo muchos.
- ¿Cuántos?
- No lo sé.
- ¿Cómo es eso?
- No era asunto mío. No quiero saber.
Maldificación9
La semana siguiente, Élisabeth se salteó los saludos de su madre y dice sin transición, un “Teatro de la muerte” como el de Tadeuz Kantor:
- Me preguntaría si tienen interés en creerse así, en actuar como imbéciles, en hacerse los idiotas, en jugar su juego. La gran reina está serena, se le puede hablar. Se la puede mirar, si se quiere. Es bastante inquietante verla. Una especie de maldificación. Ellos mismos se transformaron, con sus hábitos usados, con los kilos de polvo sobre ellos. Después, aprendí a transformarme en lo que hay en el suelo. A volverme calcárea. Es la historia de la varita histórica, como volverse esqueleto. Pobre tipo, pobre ridículo, pobre loco. Era tonto, enfermo, estaba lleno de rabia. Era famoso el Señor V.
- ¿Habla de su padre?
- Ella se llama Élisabeth V y yo V. Élisabeth. No vaya a poner juntas nuestras vidas. Usted está celosa de mí. Nunca tuve una familia tan odiosa. Me pregunto qué tiene contra ella.
- ¿Contra quién? malogré, convencida de tener la famosa forclusión del nombre del padre de la que todo el mundo hablaba y que recientemente había visto a Lacan puntuar en Sainte-Anne durante sus presentaciones de enfermos. Antes de que pudiera saborear ese momento teórico, ella me fulminó:
- Miren nomás a esta bruja, miren nomás, miren nomás eso, ella muestra sus tetas, su gran culo, su gran vientre. ¡Y eso que he visto monstruos! Sea mi testigo, sea testigo. Estoy demasiado vieja para usted, siento que envejezco... Meterse en una visión para saber es meterse en una posición estrictamente oficial. ¡Se cree soñar! Sueño desde esta mañana. Me hacen soñar, y sin ellos soy desdichada. Sin esos sueños no existo. Me pregunto si se debe subir un escalón en la vida para ser sociable, para ser verdadera. No se haga la inocente. Está aquí para curarme, no para criticarme. Reclamo un proceso verbal. Hay que admitir que el presente y el pasado se inscriben.
Re-teoría. El Real es lo que no cesa de no escribirse, lacaneé interiormente. No podía prever que la locura irrumpiría para reclamar justicia por los abusos silenciados.
- En efecto, temo que eso se pudra, profetizó Schrödinger.
Madre Tonta
- Era fatal, estábamos en período navideño, en el que yo tomaba mis vacaciones habituales. Mi vuelta fue saludada con un:
- Usted es la que hace como si estuviera enferma, la que no quiere envejecer.
- ¿Quién es esa de la que habla? dije con un tono de yo-no-soy-la-que-usted-cree.
- Cambió su pullover. La última vez tenía un pullover usado. Ahora puedo hablarle. Hay una personalidad muerta-viva. No voy a morir por ella, de todos modos.
- ¿Quién es? estereotipé.
- Déjese de boludeces, déjese de boludear. Usted no tiene clase, no hace falta una apariencia incómoda con los pensionistas. ¡Enderécese! ¿Qué son esas botas? La Señora V. vino a visitarme. Varias Señoras V. Ellas piensan que Élisabeth V. es su hija una hora por mes. Querría desembarazarme de la Señora V., podría vivir. ¿Qué hago aquí? Quiero un tiempo de trabajo y un tiempo para ir al borde del mar, quiero ser respetada y no juzgada.
- ¿Le parece que la juzgo? gimoteé culpable.
- Usted es más simplona de lo que creía. No se puede ir al borde del madre10 con botas como las que trae.
Ahí me doy cuenta, en pleno lapsus calami, que francamente ya estoy harta y pienso dar por terminada la entrevista.
- ¡Pídame perdón! ¡Pídale perdón a Élisabeth V.! ¡Presente sus excusas!
- ¿Pero por qué? protesté, contrita, agravando mi caso. ¿Por haberme ido de vacaciones?
- No, por otra cosa. No le diré porqué. Pero pídale perdón a V. Élisabeth.
Finalmente me recuperé.
- ¿Pero cómo pedir perdón por algo que se ignora?
Ella celebró ese movimiento de rebelión:
- Soy capaz de hacer muchas cosas. Por momentos puedo tejer, coser, la prueba de que sé hacerlo es que por el momento sé cuidarla. Usted debería rejuvenecer.
- ¿Por qué? me empeciné aún más.
- Entonces tiene una madre muy chinche.
Schrödinger elevó los ojos al cielo.
- Naturalmente que es usted chinche con sus porqués, sus para qué, sus cómo.
- Por favor,,,
Después de un silencio, ella agregó:
- Me pregunto cómo se hace para pasar de un momento a otro.
Prendió la radio. Del dial salió el alemán, que ella escuchó como si yo ya no estuviera allí. Quise irme, sorda a esa lengua extranjera.
- Quédese. ¿Por qué la doctora L. es más elegante que usted?
- ¿Quiere que me ponga celosa?
- Me pregunto qué clase de madre chinche ha tenido.
No toleré esa incursión a mi vida privada y me levanté decididamente.
- Realmente ella la hacía engranar, sonrió Schrödinger, y se preguntaba de dónde sacaría usted la paciencia para soportarla.
- Ella debió divertirse tanto como usted. Me acompañó hasta la puerta de su habitación y, antes de que dijera nada, me besó en las dos mejillas:
- Mi cuerpo nunca dijo tonterías, dijo a modo de conclusión de esa sesión.
- ¿La suya o la de ella? inquirió Schrödinger.
La semana siguiente, observo que me puse ropa menos anodina. Como si hasta entonces hubiera creído de buen tono vestirme de gris para el hospital. Ella me inspeccionó de arriba abajo:
- Usted es una linda mamá. Ahora se va a volver muy complicado. Aquí hay una hija que la quiere y eso va a causarle desdicha. Tengo que cuidar a mucha gente. Con usted todavía funciona. Pero con los otros, es todo un trabajo.
Por una vez, dí pruebas de honestidad:
- Es cierto, lo reconozco, usted me ha cuidado.
- ¿No podría encontrar una frase que desbloquee todo?
- A mí también me gustaría encontrarla.
Luego de esta cláusula de estilo, nuestro entendimiento duró poco.
La vez siguiente la encuentro encerrada en su pieza. Me hace decir con su compañera de habitación que no quiere verme. De todos modos, esta última me abre. Entro.
- No meta su enorme culo aquí. Usted es odiosa con su gran jeta.
- ¡Con mi enorme culo y mi gran jeta! parodié sin vergüenza, adoptando las posturas de una mujer gorda de carnaval.
Progresos: acepto ponerme la máscara de Madre Tonta. Así me va. En medio de un ataque de risa su compañera casi se cae de espaldas. No me faltó el orgullo. Élisabeth hipaba:
- Además, usted tiene dos senos falsos. Una mamá creyó que era su hija porque le sonreí. Mi mamá me admiraba demasiado, eso me puso enferma. Mi sangre es demasiado inteligente. Soy extremadamente exigente.
Su madre no había vuelto al dispensario después de mis vacaciones de Navidad. Sin embargo, esa semana volvió, con algo urgente para decirme.
- Como Élisabeth no quiere ir a casa, vine a verla. Llevé sus botas para que le cambien las suelas. Tengo que traérselas. Pero no estoy muy bien. Algo que comí me hizo mal. Vomité todo. Y además tengo frío. Pongo en el uno la calefacción. Mi pensión no me permite hacer locuras. Mi hijo volvió a decirme que estaba loca. Podría decirle cosas increíbles. ¿Pero para qué sirve si mi marido ya se fue? Me las vi peor de lo que podía soportar. Finalmente, no tenía tantas ganas de que Élisabeth volviera. Hace demasiado frío.
- ¿Cosas increíbles?
- Vi demasiado en mi vida. Fui una estúpida. Si pudiera empezar de nuevo, haría todo diferente. Mi marido decía que estaba loca, que bebía. Mire usted, perdí una hija de 25 años.
- ¿La mayor, de la que usted me habló?
- Era la única a la que me había confiado. Me vi obligada a hacerlo. Un día, en la escuela, un compañero le dijo: ¿cómo es tu mamá? Mi hermana, que se acuesta con tu padre, no sabe si es rubia o morena.
Le dije: es cierto, pero no lo comentes.
Ella, que era muy chiquita, me respondió: ¿sabes mamá? Cuando tenga 21 años me iré de la casa.
En ese momento debí buscar a alguien como usted para que ella le dijera eso. Pero no lo hice. Había ido tan lejos que no podía retroceder. Cuando tuvo su mayoría de edad se fue. Tenía un oficio, era costurera. Cuando tenía 25 años, un cura me telefoneó: venga, su hija se está muriendo.
Mi marido recibió la noticia como si nada. Era una joven fuerte y robusta. Tuberculosis. Élisabeth tenía 15 años. No pudo tener conocimiento de eso.
- Sin embargo, ella habla del fin del mundo a esa edad.
- Usted sabe, estuve muy enferma. Mi marido quiso desembarazarse de mí. A los médicos, que eran hombres, no me atreví a decirles nada. Hubo otras cosas. A una mujer se lo hubiera dicho.
Un vínculo de terror
Sin transición, la semana siguiente:
- ¿Vió a mi madre?
- Sí, y...
- ¿Y hay algo especial que deba decirme? No quiero ir a mi casa porque hay sangre. Sangre de ella, de Élisabeth V. No tengo nada en la cabeza, soy estúpida.
Me doy cuenta que murmura palabras incomprensibles, entre las que distingo “mendiga”.
- ¿Quién es una mendiga?
Sale de la pieza muy enojada y corre a refugiarse en su habitación, adonde la sigo:
- Hay una doctora que se viste mucho mejor que usted y que se cree médico jefe. Me mata verle una pobreza tan fuera de moda. No puedo vivir así. ¿Qué tiene que decirme?
- Que podría haberle dicho eso a su madre.
- ¿Sabe? Cuando usted se vaya volveré a ser natural. Sólo cuando está aquí digo inconveniencias.
No quedaba más que una página.
- ¿Se terminó? preguntó Schrödinger.
- Se acerca el desencadenamiento junto con la fecha de mi partida.
La vez siguiente, dicen las notas, ella se lanza en un discurso incomprensible de palabras eruditas que parecen forjadas a medida que habla. Evito interrumpirla porque el sonido de mi voz parece hacerla sufrir. Luego concluye:
- Hay un vínculo de terror. Porque los poderosos imponen ideas a los otros que los drogan y los hacen pensar. Élisabeth V. estaba en la miseria. Ni un calzón, ni un vestido para ponerse ¿Cómo pretende que crea en la medicina y en que los enfermeros son verdaderos enfermeros? Ellos le dijeron: “Tú eres una gran nada (rien)”. “Nada” (rien) por “reina” (reine), otro lapsus calami. No dejan de decírselo. Y cuando ella lo repite, es ridícula. Hay una mendiga en el hospital.
- ¿Quiere hablar de su hermana mayor?
- Murió de tuberculosis. Tuve tuberculosis toda la noche. Debo ir a un hospital. Este no es un hospital de tuberculosos.
- ¿En qué hospital murió su hermana?
Me acuerdo de haber adoptado ese tono estúpidamente informativo, a falta de poder estar a la altura de esa tragedia.
- ¡Deje de soñar! fue su último mensaje.
O más bien el penúltimo. Noto que a partir de allí “comienza la guerra entre nosotras”. No se me ocurre decirme a mí misma que ese combate es necesario. Por el contrario, presto una oreja culpable a los discursos que me reprochan haber ido demasiado lejos, como dice su madre, que hago mi análisis a costa suya, que la hundo en la psicosis. Nada ni nadie me dijo que había que pasar por ahí. Necesariamente. Porque es ahí que se analiza un Real traído por la transferencia.
Escribí: “Debo forzarme en ir al hospital, como si debiera subir al asalto de una trinchera llena de fango y de sangre”. Y es entonces que ella me despide con el grito que salía de esa caja de transferencia que había intentado olvidar:
- Admítalo, mierda, Davoine. Usted es estúpida. Usted es necia. Usted me hace sufrir. ¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Una enfermera! ¡Sáquenla! ¡Salga! ¡Ya basta! ¡Suficiente!
V
EL SUJETO DE LA COINCIDENCIA
De la ciencia al cuadrado
- Ella tiene razón, dijo Schrödinger-
- ¿Cuál es su diagnóstico?
- Dejemos esas argucias a los soñadores ociosos. Apurémonos que la noche avanza. Concéntrese más bien en el teatro que ella le mostró.
- ¿Quién se interesa en esta época por ese teatro?
- En esas condiciones, no es sorprendente que usted cometa errores colosales y que se considere cómplice de la debacle del cuadro del mundo que ella se esfuerza tanto por representarle.
Se dirigió hacia la puerta:
- ¡No se vaya así! Yo le doy mi lengua al gato11.
- ¿Al gato, realmente? Dijo, volviendo sobre sus pasos... El gato muerto y vivo mientras no abramos la caja... No se puede decir que usted verdaderamente haya abierto su caja.
- Hasta ahora creía haber registrado pasivamente todo lo que me dictaba. Como si mi escritura no tuviera influencia sobre su discurso, como si su mundo existiera en sí mismo, un mundo terriblemente objetivo, donde bajo su mirada los vivos se petrifican. Creía transcribir los apocalipsis de un universo típicamente esquizofrénico, sin pensar para nada que pudiera pertenecer a él. Hasta esta hermana, estatua del Comendador, que termina la obra haciéndome pedazos con su cólera divina.
- Estoy seguro de que usted afirmaría que ese cuadro clínico no hubiera podido obtenerse más que a partir del momento en que, como perfecta secretaria, evitó todo contacto con su delirio, sin desmentirlo ni afirmarlo, cuidándose de que no se filtrara la menor gota de subjetividad.
- En mi vida fui tan neutra y tolerante.
- En efecto, no se podría adherir mejor al ideal científico. De este modo, inocentemente, usted habría registrado virginalmente, como la cera del mismo nombre, un mundo ya objetivado... Es la ciencia al cuadrado.
- Ríase cuanto quiera... Ese es el modo que tiene la psiquiatría de atraer a los espíritus más objetivos, campeones de los paradigmas más serenos. Si pecan de sobredosis de racionalismo es porque sus pacientes los llevan a eso. Sus observaciones sobre mi aspecto, mis reacciones, mi vestimenta, hacían que me encogiera como una ostra sobre la que se exprime un limón.
- Estaba presa de una extraña experiencia, ¿no es cierto? Ella registraba al milímetro sus menores cambios, razonaba sobre las interferencias, invertía el curso del tiempo... Vea, celebro los poderes de su princesa como el Minnesänger que siempre quise ser
- Entonces, ¿cómo explica que ella haya persistido hasta el final en adecuarse a su cuadro clínico? ¿En hacerse la loca cuando parecía mejorar?
- Le presentaba un cuadro del mundo que es el vivo retrato de un cuadro clínico o científico, justamente en el hecho de que el sujeto está ahí excluído.
- ¿Cuál? cuidado con utilizar esa palabra a tontas y a locas...
- ¡Por Dios, el único sujeto que cuenta! El que surgió de la pregunta: ¿y nosotros, quiénes somos?
- De acuerdo. Ella me presenta un mundo sin sujeto, y también un mundo sin fe ni ley. Por otra parte no me lo presenta, ella “es” ese mundo. Sus síntomas delirantes son un método de investigación. No deja de decírmelo: su asunto no es tanto creer en eso como utilizarlo para hacer saltar mis mentiras y mis falsas apariencias. Su concentración –como quien no quiere la cosa- en mis menores cambios de humor y de apariencia es lo que más me impresionó. Usted tiene razón, ella me planteaba sin cesar la pregunta: ¿qué somos nosotros en esas interferencias?, y forzaba de mi parte un saber que yo le rehusaba por serme de difícil acceso. Luego nombré como “impresiones recortadas” esos movimientos no sabidos del analista a los que apunta la vigilancia psicótica.
En esa época, creía que mi fracaso se debía a la dificultad de la anamnesis. Imposible ir más allá de la generación de sus padres.
- Abandone de una vez por todas la búsqueda de las causas. La búsqueda de las causas siempre la induce a error.
- ¿Y qué pone en lugar de eso?
- La interacción, usted misma lo dijo, los cambios, las metidas de pata...
- Si es por meter la pata, yo la metí...
- Justamente usted le fue útil con ese tipo de detalles. Usted creyó obrar en el sentido de una pseudo-arqueología. Pero un mundo sin espíritu ni lenguaje para poder conocerlo, ¿todavía es algo?
- ¿Diría que ella intentaba hacer existir ese mundo sirviéndose de pizcas de mi vida, para que de ese modo efectuáramos un reconocimiento del espacio en el que vagaba su hermana, como una muerta-viva? ¿Que le diéramos, como Antígona, una sepultura decente? Debería haberlo conocido en esa época... No tenía a nadie a quien contarle esta historia y, al no poder soportar la crueldad de sus ataques, salí corriendo del escenario.
- Acostúmbrese a ello: la investigación trabaja en la insensatez y en la crueldad. Pero no olvide que si nuestro ego que siente, percibe y piensa, no se encuentra en ninguna parte en el cuadro científico del mundo, es quizás porque se convirtió en el cuadro mismo.
- Ya no lo sigo. Estoy demasiado cansada.
Berlín 1933
- Espere, ya no me quedaré mucho tiempo. Debo decirle que formé parte del cuadro que me acaba de presentar.
- ¡Está bromeando!
- La historia de su paciente me recordó un sueño. Acuérdese, se lo quise contar pero no quiso escucharme.
- Ahora lo escucho.
- Al confesarlo, siento un remordimiento que me taladra. Ithi, una buena amiga mía, abortó. Las cosas no resultaron bien.
- ¿Cuándo?
- En 1931. Hacía cuatro años que estábamos en Berlín. Tenía el honor de ocupar la cátedra de Max Planck por mi descubrimiento de las ecuaciones de onda en 1927. Entonces tenía casi 40 años. Como se dará cuenta, no fui muy precoz comparado con Gödel, Dirac, Niels Bohr o Pauli, que hicieron sus descubrimientos antes de los treinta. Me la desquité con pequeñeces. Hasta una edad avanzada, nunca pude evitar encenderme, y mi mujer puede probarlo. A veces me pregunto si esa calentura no es lo que me permitía hallar...
Esa vez, por Ithi, estuve a punto de divorciarme. Anny y yo no habíamos podido tener hijos. Ithi tampoco después de su aborto. Finalmente se casó con un inglés. Luego yo me convertí en padre, pero esa es otra historia, no quiero complicarla...
Su relato me hizo pensar en ese hijo que nunca tuve. Me acosó en sueños, un sueño tan preciso que nunca pude olvidarlo. Es este: estaba en la cama con Ithi pero había otro personaje presente en la habitación, que llamaba a mi propia madre por su apodo: Georgie. O más exactamente lo seseaba como un niño: Zorzi, Zorzi. En ese momento mi madre, ya muy anciana, estaba en Viena, yo era su único hijo... ¿Qué piensa usted de eso? ¿El Edipo?
- ¿Y usted?
- Yo siempre interpreté esa voz como la de mi hijo no nacido. La recordé cuando su paciente habló del hijo que le fue arrancado: quizás él tenía valor.
- Usted tiene más coraje del que yo tuve entonces. Siempre evité profundizar esas coincidencias entre su historia y la mía: tenía miedo de alimentar su delirio con lo que Freud, en una carta a Jung, llama la innegable complacencia del azar. Creo que Jung extrajo de ahí su sincronicidad.
- Hablemos de Jung. Lo conocí bien en otra época. En 1946 me había invitado a una de sus conferencias anuales en Ascona. El tema era “El espíritu y la naturaleza”. Mi exposición versaba sobre el espíritu y la ciencia. Las conferencias que usted lee surgieron en parte de allí. Pude deleitarme citando los “Vedas” sin temor a que un aguafiestas viniera a recordarme la disciplina de mi disciplina.
Allí es donde tomé prestada de Jung la frase sobre el exilio del sujeto. Él decía algo así como que el alma es el más grande de los milagros cósmicos, la condición sine qua non del mundo como objeto.
- No me complique la vida con el alma cósmica, ¡todas esas coincidencias son ya bastante escabrosas!
- ¿Qué hay de malo en eso?
- El auto de fe sobre los libros de Freud, el reconocimiento de Jung por parte de Göring, ¿no le dice nada?
- Todo eso es del pasado. ¿Adónde quiere llegar?
- Al año 1933, cuando fue fundada la Sociedad general médica alemana de psicoterapia. Por Alemania, su presidente era Mathias Heinrich Göring, un neuropsiquiatra primo del mariscal, y por la organización internacional, Karl Gustav Jung. Bajo la dirección de Göring comenzaron la marginalización y el encierro del psicoanálisis en la Deutsche Psychoterapie, con el control de la terminología analítica y de la actividad de los analistas.
El mismo año, siempre en Berlín, se hizo una hoguera con los libros de todos los judíos y de los no judíos antinazis. Cuando le llegó el turno a los libros de Freud, el anunciador proclamó: Contra la sobreestimación destructiva de la vida sexual y en nombre de la nobleza del alma humana, ofrezco a las llamas los escritos de Sigmund Freud. Entonces, el alma, usted comprende...
- ¿De qué me acusa? Yo nunca milité contra la sobreestimación de la vida sexual, por el contrario, acabo de probárselo...
- Está equivocado al bromear sobre semejantes temas.
- Oh, usted sabe, a mí la política...
- Lo que le reprocha la posteridad es su a-mí-no-me-importa-nada. El pasado se inscribe, como dice Sissi, ¡usted no puede escamotearlo con una pirueta retórica!
- Entonces, señora virtuosa, ¿usted supone que yo estaba entre los 960 firmantes que arrastró Heidegger en apoyo a Hitler? No la imaginaba como uno de esos justicieros de la post-guerra, que distribuyen a los cuatro vientos el bien y el mal y se precipitan en los brazos del primer tirano que los adule. ¡Entschuldignung! Lamento no poder darle esa alegría. No, yo no firmé, puede verificarlo. Las peticiones no van conmigo.
Hubiera querido verla en Berlín en 1933. Usted se pregunta bajo qué bandera ponerme: ¿izquierda, derecha? Izquierda-derecha, izquierda-derecha. ¡Inclasificable este Schrödinger! Para decírselo todo, nunca me gustó marcar el paso. Ni el de Hitler ni el de otros. Decidí irme cuando ví el giro que tomaban las cosas en Berlín. Usted habla del auto de fe del 10 de mayo de 1933, de la depuración de la prensa y de las editoriales ¡como si yo no estuviera enterado! Pero los meses precedentes... Vea, hay que haberlo vivido, prefiero callarme...
Usted todavía no había nacido ese día de marzo, cuando hicieron pedazos las vidrieras de los negocios judíos. No pude resistir el placer de romperle la jeta a una de esas basuras de uniforme. Estuve a punto de pagarlo caro. Estábamos con Anny en la vereda frente a Wertheim, el gran negocio judío de Berlín, cuando llegaron los SS. Al ver que yo golpeaba a uno de sus compañeros me saltaron encima. Le debo mi salvación a uno de mis estudiantes que pasaba por ahí y que felizmente, si puedo decirlo, ostentaba la insignia nazi.
Y luego, todas esas indignaciones en torno a Einstein. Él estaba entonces en los Estados Unidos y no quería volver a Alemania. Cuando incautaron sus bienes y ofrecieron una recompensa por su captura, todo el mundo se movilizó para defenderlo. Yo los veía hacer y sabía que las mociones en su defensa no servían para nada. Él tenía razón en quedarse donde estaba. Ese día, sin decir nada, dejé de ir a la Academia y comencé a prepararme para partir.
- En su autobiografía, Heisenberg describe todas esas investigaciones increíbles, en un clima de fin del mundo.
- Él se parapetaba detrás de la autoridad de Planck. Hitler le había ordenado trabajar en la bomba atómica. Estuvo a punto ¿sabe?. ¡Curioso año! Todo se precipitó. Compramos un BMW gris metalizado y partimos para Italia. Anny al volante, sin saber casi conducir. Mi elección en Oxford, Hilde sucediendo a Ithi, Hilde, a quien esta vez no permití que abortara. La pequeña Ruth se anunció para el año siguiente en Irlanda, con la bendición de Anny. El premio Nobel como regalo de Navidad. Como ve, en amor, en ciencia o en política, paso al acto. ¿Es grave, Señora psicoanalista?
Pero usted ya no dice nada. Venga, voy a ponerle el pie en el estribo.
Coincidencias
Justamente, antes de este famoso año en el que usted espera entramparme, publiqué un ensayo titulado “Ciencia y ética”, donde se encuentra ya el embrión de nuestra discusión. La ética de la ciencia reposa sobre el hecho de que nadie puede crear una obra científica completamente aislado. Necesita la colaboración de otros. Entonces, yo me pregunté cuál era el estatuto de esa alteridad. ¿Se trata solamente de una seguidilla de semejantes juiciosamente alineados en una fraternidad de comando o bien de una incógnita, X, la cosa, como otrora la llamaron los matemáticos árabes?
En todo caso es una alteridad teñida de extrañeza, como me lo sugirió un niño de 3 años en una experiencia científica en la que me hizo el honor de asociarme, “Cuando tú te pellizcas, no me hace nada, pero cuando yo me pellizco, eso duele”. Es el “eso” y no el “tú” o el “yo” lo que importaba en su demostración. Debería reflexionar sobre ese eso con el que Lichtenberg reescribió el cogito cartesiano: “Eso piensa, entonces eso es”.
- Pienso en su esquema: ¿qué eso o qué coincidencias hicieron coexistir, en una convención, mi parto, la esterilización de Sissi y su fantasma de hijo? ¿Usted hace alusión a la herencia que ella me reclama? ¿Eso es la tierra de manatiales?
- ...
- Usted juega al analista, de acuerdo. Si yo fuera mañana, para la Fiesta de todos los santos, a la región de mi bosque, de mi viñedo, a la tumba de los míos... Hace una eternidad que no voy. ¿Me escucha?
Un ruido me despertó. Era yo, que roncaba a todo vapor por las ventanas nasales. ¿Era posible que se hubieran vuelto tan grandes como los de mi maestra de la infancia? Yo tenía la manía de calibrar los orificios de la nariz de los adultos que lo miden a uno con la mirada sin advertir que la altura nos permite escrutarlos desde abajo, mucho más allá de sus pensamientos. Al cabo de mis observaciones con la cabeza levantada, había comprobado que la fantasía de las narices más liberadas contrariaba a menudo las doctas palabras que emitía la boca de abajo. Mi descubrimiento se remontaba el día en que la maestra de la clase común del pueblo, bajando de su estrado, me había interpelado desde la primera fila de bancos. A la edad de los dedos en la nariz, prohibidos con el pretexto de que más tarde eso se notaría en plena cara, me había mantenido tranquila mientras ella articulaba el dictado para los grandes con la fuerza de su mímica. Durante todo ese tiempo había observado, por debajo del rostro de la vieja señorita, la extensión de las orgías prohibidas.
El libro de Schrödinger se había deslizado de mis manos y había caído al piso. Miré mi reloj: las cinco de la mañana.
Tercera parte
LA GRANDE Y LA PEQUEÑA HISTORIA
I
¿A QUÉ CIENCIA CONSAGRARSE?
El asunto
- Bueno, no empieces de nuevo, me decía el señor Louis, el hermano de la maestra de nariz interesante. Esa mañana del Día de Todos los Santos, caminábamos por el paseo de cipreses del cementerio que dominaba la campiña. Como yo no le respondía, me reprochó mis visitas nocturnas que sólo me aportaban desgracias. Protesté:
- ¡Fue sin mala intención!
Me callé un momento cuando creí reconocer, rengueando en su abrigo negro, a una amiga de mi abuela. ¡Pura ilusión! Contemporánea de Schrödinger, la Adela tendría más de 100 años. Otros abrigos similares se detenían delante de las tumbas, buscando discernir ante quien estaban, con aire de circunstancias. El señor Louis desparramó cortesías entre las lápidas, luego se dirigió hacia la de su hermana. Yo iba derecho hacia la mía y escrutaba el horizonte inmodificado, con las mismas montañas, los mismos bosques, los mismos prados.
Muchos campos estaban sin labrar luego de que, allá arriba, como se decía aquí de todo lo que venía de París, se había decidido dejarlos en barbecho. De esto hacía mucho tiempo. Desde la época en que mis visitas se hacían a las apuradas, de Día de Todos los Santos en Día de Todos los Santos, hasta no volver más en los últimos años, sin miramientos para con esta región demasiado ruda de temperamento y de clima como para retener a los amantes de lo pintoresco y del encanto. Tierra de fronteras desde la Edad Media, quizás había conservado poco, en el tono acerbo de sus habitantes, de las huellas de las devastaciones periódicas que caían desde todos los puntos del horizonte.
Como una oración, recité mentalmente la letanía de los nombres de los lugares donde los que reposaban allí me acunaban en otro tiempo: Grand Champ, Croix de Mission, Paturie, Lavières, Sainfoin, Malgovert, Plan Gagnant, Champ Portant, Mont Gargan... San Gargantúa me guarde de olvidar esos nombres mágicos que deben ser recitados contra el exilio. ¿Todavía sería capaz de encontrar esos viñedos, esos bosques? Cuando mi abuela tuvo que emigrar a cien kilómetros de allí, es decir a territorio salvaje, quemó en una fogata de alegría o desesperación, cartas, fotos, ropa y trastos viejos para que no cayeran en manos extranjeras.
El señor Louis había hecho lo mismo cuando aumentaron los controles, prendiéndole fuego a sus viejos instrumentos, fotos y cartas, para alejar la sospecha sobre su herencia del asunto familiar. Gesto de pura locura que yo le había reprochado, hasta que en un libro de historia descubrí que, desde la noche de los tiempos, esa había sido la costumbre local ante las invasiones. De nada había valido enorgullecerse de la palabra de sus padres, de que los contratos mejor respetados se hacían de palabra, sin intercambiar el menor papel. Justamente, para el fisco, ese era el punto.
Yo lo había visitado en la cárcel de la capital departamental donde sólo permaneció dos semanas por exigencias de un sumario que superaba de lejos en la región, su caso individual. Debía darse un ejemplo, sin saber porqué ni cómo. Luego, el proceso había blanqueado su situación y todo había vuelto a la normalidad, como si nada hubiera pasado; la detención preventiva, se le aseguró, no tenía nada de infamante. Cuando quiso comprender, los representantes de la ley habían sido desplazados y su asunto se había desvanecido como por encanto. Su hermana murió algunos meses más tarde y la tía que vivía con ellos al año siguiente, en el hospital “especializado” de la misma ciudad que la prisión.
Detrás del vidrio rectangular del locutorio, adonde yo había ido a levantarle el ánimo, él había levantado el mío:
- No te preocupes, estoy acostumbrado...
Lugarteniente de cazadores alpinos en el 40, se había ido a Noruega a luchar en la guerra, había vuelto de la batalla de Narvick sin un centavo y con la décima parte de sus compañeros, había desembarcado en Calais con una bayoneta calada y se había incorporado a la Resitencia. Detenido, evadido, detenido de nuevo, deportado a Mauthausen, luego a la frontera yugoeslava, las alusiones que acababa de hacer del otro lado del vidrio eran más que discretas. De hecho, nunca hablaba de eso. Contra la voluntad de su hermana había devuelto a París todas sus condecoraciones.
Esa vez, me había preguntado como se las arreglaría para salir de una situación sin enemigos aparentes. Para esa breve estadía en un establecimiento de lujo comparado con los precedentes, ironizaba, había procedido en primer lugar a limpiar su celda con un gran pañuelo, Luego, después de unos movimientos de gimnasia mental y física, había dormido tranquilamente. En el paseo se había encontrado con un compañero refinador de las montañas vecinas, tan desconcertado como él de encontrarse en ese sitio, para ellos aún impregnado de proezas de la milicia, con la que identificaban a esos justicieros de todo tipo.
Sus fojas de servicio habían sido acogidos con un “Ustedes no estaban obligados” de un joven magistrado inflexible, conocido como el hijo de un colaborador de la región.
- Pobre muchacho, ironizaba el señor Louis, no es su culpa, lo hace por costumbre, es más fuerte que él. ¡Vuelve a visitarme! me había gritado en el locutorio cuando el guardián se había acercado para llevarlo.
Su sonrisa triste me había seguido. Sin embargo, no había vuelto a verlo ni siquiera para el entierro de su hermana ni para el de su tía. Yo también lo había traicionado. Tres años más tarde, había ido a París para tratar de saber. Había vuelto con las manos vacías, como si su historia no hubiera existido nunca, pobre ingenuo comparado con los asuntos que ocupaban la primera plana.
Bada
El cementerio dominaba la región. ¿Dónde diablos encontrar una tierra de manantiales? Recorriendo de nuevo el horizonte desde esa altura, me daba la impresión de ser un general reconociendo el terreno de operaciones antes de librar batalla; pero un general miope, delante del cual los relieves se confundían, perdían hasta su nombre. Mi mirada se centró más acá del muro del cementerio y se detuvo en los cascos de los soldados. Estaban siempre allí, colgados de las cruces. La libertad guí-a nuestros pasos... Hubiera jurado que antes los había visto también puntiagudos12.
De guerra en guerra, mis pasos me conducían derecho hacia la última, desde esa línea de suaves ondulaciones hasta el valle más escarpado donde había nacido y cuyas cumbres aparecían en tiempo claro. Depositada en lo de mi abuela, lejos de los bombardeos, me llevaban a la montaña en ocasión de treguas anticipadas. Durante esas expediciones, veía cómo el blanco me invadía poco a poco, las banquinas se elevaban nevadas, la tarde caía y, cuando todos los gatos son pardos, las habitaciones se iluminaban de abajo hacia arriba, cada vez más cerca de las estrellas.
- ¿Cuándo llegaremos?
- Enseguida.
- ¿Dónde estamos?
- En M.
El valle se embanderaba, creía en la Liberación. El cese del fuego no se prolongó mucho. Los vencidos subían desde el Vercors, limpiando todo a su paso.
¡Ama! Qué prescripción paradojal para quien aprende su lengua materna en plena operación-rastrillo. Durante largo tiempo había tenido una pesadilla familiar, en la que corría perdida delante de soldados grisverdosos. Fantasmas de deseo, creí en un primer momento, fiel a la doctrina, ¿o hechos reales de los que no guardaba ningún recuerdo?
Aproximadamente a los dos años, había puesto mis manos sobre el horno caliente. Mis gritos estuvieron a punto de provocar la detención de los jefes de la Resistencia reunidos en casa. Habían huído por las bodegas de quesos de al lado. El señor Louis se acordaba todavía hoy del nombre del delator, cuyos dos hijos habían sido alcanzados por un obús alemán poco tiempo después, juntos, en un campo.
Antes o después, aquí y allá, como lo contó incansablemente, en una temporalidad que me quedó en el presente, como si las conversaciones repetidas noche tras noche alrededor de la mesa, sin ningún cuidado por las conjugaciones ni por los circunstanciales de lugar, alinearan las historias sobre un mismo plano. Antes o después, es decir ahora, aquí y allá rompieron vidrios y vidrieras y reunieron a los hombres en los cuarteles donde el señor Louis había dado clases con su amigo el afinador.
Los gritos del farmacéutico que enterraron vivo... Junto con otro, se les había encargado del aprovisionamiento. Esa misma noche, perseguido por la Resistencia, el enemigo tuvo que huir con los rehenes hacia el paso en la montaña. Debieron cavar ellos mismos sus fosas, como lo relata un sobreviviente. La tumba fue descubierta por el olor el verano siguiente, cuando se fundió la nieve. Un brazo sin mano salía de la tierra.
Más tarde, la huída en un carrito de la que no me acuerdo. Atravesar las calles corriendo a pesar de los tiradores emboscados, descender por la costa hacia M. para cruzar el río. El refugio encontrado del otro lado, en casa del alcalde comunista, y el objeto que su mujer me regaló, escudo contra la barbarie: una guía telefónica que me fue imposible dejar hasta el fin de la guerra y que bauticé bada.
Baldío
Esa palabra cabalística me llevó a las desventuras badatoriales de mi artículo, que ya había confiado al amigo Louis. Anoche, como en medio de refugiados, había abrazado mi bada Schrödinger hecho jirones y manchado, como un escudo contra los golpes del destino.
- Desconfía de las palabras que no existen, me advertía el señor Louis, si tu cuenta no es buena terminarás en el asilo, como la tía.
Desastre por desastre, necesito volver a ver los lugares que había dejado. Alcanzando al viejo en lo alto del cementerio, le pregunté si tenía tiempo para acompañarme al viñedo, donde la vid había sido arrancada. Eso yo lo sabía por haber oído en otro tiempo a mi abuela hablando sola en voz alta, a menos que respondiera a su marido invisible, resucitado para reclamar la venganza de las cepas.
También habían desaparecido los duraznos de pulpa roja como el vino y el lagar donde los hombres pisaban la uva con los pantalones arremangados. Yo volaba ahí con los brazos extendidos el tiempo suficiente para esbozar tres pasos y caer del otro lado, con los pies picoteados y manchados. La cuba gigante descansaba seguramente en una bodega, me hubiera gustado volver a verla. El señor Louis me disuadió, conduciéndome por un camino en pendiente.
Sin poder explicármelo supe que estaba ahí, el viñedo y su muro de piedras secas, parcialmente en ruinas. Parecía que antes el pueblo había sido ciudad alrededor de su castillo. Imaginé el fin amor en sus jardines donde, antes de la guerra, se reunían los domingos para hablar, manos a la obra, nunca sin algo para hacer. Y si no, vean el resultado: un lugar irreconocible, invadido por las zarzas, el escaramujo y el espino negro. La parra aprovechaba para jugar con las viñas vírgenes y trepar enmarañada a los árboles.
Caminé a lo largo del muro, desolada por tanto amor jardinero a pura pérdida. Una bandada de aves salvajes marcó un intersticio por donde me metí. Cuando pude enderezarme ví las ciruelas que había visto injertar y terminar en licor, así como las manzanas de un carmín desaparecido de los puestos de fruta parisinos. Con los bolsillos llenos volví al camino para ofrecer al señor Louis los frutos de mi cosecha. A cambio, se ofreció a ayudarme un día a desbrozar el lugar. Yo le pedí que antes me ayudara a desbrozar la conversación de la noche.
- Ya me emborrachaste con tu Wittgenstein hace diez años, cuando fui a París. ¿Quién es el nuevo?
- ¡Cállese! Un gran sabio, pionero de la nueva física, que me dijo algo, a mí, personalmente.
- ¡Acabáramos! Ahí estás, investida de una misión, como la tía.
- ¿Adónde vamos?
- A ver si te reconoces...
Señora Francia
El camino se apartaba de la civilización y trepaba endureciéndose bajo nuestros pasos. Nada crecía sobre esas piedras. Por momentos, el sol hacía brillar las hierbas, relucir el malva de las endrinas, el granate de los tapaculos y de las manzanitas a salvo del hielo.
- Entonces, ¿te decides?
- Y bien, apuesto a que en su espíritu estos baldíos existen por sí mismos. Él sostiene que sin nuestro espíritu el mundo no sería más que una obra de teatro delante de butacas vacías y, por lo tanto, sin existencia propiamente dicha.
- Si es eso lo que descubre tu gran sabio...
- Dice que la ciencia ha desterrado el espíritu con sus sueños y sus locuras y que el espíritu volvería como un fantasma.
- Deberías desconfiar, tú y tu tendencia a enfantasmarlo todo.
- No no inventé. Después de ese largo exilio, el retorno del proscripto no se produce sin represalias. Siembra el desconcierto y sube a la cabeza de la ciencia nueva.
- En mis tiempos se hablaba de transporte al cerebro... Mi hermana murió de eso poco después de nuestro asunto. ¡Que descanse en paz! Si estuviera en este mundo, ella te diría que se te recalienta un poco la azotea...
- Usted no está obligado a creerme. Por otra parte, parece que los sabios se odian entre sí. Como los psicoanalistas, de una escuela a la otra se toman por...
- ¿No?
- De hecho, Schrödinger me confió que la Escuela de Copenhague le desagradaba, como si sus ecuaciones pudieran oler a vino ácido o a queso pasado. Esa repulsión era recíproca de parte de Heisenberg, su rival alemán. Un viento de locura agita hoy a auténticos físicos cuánticos, tentados por todo tipo de desbordes parapsicológicos, orientalistas, materialistas, incluso espiritistas... Ahora bien, el espíritu, me sugirió él, es un poco nuestro asunto, el de los psicoanalistas. Quizás tengamos algo que decir en ese cambalache científico.
- Ese hombre se complica mucho la vida. Las glorias de mi época, Pasteur, Marie Curie no hacían tanta historia ¿No querrá también recomenzar la ciencia?
- Él dice que no, pero que el sujeto no puede permanecer ajeno a su construcción. Más concretamente, me habló del espíritu agudo de los investigadores, afectado a menudo por su búsqueda heroica en los confines de lo decible. En una palabra, tienen miedo de volverse locos. Uno de los más famosos no pudo conservar su equilibrio sino a costa de su hijo, encerrado en el asilo de Zurich, el Burghözli.
- Si das toda esa vuelta para hablarme del hijo de Einstein, ya mismo te detengo. Para ser franco, ese bochinche alrededor de la vida privada de la gente no me gusta, ya sean hombres de ciencia o no.
Me callé de inmediato lamentando haberle hecho sentir vergüenza. El señor Louis había tenido una tía esquizofrénica. Las malas lenguas habían propagado el rumor –estigmatizando según las costumbres a solteronas y a solterones- que por su causa él no había tenido mujer ni su hermana marido.
Sin embargo, a mis ojos de niña, la tía no era tan espantosa. Cuando tenía sus crisis, andaba por las calles con una cocarda en el sombrero y en los botones, llevando un cesto que nosotros suponíamos lleno de guijarros. Todo el mundo la llamaba señora Francia. Nosotros, los chiquillos, la seguíamos por las calles y le preguntábamos porqué su cesto era tan pesado. Nos desternillábamos de risa ante su invariable respuesta:
- Mi pequeño, ¡llevo allí los pecados de Francia!
El resto del tiempo permanecía encerrada en su casa, un poco demasiado silenciosa en su sillón de mimbre, un poco demasiado pálida. Cuando íbamos a visitar a la maestra, yo tenía regularmente derecho al bombón que depositaba en mi mano, durante el tiempo interminable en que había que quedarse quieto.
Se suponía que el mismo bombón, salido de la bombonera de porcelana de las grandes ocasiones, me haría permanecer tranquila el día de la vacuna, en la sala colmada de la alcaldía, cuadro viviente de la masacre de inocentes. Ignorante de los fantasmas de los otros, yo estaba aterrorizada por las sierritas que cortaban el vidrio de las ampollas, convencida de que servirían para despedazarme viva, como a la Saint Cochon13... Buen cerdo el médico que nos pinchaba uno tras otro sin decirnos nada...
- Tú eres injusta con los hombres de ciencia. El doctor Thévenin visitaba a la tía todas las semanas. Ella lo apreciaba mucho.
¡Ah, bueno! De bombón en bombón me llegó el gusto irreemplazable del que tragaba en misa, con un agujero en el medio, como la moneda para la limosna que tenía en la otra mano. Atisbaba en el pasillo la alta silueta panzona del bedel, fajado en azul cielo, con un bicornio por sombrero, marcando el paso con su alabarda. Su llegada bastaba para inmovilizarme, casi como la imagen de la santidad. Entrevisto desde mi banco en puntas de pie, resultaba mucho más eficaz por sus poderes mágicos que el cura al fondo de la iglesia. En esos equilibrios, lo que me interesaba realmente fisgonear eras los chiquillos blancos y rojos al fondo del coro. Los creía ángeles... ángeles de corazón hacia los que iban mi fe y mi esperanza, mal que le pesase al gordo.
- ¿Y el bedel, también murió?
- Hace mucho... Deberías visitar el museo del castillo, él lo creó pidiéndole a la gente que vaciara sus graneros. Encontrarás allí las herramientas de tu abuelo. Yo también doné algo, antes de mi historia. Incluso vinieron de París a estudiarnos, a fotografiarnos. ¡Qué honor, convertirse en objeto de museo!
Eché una ojeada de costado. Mi compañero sonreía trepando la cuesta y parecía absorbido por el ritmo del ligero balanceo que lo acunaba hacia delante.
- ¿Adónde vamos?
- Espera un poco, ya casi llegamos... Entonces, ¿te sientes con una vocación?
- Él fue quien lanzó el llamado al psicoanálisis.
- Qué idea absurda.
- Él toma en serio los accidentes de trabajo de los investigadores lanzados al asalto de ciencias vertiginosas. Trabajo de alto riesgo en el que a veces perecen.
- ¿Y qué tiene que hacer ahí el psicoanálisis?
- Sirve para encordarse, porque él tiene cierta experiencia de los desprendimientos del tiempo.
- La tía también vivía el pasado en el presente. La sola mención del llamado del 18 de junio del 4014 bastaba para volver actual ese período que, por otro lado, ella mezclaba con la guerra precedente. Afirmaba haber visto a su abuelo deportado a Alemania durante la guerra del 14, en un campo de concentración. Sin embargo, por lo que decía mi hermana, ella era la más brillante de todas cuando estaban en pensión.
El colmenar
- ¿Una amiga de su hermana? Siempre creí que era su tía... No se le podía calcular la edad.
- No la tenía. El nombre de “tía” le había quedado después de la muerte de una sobrina, originaria como ella de un pueblo del lado de Verdún. Durante la guerra, las dos habían venido a refugiarse cerca de aquí, en la ciudad donde mi hermana la conoció en una pensión.
- Nunca supe de la existencia de esa sobrina.
- Un día desapareció. ¡Misterio! Nadie habla de eso en la región. Después de la desgracia la tía se volvió apática.
- Acaba de suceder otra desgracia: un paciente del hospital murió anteayer. Él también hablaba de deportación a campos de concentración en 1914. Otro paciente del dispensario delira sobre el mismo tema. Extraña coincidencia ¿no? Holtzminden, ¿le dice algo?
- No que yo sepa... Deja el pasado donde está. Háblame más bien del llamado de tu hombre de ciencia. A mi hermana le hubiera gustado conversar contigo, como en los tiempos de las divagaciones de la tía. Yo mismo me pierdo un poco. Figúrate que el verano pasado recibí un libro de Noruega, de un camarada de guerra. Seguimos en contacto, una tarjeta para las fiestas de vez en cuando. Su hijo, en Oslo, tiene el mismo oficio que tú. Lo escribió en el libro que me envía. En inglés... Tú me dirás de qué se trata. Llegamos. ¿Te reconoces? ¿No? Peor para ti.
El lugar no me decía nada. Estábamos a la vera de un bosque que dominaba un baldío realeado con arbustos achaparrados. Me deslicé entre las hierbas. Esa tierra abandonada me incitaba a dejarme llevar...
- ¡Peor para mí! Sabe, desde hace un tiempo, ya no tengo ganas de ser psicoanalista. Es demasiado...
- ¿Eh? dijo, más interesado en observar algunos frutales silvestres que por mi tono quejumbroso. Con la tijera de podar en la mano se dirigió hacia el elegido. ¿Qué es lo que te molesta? Con un gesto seco cortó los gajos, sacó de su bolsillo un trozo de cuerda y los ató prestamente. Es el oficio que querías, ¿de qué te quejas?
- De no saber hacer las cosas bien, sobre todo cuando los pacientes vuelven periódicamente al hospital.
- Así era con la tía, uno termina por acostumbrarse.
- Yo no.
- Piensa en otra cosa... Ni siquiera has observado que ese bosque está bordeado de acacias. ¿Qué te enseñan en París, entonces? Yo las planté con tu abuelo. Su colmenar se encontraba donde estás sentada.
- Cállese. Hace años que paso por el colmenar escuela del Jardín de Luxemburgo sin atreverme a inscribirme.
Holtzminden
- En caso que te decidas, yo te haré una colmena. ¿De acuerdo?
- De acuerdo.
Había asentido despertando mi curiosidad al descubrir finalmente quién se escondía detrás de los velos. En ese momento estábamos en la cocina, sentados a la mesa delante de un frasco de cerezas al marraschino. El señor Louis rompió nuevamente el silencio en el que yo me entibiaba, adormecida.
- Pienso en tus parientes lorenos. Debo tener un libro sobre los civiles durante la primer guerra escrito por un historiador de la región de Verdún. No sé dónde lo puse, quizás entre los libros de mi hermana, voy a ver.
Desapareció un largo rato durante el cual me concentré en los dibujos del embaldosado y del hule, sintiendo que mis piernas se aflojaban.
- ¡El libro de los noruegos! anunció orgullosamente, como si ese regalo valiera todas las condecoraciones.
Puso tres libros sobre la mesa. Uno muy usado, forrado con papel azul escolar, un recuerdo de su hermana que él quería darme. El segundo en inglés, editado en Oslo, titulado “Pain and Survival” que dejé de lado para interesarme en el tercero, “Rostro de una Lorena ocupada”. Lo hojeé mientras él llenaba su pipa.
Tras haber buscado unos minutos, una foto apareció en plena página: barracas, cercos de alambre de púas en la nieve y la leyenda: el campo de Holtzminden. Esa foto atestiguaba que existía el lugar fantasma en el que habían sufrido las familias de Ariste, de la tía, de Séraphine. No pude contener mi emoción.
- Escuche, aquí está escrito: poblaciones enteras de civiles fueron deportados allí, desde bebés hasta ancianos, supuestamente por su bien, con el pretexto de alejarlos del infierno de Verdún. Algunos volvieron por Suiza con la Cruz Roja al término de un periplo agotador. ¿Y los otros? ¿Fue necesario que sus descendientes deliraran para dar testimonio de su calvario? ¿Tenían ellos menos valor que los soldados de las trincheras?
- Encarado así, objetó el señor Louis, ofendido porque yo no me había interesado en el libro de su compañero, no se termina nunca. ¡Francia también tuvo sus campos de vergüenza!
- ¿Así que según usted todos somos culpables de los pecados de Francia, como pensaba la tía?
Tuve la impresión de haber blasfemado. El rostro del señor Louis se congestionó:
- ¿Por quién me tomas? Toma, te lo regalo, puedes llevártelo.
Tomé el libro que me tendía y comencé a juntar mis cosas:
- De todos modos, ya es hora de que me vaya, esta tarde tengo una cita en París.
- No te irás sin comer.
Su tono se había suavizado y salió de la pieza para buscarme alimentos más sustanciales. Lamentando mi salida, eché una ojeada al libro noruego. Lo habían escrito las personas que trabajaban en un centro de refugiados en Oslo que dirigía Svere Vervin, el hijo psicoanalista del amigo del señor Louis.
Los diferentes capítulos hablaban de la locura normal, infligida deliberadamente por la “violencia organizada”, política y doméstica, que los argentinos llaman el “proceso”.
Violencia organizada
La tarde comenzaba. Sin creer ni una palabra de los distintos pretextos que ponía para parecer apurada, el señor Louis anunció el menú: salchichas y polenta. Me dió la espalda para pelar las cebollas.
- Mira el libro, tómate tu tiempo. ¿Comprendes de lo que hablan?
- No puede decirse que usted haya hablado mucho de ese período de su vida. Su hermana se quejaba de que cuando volvió estaba taciturno, completamente cambiado.
- ¿Qué podía decir? Ve a ver la película noruega “La batalla del agua pesada”, lee “El túnel” de mi amigo Lacaze, en otro momento te lo prestaré... Pero mira todo eso tranquilamente, tienes tiempo mientras esto se cocina, yo voy a dar una vuelta por el jardín.
En la mesa, la conversación giró sobre la delgadez de la cáscara de las cebollas que anunciaba un invierno clemente, y sobre los destrozos causados por el aumento de la población de jabalíes.
- Los crían en parques para luego largarlos... Cerdos que comen de tu mano, rezongó evocando a la Bestia Negra solitaria y salvaje, animal totémico en vías de desaparición, del que exaltó el lazo social matriarcal. Nuestras sociedades deberían inspirarse en ellos. No, él no participaría en cacerías sacrificiales. El fusil de su padre permanecería colgado encima de la chimenea.
Después del café, el viejo se instaló en su sillón para que yo le hiciera mi resumen. Lo miré de reojo. Manos cruzadas sobre el vientre, pipa en la boca, los ojos semi-cerrados, quizás ya dormía su siesta...
- Adelante, te escucho, no te ocupes de mí.
- A grandes rasgos, este libro explica como la violencia organizada vira al terror bajo el efecto de una hiperracionalidad chiflada. La condena se expande como una hoguera, nadie es responsable, todo el mundo es culpable. La reprobación se extiende a los seres queridos, padres, hijos, las familas explotan, la delación reina por todos lados.
Los analistas de este centro de refugiados sostienen que, de hecho, los síntomas de sus pacientes fueron locuras saludables, técnicas de sobrevivencia. Para enfrentar el derrumbe sin palabras de la realidad, esos analistas se niegan a parapetarse en la neutralidad, so pena de reactualizar un silencio inmundo.
El laboratorio de la cámara de tortura
El señor Louis emergió de su semisueño.
- La locura para sobrevivir a la demencia... Una cierta dosis de locura me salvó. Cuando llegamos a Mauthausen tuve la impresión de entrar en un asilo donde los enfermeros eran los chiflados. Parecía que estábamos en el laboratorio ideal para verificar experimentalmente técnicas de condicionamiento para el campo social. Mira, lo que me preocupa es la continuación de semejante plan con los descendientes. A los hijos de mis amigos rescatados no les tocó la mejor parte...
Yo mismo, cuando volví de allí, no era el héroe en el que vuestra sed de ideales quería transformarme. Por eso nunca escribí nada. Tendría que haber dicho demasiadas mentiras para adornar la realidad. ¿Qué decir cuando dudas de tus propias sensaciones, cuando miras a los otros como si fueran títeres?
- En ese clima de violencia, Sissi, una paciente del hospital, veía en ella imitaciones del padre, de la madre y de los hermanos que estaban en la casa. Ella decía que debería haberlos matado a todos...
- Ser capaz de matar al padre y a la madre, tomar la comida de un amigo moribundo mientras él te mira hacerlo...
La voz del señor Louis temblaba. Yo me reprochaba por haber reavivado aquello de lo que él había jurado no hablar. Continuó con los ojos en el vacío.
- Llegué a pensar que ellos tenían razón, que nosotros éramos esas mierdas y que su orden era el bueno. En la celda volví a ver a mis compañeros de Narvick, no a los vivos, ya ves, no estaba lejos de las visiones de la tía. El peor era el buen samaritano, que te ofrecía un cigarrillo por compasión y que te hacía flaquear antes de que recomenzaran. He visto a personas amables convertirse en monstruos y a truhanes entregar su vida. No es lo que tú crees. Cuando volví, yo mismo me encontraba inquietante.
- Sissi decía lo mismo: “yo vi como las personas se convertían en monstruos. ¡Sea mi testigo! Reclamo un proceso verbal...”. Ese es el objetivo de los noruegos: constituir ese testimonio...
- Se dicen tantas cosas... ¿Quieres saber realmente? Si todavía estoy aquí, es de pura casualidad.
Metí la nariz en mi libro, recorriendo a toda velocidad las descripciones de las pesadillas, la vigilancia constante, el temor de hablar durante el sueño, la apatía, la agitación de la que yo había oído quejarse a su hermana ante mis abuelos. Había sido tan extraño... Yo era muy chica para darme cuenta.
El libro, que ya no me atrevía a traducir, seguía con las técnicas de manipulación de masa. Mensajes paradojales: ustedes son libres para elegir ¡elíjannos! Disonancias cognitivas: es imposible que un estado tan democrático pueda torturar y matar en nombre de la humanidad. Incitación a la delación: tu padre es comunista, tu madre facista, o viceversa. La pedofilia normalizada, los teléfonos pinchados, la intimidad rota, los duelos prohibidos, salvo los funerales nacionales de los jefes del partido. El pasado ya no tiene importancia: hacer que todo sea lo más normal posible, desdeñar las heridas mentales, despreciar la subjetividad. Pero si acusas al régimen, entonces la culpa es de tu familia, de tu sexualidad, de tu edipo, psicoanálisis mediante.
En el silencio en el que me había instalado, oí al señor Louis tararear “Le roi des cons15”. Al ritmo de esa canción de Brassens, un gato negro entró a la pieza.
Prisión de mujeres
- ¡Todavía está vivo!
El señor Louis me miró divertido.
- No es el de mi hermana. Es uno de sus nietos.
El gato aspiró el aire en mi dirección y después salió por la gatera.
- El tiempo pasa...
Estaba a punto de cerrar el libro cuando el último título me lo impidió.
- ¿Qué encontraste?
- Nada... El testimonio de una iraní, una madre encinta de un hijo, encerrada en su pis y en su mierda con otra decena de mujeres en una celda de dos por dos durante cuarenta días. Eran golpeadas en la habitación de al lado por madres que aprendieron a castigar, porque únicamente las mujeres casadas estaban autorizadas a torturar. A una le mataron el hijo, a la otra el marido. No saben dónde están las tumbas para ir a llorarlos. Las fosas comunes son llamadas lugares de vergüenza. Nadie se atreve a ir por miedo a que los atrapen. Ella habla por las víctimas olvidadas, esas en las que la opinión pública no se interesa y cuyas causas no son rentables en el concierto de las naciones. Madres...
- ¿Piensas en la tuya?
El señor Louis sirve el café en tazas rojas con pintas amarillas.
Yo siempre había considerado la estancia de mi madre en prisión como normal en tiempos de guerra. Sólo recientemente me había enterado de su estado de delgadez, de fetidez y de estupor en el momento de su excarcelación, con el vientre prominente. Llevaba el mismo vestido liviano, usado hasta las hilachas, con el que la habían detenido un soleado día de otoño.
Con todo, ella me lo había descripto sin afecto, como si formara parte de lo cotidiano. Una mueca apenas, para no decir más. La celda superpoblada, la lata de conserva para comer, el balde para las necesidades, los ruidos de ametralladoras al amanecer en la celda que cada noche era designada como rehén, la cámara de tortura vecina y la tableta de chocolate que el obispo de Autun le dio un día a cada detenida y de la que ella había guardado un trozo para el día siguiente.
- Si doy crédito al DSM, a esta hora yo debería ser esquizofrénica.
Fanfarroneé para disimular la confusión que me había producido el texto de la iraní.
- Hay que hablar, todo el mundo lo dice, murmuró el señor Louis, no olvidar; pero olvidar es imposible, por eso las cosas se repiten... Hablar es muy lindo, pero ¿a quién?
- A usted, por ejemplo...
Bebí de un trago lo que quedaba en mi taza y me levanté de golpe.
- Espera, no te vayas así.
Levantando una puerta del piso, descendió al sótano donde lo oí revolver.
Di una ojeada a la última página. Ese libro convocaba a un juicio, lamentando que muy a menudo los procesos se desintegraran en farsas... Una farsa en la que “el payaso no ríe” titulaba David Rousset en la post-guerra.
¿Y si precisamente la farsa estaba en el lugar justo? Pensaba en el recuerdo punzante de mi sottie juicio. En verdad, casi no tenía prisa por volver a París. El libro de los noruegos lanzaba un desafío a los analistas, desafío delante del cual yo reculaba. El psicoanalista tiene horror de su acto, decía Lacan... Esa frase enigmática correspondía a mi humor en ese momento.
La cabeza del señor Louis reapareció con algunas botellas.
- Conserva el libro de mi hermana, cuando vuelvas me dirás lo que dice. Está escrito en francés antiguo, eso le importaba mucho.
En el rótulo, pegado arriba y a la derecha, leyó:
- “Discurso de la servidumbre voluntaria, o el contra uno”, La Boétie. El amigo de Montaigne, lo conoces...
- Creo incluso habérmelo encontrado.
II
EL CONTRA UNO, UNO PARA TODOS, TODOS PODRIDOS
Extraña atracción
Había vuelto con una botella de licor de ciruelas, otra de licor de endrina, hongos secos, miel de los bosques y la promesa de una colmena en caso de que decidiera inscribirme en los cursos de apicultura del Jardín de Luxemburgo. Lamentaba un poco el impulso insensato inspirado por el envión del estribo. Adiós, hasta pronto, prometido. ¿Era capaz de cumplir mis promesas cuando esa visita –yo lo sabía- se perdería como en papel secante cuando París me hubiera absorbido?
Para evitar la absorsión del aire del tiempo que nos apresa, franqueada la puerta de Orleans, me puse inmediatamente a descifrar el galimatías que la maestra había anotado, subrayado, garabateado en el margen. Confirmaba mi reciente experiencia: el caos era la norma, la incertidumbre una constante, la buena fe la excepción.
La Boétie daba cuenta de un lazo social de una extraña atracción: gran cosa es, y sin embargo tan común, ver a un millón de hombres servir miserablemente, teniendo el cuello bajo el yugo, no obligados por una fuerza mayor, sino encantados y hechizados por el nombre de uno solo16.
Ese lazo dependía menos de la persona que de su nombre, por eso luchar contra un tirano no vacunaba forzosamente contra los encantos de otro nombre. El “contra uno” trataba de conjurar esos encantamientos sin por eso reforzarlos con una retórica en espejo: no quiero que lo empujéis o lo tiréis por tierra, sino sólo que no lo sostengáis17. A pesar de mi lento recorrido a través de los graffitis de la maestra, esta lectura me hizo sentir segura; dormí como un lirón. Nadie vendría a visitarme, la fiesta de Samain había pasado y casi me había olvidado de Schrödinger.
Querido Erwin, que no había cedido ni un ápice de colaboración científica a las disciplinas exaltadas por el régimen y se había exiliado en Irlanda sin decir nada, mientras el nazismo sojuzgaba a su paso poblados, ciudades y naciones, en una progresión exponencial descripta en un pasaje particularmente subrayado en negro, que citaba las célebres batallas, libradas hace dos mil años y todavía frescas en la memoria de libros y hombres como si hubieran sido libradas ayer18. Enfrente, con un trazo rabioso, la maestra había escrito “las tres últimas”.
¿Quizás pensaba en los acusadores anónimos de su hermano cuando subrayaba a estos monstruos de vicio, que no encuentran palabra suficientemente denigrante, que la lengua se rehusa a nombrar?... Pero ¡oh buen Dios! ¿Qué podrá ser eso? ¿cómo diremos que se llama? ¿qué vicio o, más bien, qué desgraciado vicio? ¡Ver un número infinito de personas tiranizadas, que no tienen bienes ni padres, ni mujeres, ni hijos, ni siquiera la propia vida que les pertenezca!19
Creí reconocer el Otro Real, sin fe ni ley, innombrable, emboscado, que la locura busca cercar. Para mi sorpresa, todos los ingredientes para un análisis de tal real estaban exhibidos a lo largo de las páginas.
El llamado de La Boétie
El libro empezaba a gustarme. Describía una transferencia psicótica en el siglo XVI, con sus propiedades de atemporalidad, de desubjetivación y de contagio. Por el momento, poco importaban las distinciones entre las tiranías de otrora, los totalitarismos recientes o los integrismos a la última moda. Conducida por la voz de La Boétie, percibía a través de esas líneas la invariante de un discurso analítico que busca el germen de un sujeto en las áreas de muerte, tan activas entonces como ahora.
De obstáculo, los garabatos de la maestra se convirtieron en una guía a medida que me acostumbraba a su letra inclinada a la inglesa: Si se ve no a cien, no a mil hombres, sino a cien países, a mil ciudades, a un millón de individuos no atacar a uno solo ¿cómo podremos llamar a esto? ¿Se trata de cobardía?20, subrayaba ella, agregando a pie de página una observación de su cosecha: “Como el germen de la cristalización gana la superficie de un lago, así también puede propagarse el gusto de la libertad”. Su nota optimista no fue muy lejos.
“¡¡¡Consenso!!!” los tres signos de exclamación marcaban la indignación un poco más adelante: Con tal que el país no se avenga a servirlo, este único tirano se destruía él mismo: no es preciso que el país se tome el trabajo de hacer algo en pro de sí mismo con tal que no haga nada contra sí mismo21.
¿Qué es el sí de un pueblo, calculé de paso, que se esclaviza él mismo y se corta la garganta? ¡¡¡Suicidio colectivo!!! reiteraba ella en el margen.
Por un instante, ese exceso de exclamación me hizo dudar de la razón de mi razonable maestra. Su hermano en prisión, la tía internada, ¿se habría rayado? A juzgar por la fecha de la impresión del libro, ese texto habría podido ser su último interlocutor en una reclusión en la que ella cerraba su puerta a todos, incluso a los vecinos. ¿Acaso yo misma no había colaborado a su aislamiento, como si ella y su hermano vivieran en otro planeta situado a años luz de las obligaciones que me retenían en París?
El sí del pueblo
Mi inquietud duró poco. La gramática volvía a tomar la delantera. ¡”Uso del reflexivo!” había anotado ella frente al retorno lancinante de los pronombres reflexivos que saturaban el texto, contrariamente a las sintaxis actual que conjuga de buena gana los abusos en el pasivo. La Boétie no escribía que estábamos sujetos a todo tipo de males sino que nos dejábamos sojuzgar y seducir por los otros, y engañar por nosotros mismos, que nos habíamos acostumbrado y habíamos perdido la remembranza de nuestra antigua libertad.
De este modo, el sí del pueblo recuperaba, en el texto, todo su vigor. ¡Eso es! exclamé. Esta sintaxis es la del sujeto. La Boétie lo hacía surgir en cada línea, lo desenmascaraba, se las agarraba con él, lo despertaba de su apatía. Me hubiera gustado que Schrödinger se enterara de esa respuesta, muy anterior a su llamado.
No es sorprendente que ese texto hubiera sido reeditado en nuestra historia cada vez que el sí del pueblo se encontraba amenazado. Me acordé que Freud, huyendo en Londres de semejante devastación, ya había nombrado ese “sí”: sujeto de la historia, un sujeto del inconsciente no tan reprimido como cercenado, violentado, erradicado.
Para definir ese “sí” del pueblo, La Boétie se burlaba de las modernas dicotomías. Más que nada, su pluma lo hacía semejante a cualquier escritor de sotties, no demasiado clasificable, no demasiado alter ego, como usted o como yo, por constituir los despojos del cuerpo herido del mundo que va de mal en peor.
Uno de sus atributos excitaba más que ningún otro la rapacidad del tirano: ningún crimen merecía tanto la muerte como el “de qué”. Era la expresión favorita de Ariste la que resonaba en ese texto. Entonces, si el “sí” del pueblo estaba constituido por el “de qué”, ¿en qué consistía ese “de qué”? La respuesta no se hizo esperar, en una abundancia de reflexivos, el “de qué” permitía decir de “sí” que uno era de sí mismo.
Esa era la tierra de manantiales que Ariste me ordenaba reencontrar, las herencias de Sissi. Bienes materiales quizás, pero sobre todo “de qué” transmitir, de qué intercambiar, de qué garantizar su palabra, de qué honrar las deudas ante los muertos y los descendientes. Sin cuya mediación, el germen de la libertad no podía perdurar a lo largo de las generaciones. El pueblo ya no podía decir de sí que era en sí mismo, puesto que sus hijos y sus sueños estaban confiscados por órdenes que trazaban la línea del “bien” pensar.
Frente a ese pueblo planteado como sujeto, La Boétie no dudaba en entrar en escena para decir yo, lugar de la transferencia con ese pueblo que es también él mismo. Para alejarlo de sus amores vampíricos, él le recordaba que es un sujeto de deseo: ¿Qué? Para tener la libertad no hace falta más que desearla, no se necesita más que un simple querer, pero he aquí que sólo a la libertad no la desean los hombres, y no por otra razón, al parecer, sino porque, al desearla, la tendrían22.
Saqueo
¿El señor Louis habría cedido en su deseo de libertad, dejando la herencia al mejor postor? El asunto recibido de sus padres había desaparecido poco a poco, con todas las herramientas, técnicas y gestos ancestrales... Os dejáis quitar de delante lo más bello y limpio de vuestra renta, despotricaba la página siguiente, saquear vuestros campos, robar vuestras casas y despojarlas de los muebles antiguos de vuestros padres; vivís de tal modo que no os podéis jactar de que nada sea vuestro23.
Se hubiera creído que los trazos rabiosos que la vieja señorita escribía en el margen incriminaban a su hermano. Me asaltó el remordimiento por haber cedido, yo también, al consenso que consideraba totalmente normal que después de todo, ¡al diablo las tierras de manantiales, los viñedos, los bosques, las promesas et cœtera... Me embargó la vergüenza por no haber podido impedir nada, como si la casa del señor Louis fuera un poco la mía.
En ese contexto de predación, el contagio del odio tomaba un curso irrefrenable. Esta vez, la página estaba marcada con el papel de un chocolate Cémoi24. El gusto de las cuatro de la tarde de antes derritiéndose entre los dedos, se mezcló con la metáfora: Así como el fuego de una pequeña chispa aumenta, se hace cada vez más vigoroso, y cuanta más madera encuentra más está dispuesto a arder, así también los tiranos cuanto más roban, más exigen, más arruinan y destruyen, más se les da y más se los sirve, tanto más se fortifican y se hacen continuamente más robustos, para aniquilarlo y destruirlo todo. Pero si no se les da nada y no se los obedece, sin combatirlos ni golpearlos quedan desnudos y deshechos y no son ya nada25.
“¡¡¡Sacrificio!!!” rugía en el margen mi vieja maestra. Quizás, en el ocaso de su vida, lamentaba su propio sacrificio a sus alumnos, a la tía, a su hermano, o bien se rebelaba contra la transferencia masiva de sus posesiones -sobre todo del nombre de su casa- hacia una oficina anónima, en un potlach absurdo, sin ritual, demente.
Por medio de esta apropiación inconfesada del cuerpo, el cuerpo del pueblo se convertía en el del tirano, colaborando día tras día a su propia desposesión. Reconocí las frases del hombre de negro, cuya irrupción en medio de los tontos había sido como una ráfaga helada: Todos esos ojos con que os espía, esas manos para golpearos, esos pies con los que pisotea vuestras ciudades ¿de dónde los saca sino de los vuestros? Sembráis vuestros frutos para que él los consuma: amuebláis y llenáis vuestras casas para dar materia a sus pillajes; criáis a vuestras hijas para que él pueda satisfacer su lujuria, criáis a vuestros hijos para que los conduzca a la carnicería, quebráis vuestras personas en el trabajo para que él pueda complacerse en sus delicias y revolcarse en sucios y bajos placeres. Os debilitáis para hacerle más fuerte26.
Simpleza
Yo me sentí aludida. ¿Había conducido a Ariste, sin saberlo, a la carnicería, por los bellos ojos de los monstruos políticos que él no dejaba de evocar? A falta de identificar el “nombre de uno” a quien su familia debió sacrificar, me acusé de esa estupidez que Sissi ya me había reprochado: La simpleza permanece siempre en los tiranos, añadió La Boétie, pero –no sé de qué modo- para ser finalmente crueles aun con aquellos que están cerca de ellos, se les despierta aun el poco ingenio que poseen27.
Pobres tipos, cuya crueldad proviene del hecho de que no sabían amarse. Dixit el analista renaciente. Él interpretaba el enigma de esa servidumbre voluntaria como una pulsión del cuerpo colectivo de acudir en ayuda de su miembro indigente. El pueblo, terapeuta del tirano, daba hasta su médula para nutrir al monstruo surgido de su seno, este hombrecillo desnudo y deshecho28, ya podrido en vida.
Para que ese pueblo levantase la cabeza, La Boétie apelaba a la enseñanza de los animales. Hago subir a la cátedra... por así decirlo, señalaba la maestra, a las bestias para que os enseñen. Las bestias ¡Dios me ayude!, si los hombres no se hacen los sordos, les gritan: ¡Viva la libertad!29
All my relatives! ¡A todo lo que estoy ligada! puntué yo a lo indio. En las ceremonias sioux, la fórmula pronunciada por cada uno a su turno significa nuestra deuda con los otros seres, sin olvidar las plantas, los animales, los minerales, sin los cuales no podríamos sobrevivir mientras que ellos pueden prescindir perfectamente de nosotros.
Y yo que había permanecido sorda al llamado silencioso de Ariste cuando les abrió la jaula a los pájaros... ¿Qué mala ventura me había hecho olvidar el precio de su libertad? Esa era la palabra: ¿Qué mala ventura ha sido la que pudo desnaturalizar tanto al hombre, el único nacido, a decir verdad, para vivir libremente, como para hacerle perder el recuerdo de la libertad y el deseo de recuperarla?30
El pliegue
Me había resignado, me había acostumbrado31, la fatalidad venía del pliegue, de la forma que nuestra crianza nos confiere32. La vieja señorita había anotado al pie de página “traducir por educación” y luego comentaba: “Los niños perdieron hoy, con la palabra crianza, su mantillo nutricio, ellos ya no son sino educados”.
Probablemente en homenaje a su hermano, había plegado la página en la que se desarrollaba la metáfora del jardín: Los hombres son tales como la crianza los hace, y la semilla depende del injerto, del terreno, del frío y de la mano del jardinero. A continuación había un ejemplo de moderna antigüedad, un diálogo de sordos entre un griego y un persa, uno y otro hablando según el modo en que habían sido criados, pues era imposible que el persa añorara la libertad, cuando nunca la había tenido o que el lacedemonio aguantara la servidumbre, después de haber gustado la independencia33.
Aún hoy la dificultad reside en la confusión de tres registros de alteridad que el autor distinguía con rigor lacaniano. El pequeño otro imaginario del espejo: Somos todos hermanos del mismo patrón, y cada uno se puede mirar y como reconocer en el otro. El Otro de la palabra dada: pero la naturaleza a todos nos ha dado este gran presente de la palabra para unirnos y hacernos más hermanos34. Finalmente el otro real sin fe ni ley, el nombre de uno, sostenido por el discurso sin falla de la ideología totalitaria: Los peores tiranos, anticipaba La Boétie, son los que se hacen elegir, pues no ven otro medio para asegurar la nueva tiranía más que alejar tanto la idea de la libertad que borran hasta su recuerdo35. Luego la costumbre instala la servidumbre.
Al pie de la página, la maestra atribuía ese pasaje al “Príncipe”, capítulo V. Fui a verificar, extrañada de encontrar bajo la pluma de Maquiavelo el análisis de la compulsión a la repetición referida a los pueblos. Las repúblicas se acostumbraban a servir o a rebelarse, según conservaran la memoria de una antigua sumisión o del nombre de libertad. Como si el instinto de muerte tuviera más facilidad para actuar sobre las masas, extenderse como una hoguera en las sociedades habituadas durante largo tiempo a la torpeza y al terror.
El germen
A mitad de la lectura había perdido toda distancia y me angustié: cuando se presenta la prueba, ¿qué permite resistir? ¿Nervios? ¿Un ideal de acero? El señor Louis había lanzado esta pregunta al azar. La Boétie la consideraba una cuestión de memoria. ¿Cuál memoria?
Yo pertenecía a una época en la que lo importante era hablar, no olvidar. Pero estaba probado que la memoria de las masacres del pasado, la abundancia de archivos, de libros, de películas, las consignas unánimes de transmitir, de testimoniar, no impedían que recomenzaran las mismas atrocidades.
En el trabajo del análisis, a menor escala, también me era forzoso constatar que era inútil hablar del pasado cuando nada estaba inscripto, cuando toda huella simbólica había sido erradicada. Los hechos escritos en la gran Historia podían no circular en la pequeña historia de cada uno. Como en el teatro de los tontos, Cada uno perdía el rostro y tenía la lengua atada por el miedo y la falta de palabras.
Al releer más atentamente, La Boétie no insistía tanto sobre el recuerdo de los desastres como sobre la semilla de libertad. De modo similar, el señor Louis no confiaba demasiado en el espectáculo mediático de las atrocidades pero vigiliaba el cultivo de los gérmenes de libertad que había protegido del hielo, como a sus gajos, en tiempos mortíferos. Para él, hablar era menos asunto de consignas que de fiabilidad: elegir cuándo y a quién hablar, quién podía oírlo, dónde y cuándo.
Así, el enigma de los no sumisos se ordenaba con un trazo de pluma, que la maestra había subrayado: Se encuentran siempre algunos, mejor nacidos que los demás, que no pueden dejar de pensar siempre en sus privilegios naturales y de recordar a su predecesores y su primitivo ser. Esos tienen limpio el entendimiento y clarividente el espíritu36.
Este punto no me gustó. Esa clarividencia, ¿no se lograba a menudo al precio de la locura? Sissí recordaba demasiado bien el bebé que había sido, desde antes de su nacimiento, desde antes de la servidumbre voluntaria de su madre. Compartía ese entendimiento con sus compañeros de hospital, cuya excesiva memoria se mantenía a pesar del acomodamiento de nuestras relaciones sociales normales. Nuestras amnistías no tenían poder sobre los núcleos de verdad histórica de los que ellos eran los vigías. De ahí provenían su dificultad para dormir y su repuganancia a mezclarse con nuestra sociedad.
Como ellos, La Boétie se mostraba francamente elitista, la maestra también. Ella había enmarcado el párrafo referido a esos que recuerdan las cosas pasadas, y no se contentan, como el grosero populacho, con mirar lo que está delante de sus pies. Cuando la libertad se haya perdido por completo y esté excluída del mundo, la imaginan y la sienten y hasta la saborean37.
Lamentando no ser de “esos”, decidí que el populacho no me iba bien. Desde el fondo de su Francia profunda, de golpe La Boétie y la maestra parecían reaccionarios, incluso antihumanitarios, como Hipócrates que decía que le remordería mucho la consciencia si se pusiera a curar a los bárbaros, y se rehusaba a servir con el arte que tenía a esos persas que intentaban reducir Grecia a la servidumbre38.
La receta era fácil: tomar como cabeza de turco al Gran Turco, cuyo imperio se extendía en ese tiempo hasta Argelia, con sus técnicas de manipulación de masas para atontar a los súbditos mediante la difusión de droguerías y engolosinamientos, embruteciéndolos y enflojeciéndolos por una dulcedumbre venenosa adornada con algunas buenas palabras sobre el bien público.
A continuación, considerándolos como el opio del pueblo, el texto se las tomaba con los juglares. ¡Ah no! El tipo me resultaba francamente antipático, tal como me había parecido, después de todo, cuando apareció como un rayo para dar una lección de moral a los farsantes y a los embusteros de la corte de honor. Súbitamente me identifiqué con el grosero populacho siempre imaginativo, que hallaban bellos esos pasatiempos que le pasan delante de los ojos, divirtiéndose tan neciamente pero peor que los niños. ¡Era demasiado!
Maquinalmente, dí vuelta la página para echar una ojeada a lo que seguía. ¡Así me fue! El animal era realmente malicioso. ¡A imitación de las retractaciones socráticas contradecía la tesis que acababa de sostener!
Su sacrilegio había atentado contra el genio de la lengua. Para no ir a contramano, volvía sobre sus pasos y alardeaba de nuestra poesía francesa, actualmente no mal parada sino al parecer totalmente renovada por nuestro Ronsard, nuestro Baïf y nuestro Du Bellay. Definitivamente, él militaba por “La Defensa e Ilustración de la lengua francesa” e incluso por los bellos cuentos del rey Clovis.
¡Tregua de quimeras! Me parecía un poco arcaico y, para decirlo todo, un juego algo anticuado.
La oscuridad se instaló en la pieza, de golpe tuve ganas de salir, dar una vuelta, tomar aire. Sonó el timbre. No esperaba a nadie. ¿Quién sabía que estaba en París a esta hora?
III
ERLKÖNING
Herla
Me levanté con el libro en la mano. La silueta desconocida recortada en el marco de la puerta me hizo comprender que había olvidado completamente la cita con el compañero del interno, que le había dado a desgano hacía dos días al volver del dispensario. Esos sucesos me parecían ahora pertenecer a otro tiempo.
No se le parece, dije para mis adentros, como si esperara volver a ver al hombre de la vereda. Sin embargo, él tenía el aspecto de no pertenecer a ninguna parte.
- ¿Qué lo trae por aquí?
- A mí, nada... Mi compañero, el interno, la conoce. Desde hace un mes estoy en la calle. Él piensa que debo hablar con alguien.
- ¿Cómo es eso, en la calle?
- SDF39 si usted quiere, pero no desocupado. Incluso tengo para pagarle, ese no es el problema. Lo que pasa es que yo no quiero compartir mis cosas ni contarle mi vida. No me gusta mostrarme. Estoy aquí para darle el gusto.
- ¿A su compañero?
- Hicimos juntos el curso preparatorio. Él se orientó hacia la medicina, yo terminé la carrera. Trabajo en un laboratorio no muy lejos de aquí.
- ¿Usted es físico?
- No. Estoy un poco en el origen de la obsesión matemática de su colega, si entiende lo que quiero decir.
- ¡Él sólo cree en René Thom! ¿Usted trabaja sobre las catástrofes?
- No, sobre el azar. Pero como no tengo la intención ni de darle un curso, ni de hablarle de mi pasado, ni de conversar de política, ni siquiera de confiarle dónde vivo, los temas son limitados.
Tomada por sorpresa, arriesgué:
- A propósito de azar, su llamado cayó justo. Acababa de encontrarme con alguien que parecía, como usted, en la calle.
- No es mucho como coincidencia, pero puede bastar para un comienzo. Voy a pensarlo. Deme otra cita ¿puedo llamarla para cancelar?
Abrí mi agenda, él ya se escabullía:
- Usted cree que servirá...
- ¿Cómo se llama?
- Erlat.
Y se fue, enigmático, llevándose consigo su secreto. Lamenté haber insistido tanto para volver a verlo y dejé caer, incapaz de concentrarme, el final del “Contra uno” para ir a acostarme.
Cata
Al día siguiente, intenté librarme de un sueño que resistía heroicamente mis tentativas de reprimirlo en el inconsciente del que nunca debió salir.
- Sueño, lo aguijoneaba, ¿no sabes que tu trabajo es la censura? ¿Por qué servirme en crudo lo que yo no debería saber sino al cabo del análisis de tus condensaciones y desplazamientos? Eres demasiado malintencionado para que me interese en ti. ¿Ignoras acaso que desde hace un tiempo prefiero los encantos del soñar despierto?
Decidida a no ocuparme de él, metí la nariz en mi taza de chocolate perfumado y humeante para extraer de allí el impulso del día. A la mitad, la comba perfecta de la mousse sobre la pared roja ladrillo de la taza resumió por un instante todo mi universo. Me dije que bastaría hipnotizarme en los aromas de miel, de cera y de pan tostado para encontrar la felicidad. Afuera, el día comenzaba. Terminé mi taza de un trago y de su fondo húmedo y manchado, que contemplaba obstinadamente, el Otro del sueño reapareció para burlarse de mí. A la fuerza tuve que convencerme que había soñado en alemán:
- Wer reitet so spät durch Nacht und Wind? ¿Quién cabalga tan tarde en la noche y el viento? me preguntó él sin sospechar que yo ya no dormía.
Le respondí:
- Es ist der Vater mit seinem Kind. Es el padre con su hijo...
A esos dos versos se limitaban casi todos mis conocimientos de alemán. Aún antes de que el gran Otro me lo pidiera, disciplinada, asocié “Erlkönig”, el Rey de los Alisos con Erlat, el nombre del joven errante. El poema de Göethe hablaba de un hijo muerto llevado por ese rey, sin duda el Herla de la cacería salvaje con la que Antonin había querido asustarme. El inconsciente debió fabricar un puente significante entre ese joven en la calle y el teatro de los locos de la antevíspera.
Sin embargo, subsistía una angustia que yo quise rememorar, siempre obnubilada por el jaspeado del fondo de la taza. Provenía, en el sueño, de una mancha en el piso en la que se disolvía un ser como en una burbuja muda. Enterrada viva, la criatura no podía ni siquiera pedir auxilio. ¿Qué podía ser?
¡Una quimera! Recordé el comienzo del sueño: un combate furioso entre una quimera y un grifo, enfrentados al puro estilo heráldico, como en un blasón. Pero en lugar de mantenerse tranquilamente frente a frente, se atacaban salvajemente. El vencedor era el grifo que desaparecía, mientras la quimera yacía lamentablemente, reducida de inmediato a un charco, encogiéndose como una piel de zapa. Sin ni siquiera un cadáver para su sepultura, había dicho Niels Bohr, via Schrödinger.
Otro tema de angustia: testigo de esa carnicería, debo salvar mi piel. Pero yo era la única que oía el no-grito de esa huella en el piso. Poco a poco, la quimera retomaba su forma y yo me le abalanzaba al cuello. ¿Para abrazarla o para asfixiarla? No, la quimera no era el joven, para nada. No podía aceptar que ese sueño representara la imagen simplista y explícita de probables deseos reprimidos.
- Nunca hubiera debido recibirlo, le dije a mi taza de chocolate, estaba demasiado perturbada cuando llamó.
- Siempre con esa manía de tirarte de cabeza con las personas, asoció la taza libremente. Tus intentos de seducir a Schrödinger sin tomarte el trabajo de estudiar sus ecuaciones, vaya y pase, ya falleció. Pero ahora te las tomas con jóvenes matemáticos vivitos y coleando.
Para hacerla callar, la metí bajo la canilla.
- De todos modos, no volverá, estoy segura, retruqué abriendo el placard.
La taza cuidadosamente secada por mi retomó su lugar entre sus pares y nos respondió nada.
Espacio auxiliar
Los días de vacaciones que siguieron los dediqué a los libros de René Thom. Me arriesgué con “Parábolas y catástrofes40”, cosa de estar al corriente.
La introducción no me pareció demasiado extraña. Se trataba de reconocer y dar forma espacial a accidentes de formas definidas en un espacio dado llamado espacio substrato de la morfología habitual41. La palabra “catástrofe”, sin connotación negativa, indicaba el conjunto de puntos en el espacio substrato donde las cosas cambian42. De hecho, la llegada de ese joven producía una ruptura sobre el fondo de una tranquilidad bien ganada, y mi sueño parecía querer dar forma espacial a esa discontinuidad.
Para saber más, me lancé a esa lectura que me pareció muy acogedora: el autor invitaba a las disciplinas no surgidas de la experimentación a volverse dignas de ciencia, dado que las morfología que ellas estudian gozan de una cierta estabilidad43. Me gustaba la palabra “morfología”, que me recordaba situaciones de urgencia donde era necesario dar forma a lo informe, sin lo cual el análisis se detenía.
Pero muy pronto tuve que reducir mis expectativas. El autor, que tenía a pesar de todo un espíritu amplio, juzgaba al psicoanálisis indigno de su teoría, por su preocupación por la eficacia. Por otro lado, le reprochaba su ineficacia frente a la enfermedad mental. Esa contradicción me agradó.
Como Schrödinger, afirmaba la importancia del psiquismo en la investigación científica y la posibilidad de entidades más fundamentales que el espacio-tiempo, en un sentido más psíquicas, más ligadas al psiquismo del observador44.
Pero entonces, se preguntaba, si los fenómenos aparecían en una grieta de la intersubjetividad, ¿cómo sintetizar las diferentes visiones de los observadores, cómo hacer circular las diferentes visiones en la comunidad científica, fundada sobre la igualdad de los pares en la adquisición e interpretación del saber45?
Nuevamente sacudida por el demonio de la analogía, me detuve sobre esa ruptura de la intersubjetividad. Imposible resistirse. Sin prestar atención al desnivel de mi experiencia con la suya, de su nivel intelectual y el mío, me ubiqué sin complejos entre sus pares.
La dificultad del psicoanálisis ¿no es acaso la de reposar enteramente sobre esta ruptura de la intersubjetividad? Según el testimonio de los que habían intentado varios divanes, cada analista no sólo tenía su estilo, su teoría, sino también sus extravagancias. Sobre todo en caso de locura donde el espacio-tiempo de la sesión era regularmente quebrado por morfologías molestas debidas a la clarividencia del observador empedernido que es el paciente. Como si, desde niño, hubiese sido maestro en el arte de descifrar el inconsciente de aquellos de los que depende.
Detuve ahí la analogía, porque nunca había visto a una partícula prenderse del lenguaje que la describe para meterse a dar su punto de vista sobre el psiquismo de su sabio.
Por otro lado, el libro de Thom se apoderaba de la materia verbal para fundar el dogma de la irreversibilidad del tiempo. La secuencia sujeto-verbo-complemento –el gato se come al ratón- era para él fundamentalmente irreversible. Y, en efecto, Jerry nunca se había comido a Tom, ni tampoco los pacientes a sus analistas, lo que era tranquilizador. Mi sueño de predador donde yo saltaba al cuello de la quimera iba en ese sentido. Sin embargo, me sentía de tal modo quimera y tan poco grifo, tironeada entre dos polos de atracción, el miedo y la seducción. El estribillo de los “hubiera debido” se puso de nuevo en marcha.
Hubiera sido mejor darle al joven una dirección más competente que la mía, me lamentaba mientras Thom se libraba a una remake del mito de la caverna platónica: la teoría de las catástrofes supone que las cosas que vemos sólo son reflejos, y que para llegar al ser mismo, es necesario multiplicar el espacio substrato por un espacio auxiliar y definir en ese espacio producido al ser más simple que da por proyección su origen a la morfología observada46. Todo resumido en una frase de Francis Perrin: es necesario sustituir un visible complicado por un invisible simple47.
Esta frase caía como anillo al dedo para esclarecer el impás en el que me encontraba. Mi sueño podía ser considerado como la producción de un invisible simple que sustituye el complicado visible de la no-demanda de análisis del joven. ¿Quizás desplegaba ya un espacio auxiliar onírico para dar forma al azar de nuestro encuentro que no se parecía a nada?
Me acordé de la lección que le había dado a la abeja sobre el therapôn griego: el doble ritual, le había explicado, el auxiliar ofreciendo sus servicios a un igual, el segundo en el combate. Sin tergiversar más, acepté finalmente ofrecer a Erlat el espacio therapónico abierto durante la noche.
Objetos inanimados...
La vez siguiente, él permaneció mudo, mirándome directo a los ojos, aparentemente sin esperar nada. Con el paso del tiempo, me pareció haberlo agredido con una avalancha de preguntas a las que respondía educadamente luego de un momento de silencio.
- Como ve, no tengo mucho para decirle.
- ¿Usted no tiene casa?
- Yo me encerré voluntariamente fuera de mi casa.
- ¿Por qué?
- Sin ninguna razón... para no dar signos de vida.
- ¿Y actualmente?
- Mi jefe quiere hospitalizarme para que me curen. A él le parece que algo no anda. Sin embargo, no puede quejarse de mi trabajo, mi cerebro conserva casi toda su capacidad. Por otro lado, para no malograr lo que todavía funciona suspendí la medicación que me prescribió mi compañero.
- De todos modos podemos intentar ver un poco más claro.
- Todo es claro. No lo tome como un ataque. Esta conversación es absurda. Tengo la impresión de estar sobre el escenario de un teatro, en un mundo de papel, donde veo al mismo tiempo las bambalinas y el escenario. Pero no interpreto ningún rol y tampoco tengo la intención de hacerlo.
En esa determinación creí percibir un ligero movimiento para levantarse, partir, terminar, y en esos rasgos la amenaza sorda que debió alarmar a su jefe.
- Intente describirme los últimos momentos que pasó en su casa.
- Nada más banal: recibí para albergarlo a un amigo de paso.
- ¿Cómo se llama?
- Gilles. A usted sólo le faltan los proyectores y la máquina de escribir...
Asignada en el ejercicio de no largar el rollo, me ví forzada a constatar que era ducho en el ejercicio de “no compartir sus cosas”. Pero yo no tenía la opción, ni probablemente el talento, para actuar de otro modo. Sin pensar en mi sueño, me lancé de nuevo a su cabeza sin esperar respuesta.
- ¿Usted o los suyos atravesaron períodos catastróficos? Absurdo por absurdo, esta pregunta al menos le permitiría reanudar relaciones con su autor favorito.
- Seguro. Sin embargo, mi infancia en un país en guerra no me dejó ningún trauma, más bien buenos recuerdos.
Hubo un largo silencio que, para mi sorpresa, él tomó la iniciativa de romper:
- No quiero darle la impresión de que me burlo de su trabajo; desde mi infancia guardo algunas cositas sin importancia. Tres objetos en estado deplorable. Se diría que no pueden desaparecer. Pase lo que pase, no me abandonan. Son las únicas cosas que me traje de mi casa.
- ¿Qué son?
- Insignificancias: una bufanda usada, anteojos rotos y una lapicera fuera de servicio.
Aprovechando esta ventaja le pedí asociar, conforme a nuestra regla favorita. Por la mirada que me lanzó, comprendí lo que le había costado mostrarme todo eso. Por otro lado, esa mirada pedía una tregua. Visiblemente, la sesión lo había agotado.
Progreso
Contra lo previsto, siguió con una serie de sesiones muy psicoanalíticas, en las que poco a poco aceptó compartir sus cosas ante la sorpresa de oirse hablar y de reanudar los hilos de su pasado. Volvió a ser productivo en sus investigaciones, no preocupó más a su jefe y alquiló una habitación a mitad de camino entre su trabajo y mi consultorio. A veces lo cruzaba en la vereda, no sin experimentar una impresión de inquietante familiaridad.
Quedaba el enigma del compañero, Gilles, cuya simple presencia lo había desalojado y que terminó por reunirse con los tres objetos en desuso. No le dimos importancia, como si el poco relieve que habían adquirido en la segunda sesión se hubiera mochado aún más.
A medida que avanzábamos, me interesaba cada vez más en el espacio auxiliar del que hablaba René Thom. El carácter sorprendente de los hechos, escribía, no aparece sino a condición de que se tenga una teoría que atraiga la atención sobre ellos. Mi entusiasmo era tanto más inmoderado cuanto más incapaz era de reconocer en la práctica lo que me extasiaba en la teoría. Y como ni Erlat no yo teníamos una teoría sobre los tres objetos insólitos, ellos permanecieron juiciosamente en el ningún lugar donde estaban, mientras yo lo alentaba a recorrer los caminos mejor balizados de su pasado.
A menudo se quejaba de no tener ego. De que los límites entre él y los otros eran tan frágiles que era incapaz de la menor decisión. No obstante, como él mismo lo decía, volvía a sentirle gusto a la vida.
Un día tuvo que elegir entre dos puestos envidiables que lo esperaban al finalizar su formación. Se produjo la crisis. Lo invadió la indiferencia, el vacío, la apatía. Continuó viniendo valerosamente a sus sesiones, aún sin creer en ellas, mientras que nuestras conversaciones se empantanaban en una pesadez mortal, sin futuro, sin pasado.
Singularidad
Yo sabía desde el comienzo, sin querer admitirlo, que íbamos hacia ese momento de riesgo. René Thom, en quien confiaba cada vez más, hablaba de la fascinación que ejercen sobre el psiquismo las catástrofes por ejemplo de la forma predador/presa, cuando no pueden ser nombradas, agregando que el hombre recurre a la mediación del lenguaje para desbaratar esta alienación.
En efecto, esa era la situación: una parálisis ante un peligro vital que nos costaba mucho nombrar. El silencio se instalaba, una asfixia de palabra, como si el aire de la sesión hubiera sido aspirado. Volví a ver el gesto de Ariste embistiendo la puerta cerrada. ¿Hubiera debido hablar de mi sueño para salir de esa pesadez? La quimera atacada por el grifo, ¡lindo ejemplo de predación! Atrapada yo también en ese tiempo en suspenso, estaba a mil leguas de acordarme que lo había soñado.
Nos plegamos a los silencios como a una servidumbre voluntaria. ¿Sometidos a qué tirano? También René Thom había dado el nombre de “pliegue” a una de esas catástrofes elementales. Me agarré de ese trozo de tela arrugado: cuando se proyecta un espacio sobre algo más pequeño que su propia dimensión, él acepta ser comprimido, salvo en un cierto número de puntos en los que concentra su individualidad primera. En presencia de esta singularidad se produce la resistencia.
Todo sucedía, en efecto, como si Erlat y yo estuviéramos acurrucados en un pliegue del tiempo, aceptando la compresión, cada uno por su lado. Si es por resistir, resistimos. Pero en lugar de desplegar el espacio auxiliar que hubiera podido construir, a título de convención, una forma fuente del peligro, nos mirábamos como perros de porcelana sobre una chimenea.
Ahora bien, ese espacio auxiliar, desde el comienzo, se había ofrecido bajo la forma de mi sueño. Lo tenía a mano pero persistía en no usarlo, tan cierto es que nuestros sueños sueñan ser olvidados. A veces este volvía, errático, fuera de la sesión, y yo lo rechazaba sistemáticamente.
Estaba resentida contra el interno por haberme metido en camisa de once varas. Hubiera sido mejor recordar la fórmula citada por él en el dispensario: los bordes de una mesa conservan el recuerdo de la sierra que taló el árbol de origen. Del mismo modo, los bordes agudos de mi sueño conservaban la huella de la llegada de ese paciente, en el momento en que la dama del comité había cortado mi artículo en su raíz... Pero yo no le daba demasiada importancia, no más que a los bordes de la mesa donde su carta había caído ese día.
Daimon
Un día, sin previo aviso, la morfología en cuestión desembarcó en el espacio substrato de la sesión. A la hora fijada, ví un extraño personaje en el marco de la puerta. El muchacho estaba disfrazado con una vieja bufanda rosa pálido y anteojos rotos. Supuse que en su bolsillo tendría una Waterman en desuso. En lugar de esperar que me informara sobre su disfraz, otra vez me lancé a su cabeza como para conjurar la aparición.
- ¿Qué es esa bufanda?
No le gustó nada y respondió al toque:
- Para sujetar mi cabeza a mi cuello.
Me quedé pasmada por la sorpresa. Él se puso a mi alcance:
- A veces tengo la impresión de tener una cabeza de niña sobre un cuerpo de muchacho.
Me sentí estúpida.
- ¿De qué niña?
Respondió con toda naturalidad, como si allí residiera la real cuestión:
- Aquella cuyo retrato descubrí a los doce años, revolviendo en un cajón en casa de mis abuelos. Una foto de bebé. Pregunté si era yo, me dijeron que no: “Es la foto de tu hermana muerta antes que tú nacieras, por una malformación en la columna vertebral”. Después me enteré que un varón había muerto por la misma causa antes de mi nacimiento.
- ¿Cómo se llamaba él?
- Gilles.
- Como el que usted alojó...
- ¡Pura coincidencia!
- ¡Qué prueba para sus padres!
- Eso es melodrama. Ellos nunca hablaron de la prueba.
- ¿Quizás esa fue la razón por la que se separaron?
- Nosotros también. Es la última vez que vengo. Tengo la intención de suicidarme. Tranquilícese, será un accidente disfrazado. No se preocupe por nada. Tengo un papel donde dice que dono mi cuerpo a la ciencia.
Yo balbuceé:
- Más bien son esos bebés los que deben morir de verdad.
- No entiendo nada de lo que dice.
Como respondiendo al llamado mudo de la quimera de mi sueño, me oí afirmar con fuerza:
- Me siento responsable de lo que le pase, por el solo hecho de que usted ha venido a hablarme de eso. Probablemente tenga razón y haya que matar algo. No a usted. Este es el lugar para traerlo.
¿Qué estaba diciendo? Me miró sin comprender, se levantó y me agradeció por haber hecho todo lo posible.
Siguió un suspenso espantoso en el que la locura del sacrificio proyectado, a falta de servir como ingenio para calmar los fantasmitas, amenazaba con convertirse en destino finalmente sellado.
Mi espanto respondía a su amenaza pero también al extraño personaje demoníaco, vestido con los atributos contemporáneos al descubrimiento de la catástrofe. No había podido retener a ese testigo de un mundo sin sujeto, efigie de un tiempo congelado por palabras sin historicidad. Sin embargo, a pesar de su silencio de cosas usadas, esos tres objetos habían logrado señalarme la huella de un desastre. No se me ocurría nada, hubiera debido encontrar las palabras...
Era la hora de los Tote Kinder, de los hijos muertos llevados por el Rey de los Alisos, que amenazaba con su Mesnie invisible a ese testigo aterrado. Pensar que no había sido capaz de tomar la delantera, de acoger sobre el escenario de mi sueño el área de muerte de esa cacería salvaje... Las lecciones de Samain no habían servido para nada. Peor, no había tenido la presencia de ánimo para aconsejarle, como su jefe, una hospitalización.
Sueño-firma
Cuando tocó el timbre a la hora de su sesión, permanecí impasible. También hubiera podido saltarle al cuello. Comenzó por decirme que estaba vivo y no ya muerto-vivo. Superando al gato de Schrödinger pudo contarme las formas testigos de ese no man´s land.
Como en las leyendas, las tres viejas cosas desechables, conservadas contra viento y marea, habían manifestado los poderes de los que estaban dotadas: la bufanda para no perder la cabeza, los anteojos rotos para ver lo que los otros no quieren ver y finalmente, la lapicera para inscribir esa historia y poder olvidarla.
Se había vuelto casi parlanchín: en la mitología de sus ancestros, las almas de los hijos muertos eran pájaros a los que el Gilles48 de paso había servido de llamador, por la magia de su nombre. Entonces, él debió partir a la aventura en la calle, en busca de un lugar donde esas almas encontraran al fin reposo.
Había vuelto a su casa después de la última sesión y se había acordado de lo que yo le había dicho al comienzo: que podía dibujar si no le era posible hablar. En aquel momento mi propuesta le había parecido infantil. Pero finalmente había tomado una lapicera que funcionaba y había dejado que su mano hiciera un dibujo sin guiarla, incapaz de imaginar. El dibujo era ridículo, no me lo había llevado: parecía un despellejado con el cráneo serruchado. Tuvo entonces la idea descabellada de proceder a un intercambio de cerebros para devolverle a la niña el suyo y recuperar su bienestar. Ese intercambio standard le había causado gracia. Había postergado su muerte para el día siguiente y luego se había dormido como un bebé. Entonces tuvo un sueño que, mientras dormía, se propuso contarme:
- Usted y yo estamos en un patio de recreo. Usted es la maestra de escuela que hace jugar a los niños. Me pone a la cabeza de una fila de niñas, sabiendo que soy un varón, y a una niña a la cabeza de una fila de varones. De ese modo, la jugada está hecha y esa fila de desdicha se transforma en un juego de niños.
Y eso no es todo. Nos hace entrar al aula en fila. Hacemos un dictado. Pongo cuidado en escribir sobre un cuaderno de escolar el verbo proferam, una palabra latina que no me dice nada.
- Haga un esfuercito...
- ¿Proferir? ¿Tiene un diccionario?
Le alcanzo el Gaffiot donde él lee la traducción:
- Exponer, leer, sacar a luz, públicamente, abiertamente, y también: hacer avanzar, poner en marcha. Ahora yo me acuerdo: primera persona del singular, en futuro o en subjuntivo desiderativo...
Saludé el retorno de ese yo:
- ¡Todo un programa para un sujeto que no quería abrir el pico!
Ma, Aida
A partir de esa sesión, el curso del análisis cambió. Se trató del camino que deseaba seguir en su vida y al que ahora podía consagrarse.
El sujeto proscripto en toda esta historia, a través de un asalto más bien aterrorizador, había tomado en un primer momento una forma espectral que, apenas aparecida en el marco de mi puerta, exigía entrar en el lenguaje. Muerto, vivo o sólo a título de nombre sobre una tumba. Al afirmar mi responsabilidad, le había señalado que no estaba solo para hacer ese trabajo; el sacrificio de sí no era una obligación, un trozo de papel podía encargarse del asunto a condición de que pudiera circular, que fuera significante.
Su sueño había sido entonces el operador gramatical del juego de lenguaje que había transformado la columna vertebral homicida en una columna de niñas de la que él era la cabeza. En el vocabulario en el que, sin saberlo, él me había iniciado y que yo manejaba a tontas y a locas, ese sueño había procedido a la exfoliación de un espacio fijado en la fascinación del peligro mediante un espacio onírico de lenguaje donde el verbo proferam comprometía el movimiento, el deseo, un porvenir.
Ahora me gustaba esa palabra exfoliación que, bajo la pluma de Thom, introducía un poco de follaje y de locura en sus fórmulas matemáticas. Además, como el fluido que designaba la propagación de formas de larga duración bajo el efecto, por ejemplo, de una pregnancia de terror, me recordaban las teorías de Sissi. Imaginaba a Gilles, el compañero de Erlat, cuyo alojamiento había desencadenado la crisis, con los rasgos del “Gilles” de Watteau, al que yo asimilaba el Pierrot del Carnaval de los Tontos.
Quedaba la cuestión de la exfoliación de mi propio sueño. ¿Debí hablarle de él? ¡Sacrilegio! objetaba. Sin embargo, no podía sacarme la idea de que el sujeto de proferam había empezado a nacer en la burbuja vacía de ese sueño inaugural. En principio, respondía a ese grito silencioso con un impulso muy ambiguo, que continuaba molestándome.
Abrazo a mi rival, pero para asfixiarlo, confesó Nerón antes de asesinar a Britannicus, su hermano. Sin embargo, ese joven no era mi rival, menos aún un hermano, negaba sin ir más allá.
Porque era la hora del triunfo. El proferam –que yo profiera- inscribía su rúbrica en la interferencia entre la burbuja muda de mi sueño y la página de escritura del suyo. Como un sueño-firma, rubricaba el retorno del exilio del sujeto, que había guardado primero los secretos de la infancia en el teatro de mis sueños.
¡Erlat era libre de seguir su camino de secretos! A mi me quedaba el relieve de ese sueño de apertura, que recordaba tan nítidamente como si lo hubiese soñado en la víspera, aparecido también en el marco de la puerta entreabierta por Erlat entre quimera y real.
¿A quién hablar de eso? ¿A Schrödinger? Él se había vuelto a convertir en un nombre sobre un libro. Como recuerdo de ese curioso período conservaba en un estante, cerca de mí, un ideograma que significaba el entre-dos. En japonés, el ma o el aida. Ese término representaba el día, o el sol, en el marco de una puerta. Había sido promocionado en una exposición parisina, que materializaba el concepto bajo diversas formas en el pequeño escenario de un teatro Nô. El ma era también, entre otras cosas, el puente abierto entre el escenario de aquí abajo y el otro, sobre el que avanzaba un personaje enmascarado, que regresaba de un tiempo muy antiguo para bailar su muerte que la historia oficial había falsificado. La acción se mantenía en el cruce de los sueños, yume no shimata, explicaba el programa del museo.
Todo eso es muy lindo, me dije un buen día, pero ese sueño de quimera vuelve siempre ¿cómo desembarazarme de él?
Si daba crédito al modelo predador/presa, no tenía, frente al intruso, más que dos soluciones: una era egoísta: hacerse el muerto y dejar pasar, pero justamente ese sueño se negaba a pasar; la otra altruísta: emitir una señal de alerta, y entonces, ¿a cuál de mis congéneres alertar?
Al abrir el frasco de miel del señor Louis, volví a pensar en la visita de la abeja mensajera. A esta hora debía invernar con el sueño de los justos. Recordé haberle propuesto visitar en Basilea a Gaetano Benedetti. Él sabría sostener su rol de Anciano.
Estábamos en febrero, el Carnaval se anunciaba. Era tiempo de devolver a la luna las almas que erraban desde Samain. Descolgué el teléfono. Benedetti me esperaba el domingo siguiente a la tarde, antes de que comenzara la famosa noche del Mongenstricht.
IV
GAETANO BENEDETTI
Existencia negativa
En la autopista entre Beaune y Besançon, hice un desvío por Seurre. Esta pequeña ciudad al borde del Saona era la patria de André de la Vigne, autor de sotties. El atrio de la iglesia había servido de marco a su teatro. El camino departamental contorneaba la abadía de Citeaux donde me esperaba otro encuentro. Desde que tengo memoria, cada vez que pasaba por ese camino después de la curva, un monje, en la banquina, agitaba una paloma de madera fabricada por él. Esta aparición fugitiva provocaba amistosos bocinazos de los autos: el hermano Philibert era conocido mucho más allá de los alrededores.
Reduje la velocidad para verlo mejor. No estaba. Temiendo lo peor hice media vuelta y me dirigí hacia el paseo que lleva a la abadía para preguntar por él al monje que vendía los quesos. Había partido a una casa de retiro, lejos de ahí.
Aliviada y decepcionada a la vez, retomé la autopista en dirección a Basilea. Tres horas más tarde franqueba la puerta medieval de la ciudad y atravesaba el Rin para enfilar hacia las colinas circundantes. Gaetano Benedetti me esperaba con su mujer en el umbral de su casa. Me invitaron con unos buñuelos deliciosos, preparados en honor al Carnaval.
Les conté la historia de Erlat y de la quimera reducida a charco en mi sueño, entremezclada con las aventuras de Sissi. Ahora ella formaba parte del repertorio de mis mirabilia. Después de haberme dejado hablar tanto como yo quise, Benedetti reflexionó y luego preguntó, con la ayuda de su mujer para responderme en mi lengua, mientras yo tragaba los buñuelos sin par.
- Ese joven transfirió sobre usted un horror que no pudo experimentar, ya que le habían mochado informaciones esenciales para su vida. Esa transferencia es inevitable porque, en ese terreno, una observación neutra no puede existir. Vea, la posición psicoterapéutica es mucho más que una técnica. Es una manera de ser con el paciente, la única que permite aprehender lo que yo llamo una existencia negativa. Entiendo por eso una experiencia límite de la existencia humana, en estado de huellas en su vida como en la mía.
Asentí, pensando en mi derrumbe en la vereda. El charco de mi sueño, ¿conservaba la huella de esa licuefacción?
- Ciertamente. Por ahí puede efectuarse un posible contacto con los mundos extraños de nuestros pacientes, en el marco de esa frágil dimensión humana que encontró en este siglo su concreción bajo la forma de psicoterapia.
Pensé en los gritos del farmacéutico al que enterraron vivo antes de que los hombres fueran masacrados en el desfiladero, cerca de la frontera:
- ¿Pero cómo puede producirse ese contacto con detalles tan íntimos de nuestra vida?
- Por el hecho de que las informaciones les faltaron en el plano consciente, esos pacientes están ejercitados en leer el inconsciente y a comprenderlo con lucidez. Pero a su manera. Su paciente Sissi es un buen ejemplo. Vive las percepciones que tiene de usted como transformaciones de su propio ser o como personificaciones extrañas. Por raro que parezca, se trata ahí de fenómenos de alta comunicación de lenguaje, con ayuda de imágenes concretas muy elaboradas. Fuera de la psicoterapia, semejante intensidad no puede ser recibida.
- Pero entonces, ¿por qué ella me echó con tal brutalidad?
- Para comprenderlo hay que concebir lo que puede ser un área de muerte, area di morte. En algunas familias existen áreas de interacción donde faltan ciertas informaciones esenciales para la vida. No por represión, porque la censura supone un lenguaje. Se trata más bien de zonas carentes de toda huella verbal. Ahí está lo trágico: podría ser superado si esas zonas estuvieran definidas, pero ellas son permanentemente banalizadas, desrealizadas por manipulaciones inconscientes.
- ¿Usted está de acuerdo? Entonces hay dos inconscientes: uno que surge de la represión, que supone un lenguaje ya ahí, y otro que proviene del cercenamiento de todo lenguaje. Freud se explayaba sobre el punto alrededor de las dos guerras, en “Moisés”, “Lo siniestro” y la “Gradiva”.
- Justamente, en el segundo caso, él pone en duda la transferencia y entonces la posibilidad del análisis. Eso merece ser explorado. Tiene razón y, a la vez, está equivocado.
Cuando la inteligencia de situaciones vitales es negada, resulta la sensación de no existir, de disolverse a través del otro, de volverse la cosa del pensamiento del otro. En esta perspectiva, Freud tiene razón: hablar de análisis en el sentido habitual es un no-sentido, porque toda palabra interpretativa es amenazante. También es inútil tratar de vencer la ansiedad, porque ella es preferible a la nada. El viejo adagio según el cual el psicoanálisis está contraindicado en estos casos conserva pues todo su valor.
Por eso la echó su paciente: su proximidad era un peligro para su existencia, prefería verla reducida a una máquina, deshumanizarla...
Inconsciente terapéutico
- ¡Ah, bueno! ¿Así que usted también está a favor de las nuevas panaceas químicas y eléctricas?
- Considero que la publicidad que hoy se hace sobre eso es un débil intento del mundo social para nivelar el delirio, quebrar la rebelión. Los shocks producen estados subdepresivos de aparente sumisión, inmolan a inocentes a la agresividad social. Por otra parte, este desvío monstruoso de la agresividad puede intervenir a costa de una minoría política, incluso de cada uno de nosotros, sin que nos demos cuenta.
Pero aún no he terminado. No le dije que el psicoanálisis era imposible, ya que es lo que yo hago. Sin embargo, sólo es posible si estamos dispuestos a analizarnos continuamente nosotros mismos y a soportar situaciones de deshumanización parciales en las que también nos encontramos privados de palabra, de pensamiento y de libertad. En esta otra perspectiva, el análisis consiste en llenar las zonas de muerte con un tejido dialógico debido al poderoso efecto que la sensación de muerte psíquica de otro tiene sobre nuestro inconsciente.
- Entonces ese sueño en el que debo salvar a un ser del devoramiento...
- ...es un comienzo de diálogo sin el cual nada es posible. El espejo del inconsciente terapéutico es indispensable para devolver de alguna manera al paciente a sí mismo, sin lo cual vive a través de nuestras palabras y se pierde. Toda forma de creación es bienvenida, ya sea onírica o de ficción, sin buscar ningún dominio, sin manipulación. Por el sesgo de impresiones fugitivas, de asociaciones conscientes e inconscientes, demostramos que lo irracional puede ser aproximado y hablado.
Sepa también que el devoramiento representado por su sueño puede ser buscado por el paciente. El odio que siente hacia sí mismo y hacia los otros le confiere omnipotencia. ¡Amarga alternativa frente a la existencia negativa! Convertirse en un monstruo es preferible a la nada.
- ¡El analista del que usted me habla debe ser un verdadero santo!
- O tener mal carácter. No es bueno dejarse manejar. Siempre me ha parecido que los terapeutas mejor dotados son aquellos que tenían contacto con su agresividad. A través de esta capacidad de no ilusionarse y una buena dosis de paciencia, la lupa amplificada de nuestras innumerables horas de escucha nos permite acceder a un mundo inaccesible para la imparcialidad científica.
A veces, es cierto, los síntomas transforman de tal manera la identidad de un sujeto que si no se observan con cuidado pueden confundirse con una alteración del sistema nervioso. Pero esta interpretación ya no se sostiene a partir del momento en que el observador se deja afectar. Entonces descubre muy rápidamente que las transformaciones más aberrantes son siempre el resultado de la interacción.
Por otro lado, usted lo percibió inmediatamente en su paciente. Paradojalmente, el hecho de que la realidad perdiera toda credibilidad la ubicaba más cerca de su verdad. Su paciente vivía en ella lo que usted no podía aceptar en usted misma. Esta lucidez no es analizada, es experimentada. Bajo ese ángulo, es imposible decir, como Freud, que no hay transferencia con esos pacientes. Nadie, ningún investigador serio lo confirmaría.
Solidaridad cognitiva
- Tiene razón, tuve la impresión constante de ser cuestionada, juzgada.
- Para esos pacientes, la peligrosidad de la existencia es una constante. Aún bajo las apariencias más aletargadas, como un gato que duerme...
- ¿Usted también tiene un gato?
- No, ¿por qué?
- Perdóneme... Usted hablaba del peligro...
- Negar la dimensión real de las catástrofes que atravesaron sería una alucinación negativa de nuestra parte, una negativa de cientificidad, ¡análoga a las maniobras de la Inquisición condenando a Galileo! Como decía mi amigo Otto Will, descuidar las interpretaciones del paciente es aberrante, sobre todo cuando detecta los desfallecimientos de su analista. Vea, nuestro trabajo es una búsqueda común entre dos seres iguales en el plano del inconsciente.
Usted lo observó, su paciente se ponía ansiosa cada vez que percibía su ansiedad. Siempre es así. Después de tantos años, me parece que el delirio describe rigurosamente la realidad concreta con sus sesgos de irracionalidad.
- Entonces, ¿usted va en el sentido del delirio?
- Pero sin alentarlo. Nada es más absurdo terapéuticamente que querer suprimir una obra maestra delirante. El que delira tiene el coraje para aceptar ser el cordero divino, o el único cobayo capaz de hacer progresar una vivisección científica de la especie. Es fácil comprobar que a través de semejante investigación, su limpidez mental permanece indemne. De hecho, agrediéndola de manera delirante, su paciente intentaba entrar en su realidad.
- ¿Qué hubiera debido hacerse?
- No huir y evitar juicios negativos. Un trabajo tal exige respeto.
- Esa era en efecto su exigencia: ser respetada y no juzgada. Pero ese respeto no basta...
- Hace falta inteligencia. Cuantos más contactos tengo con mis pacientes, más tengo la impresión de no tener una idea cabal de sus desgracias. Es algo irreductible a cualquier otra cosa, como la representación de los sonidos que nada puede dar al sordomudo. Por ahí se hunde la normalidad terrible de una catástrofe indefinida que puede ser percibida en el insignificante chirrido de una puerta, abriendo el infinito de lo posible.
Por eso la inteligencia del analista depende de sus capacidades de identificación.
- La palabra está tan degradada; ¿cómo la entiende usted?
- Como un acto de solidaridad cognitiva con nuestros pacientes, considerando que la psicobiología humana toma forma desde el comienzo en una historia y que no es nunca accesible fuera de ésta. Esa inteligencia es de mayor actualidad que nunca cuando se discute para saber si la estructura última de la materia es concebible de otro modo que en términos positivistas. Puede suceder que el viejo problema soma-psique se presente hoy en un plano en el que la aporía precedente del problema contiene las premisas de nuevas soluciones.
Con esta alusión a las revoluciones científicas de este siglo, estuve a un tris de hablarle de la visita de Schrödinger. Me detuve justo a tiempo, temiendo que considerara toda la historia como una obra maestra delirante.
La señora Benedetti vuelve a servirme té. La conversación se desvía hacia los preparativos del Carnaval en el que participaba, con un grupo de amigos, uno de sus hijos. Mientras su mujer se levantaba para buscar unas fotos del año anterior, él me preguntó abruptamente:
- A su criterio, ¿por qué el psicoanálisis está, en todo aspecto, en plena regresión?
Causalidad
Sorprendida, no supe qué responderle:
- El aire del tiempo, que lleva a las drogas del olvido.
- Quizás... pero también el hecho de estar tan presionados por una exigencia desmesurada de certeza, enraizada en una concepción de causalidad propia de las ciencias naturales. Bajo la cubierta del rigor científico, los factores psicológicos son referidos a la constitución biológica y devuelven al paciente a su soledad.
Sin embargo, existe otra concepción de la causalidad que surge del renunciamiento a hacer de él un objeto de ciencia. Jamás un estudio estadístico de la madre esquizógena nos permitirá avanzar. La causalidad yace en el encuentro terapéutico, el análisis se convierte en una co-investigación...
- Y eso es harina de otro costal...
- ¿Comprende italiano?
- Algunas palabras desde que fui raptada... En otra oportunidad se lo contaré.
En ausencia de su mujer, Benedetti se expresaba lentamente, en un francés mezclado con italiano que su pronunciación, muy articulada, me volvía accesible: - Para el analista, lo más difícil es saber mantenerse en equilibrio sobre un instante fugitivo. Algunos pacientes no pueden ser ellos mismos más que a condición de no tener pasado.
Como los poetas, están cerca de esas zonas de creatividad en los márgenes de la existencia, pero no disponen de la terraza yoica donde los analistas, y también los artistas, pueden replegarse en caso de peligro. Por eso, la expresión descriptiva de un paciente es siempre superior a los conceptos teóricos. Uno de ellos me decía: “No soy nada, porque nada es aún demasiado preciso. Hay en mí una indeterminación absoluta”.
- ¿Se sabía esquizofrénico?
- No favorezca nunca las investigaciones que concluyen en la locura. Como si creer que se es loco pudiera mejorar las cosas... Por el contrario, uno se vuelve más loco de angustia y de desesperación.
- Sin embargo, las investigaciones de la “estructura psicótica” no faltan, no hay un coloquio que no la incluya en su programa...
- Yo miro dos veces esas construcciones teóricas de salón en las que abrevamos. Desprovistas de ilustraciones extraídas de la experiencia, alejadas de la aceptación profunda de esos pacientes, me parecen como recetas culinarias sofisticadas que decoran el plato pero no alimentan. Su falta más grave es querer referirse sólo al observador que entonces adquiere una importancia excesiva. Se descuida, durante esos parloteos, las exigencias de supervivencia del “caso” que se sostiene como un espectro inmutable en un campo de cadáveres.
- Usted es muy severo...
- En caso de psicosis, el psicoanálisis tiene una tendencia frecuente a volver al lecho de la psiquiatría. Le da una desmesurada importancia al diagnóstico o intenta corregir el síntoma prescribiendo medicamentos. Ahora bien, no hace falta considerar esos síntomas como defensas a suprimir sino como un decir, una búsqueda que debe ser acogida y escuchada mientras sea necesaria.
- Los analistas se cansaron de esa larga paciencia. En los Estados Unidos, el país de sus amigos Otto Will y Harold Searles, los descubrimientos pioneros en el análisis de las psicosis están en trance de ser olvidados.
- La medicalización es omnipresente; pero los síntomas son una expresión de supervivencia y no una enfermedad.
Espejo de la transferencia
- Convengamos en que esa fórmula no tiene nada de evidente. Todo sucede como si debiera ser redescubierta cada vez.
- Porque si la neurosis reprime lo negativo, en la locura es lo positivo lo que es cercenado. De hecho, los procesos psicóticos giran siempre alrededor de un real desrealizado, de un relieve borrado. De ahí proviene la fuerza concreta de las metáforas utilizadas: las palabras tomadas como cosas, las imágenes tomadas al pie de la letra. De alguna manera, el lenguaje es concretizado para dar todo su peso a un real escamoteado. Por ejemplo, la experiencia de que se le caiga la cara de vergüenza se traduce, al pie de la letra, como la pérdida física del rostro, su no-reconocimiento en el espejo.
- Sissi temía que mi rostro desapareciera...
- Porque el analista se convierte en ese espejo donde reencontrar el rostro. Naturalmente, estamos tentados de protegernos adoptando una actitud indiferente e interpretando, por ejemplo, el odio que recibimos como la proyección de pulsiones agresivas del paciente.
- ¿No está de acuerdo con esa interpretación?
- En ese caso, la explicación por la proyección no tiene ninguna pertinencia. Para proyectar, es necesario que el adentro y el afuera estén constituidos, pero en las áreas de muerte de las que hablamos, no hay más yo que no-yo. El analista, entonces, siente auténticamente la violencia que refleja. ¿Por qué no se autorizaría a endosarla para acreditar su existencia en lugar de devolverla como si no estuviera concernido?
- Prefiere permanecer en la orilla, es comprensible.
- A decir verdad, tiene que tener coraje para transformar esas situaciones de vivencias tan desoladoras y tener confianza en las potencialidades tan bien ocultas del paciente. Por otro lado, ¿por qué ver siempre a este último como una víctima? Después de todo, la experiencia psicótica es de alguna manera su obra. Se puede recurrir a su responsabilidad en lo que le pasa, y sobe todo a su inteligencia.
- ¿De dónde sacar ese coraje? Confieso que me falta muy a menudo.
- De su propio fondo. Seguramente no del cuadro objetivo de una psicogénesis aseguradora. Fuera de su propia experiencia, la misma proposición formulada al paciente parecerá aprendida, gratuita, telefoneada.
Sujeto potencial
- Mi propio fondo, como decía Wittgenstein... ¡Mire dónde hemos llegado! ¿Qué sería exactamente eso?
- Admita que el único factor curativo es el inconsciente terapéutico que va y viene entre el analista y el paciente. Llamo sujeto potencial al sujeto de ese inconsciente. Él es activado por canales no verbales ciertamente, pero que no por eso constituyen menos un lenguaje. Los sueños y las ensoñaciones del terapeuta son su potente amplificación y su transcripción verbal, y le permiten entrar en el infierno del otro vestido de demonio.
- Y esos sueños o esas ensoñaciones, ¿hay que decirlas o no?
- Eso lo decide usted. Hubiera podido restituirle perfectamente a ese joven su sueño de la quimera desde el primer momento. Cada uno hace según su estilo. Pero haberlo callado no impidió a ese sueño parlanchín articular las sesiones a pesar de sus prevenciones. De hecho, esos sueños son bastante frecuentes cuando uno se interesa en ellos. Marcan la entrada del terapeuta en el mundo del paciente y producen siempre una transformación, como un fermento. Esa levadura suscita, en el analista, percepciones extrañas que tiene el deber de formular y comunicar. Son un eco al dolor psicótico que, incluso no sentido, es siempre más intenso de lo que uno se imagina.
- Me parecía mal comunicar a ese paciente que yo le saltaba al cuello...
- Sin embargo, sin decírselo usted lo hizo. A contrario, me acuerdo del rechazo y del temor de algunos colegas del hospital que dejaban transparentar, en un silencio escéptico, la convicción de que no creían ni una coma de lo que les era comunicado. Pero se supone que el terapeuta puede abrigar las formas más abracadabrantes, es solidario con ellas y debe darles derecho de ciudadanía, como a esas figuras grotescas que invadirán las calles esta noche. Por otro lado, cuando el analista está dotado...
Ficciones
La evocación de un analista tan capaz comenzaba a minar mi moral. Felizmente, la señora Benedetti volvía con fotos de máscaras bajo la nieve, vestidas con trajes hechos con tiras de tela verde y con el pífano en los labios.
¿Benedetti había percibido mi desaliento? Dejando de lado esa diversión, él continuó:
- El analista del que hablo no tiene nada de ideal. A veces el terapeuta duda de su propia realidad.
- ¿Y cómo hacer en ese caso?
- Intentar superar esa sensación fastidiosa de cosificación. A veces sucede que podemos gozar de esa relación, sin ninguna finalidad.
- ¡Gozar! ¡Cómo puede ser! Aunque... a mí me pasó de estar en la gran sala del hospital, así nomás, y estar bien. Pude ver y oir de otro modo... Es difícil de explicar.
- ¡Invente una ficción! Es la única solución para validar su experiencia frente a sus pares.
- La ficción no tiene muy buena prensa en las ciencias humanas....
- Sus pacientes le soplarán las palabras justas; pero no se haga ilusiones, su creación será siempre incompleta, insatisfactoria. Y es mucho mejor. De ese modo escapará al delirio de exhaustividad.
- ¿Los sueños del analista forman parte de esa ficción?
- Evidentemente. Por medio de la creación de imágenes oníricas, en el límite entre el sueño y la vigilia, establecemos virtualmente una realidad objetiva que permite al paciente forjar nuestra realidad en tanto nosotros forjamos la suya.
Para entrar en contacto con una zona donde se abolió toda lógica, es inútil intentar interpretaciones. Ya sean explicativas o puramente fonéticas, no tienen ningún asidero. El paciente no puede recibirlas aún si las comprende intelectualmente. Aprenda a dejar reposar en la alteridad lo que es inaccesible a la comprensión e incluso a los significantes. Únicamente serán recibidos los mensajes que el inconsciente terapéutico emite a través de sus respuestas, porque ellos no interpretan nada.
- Entonces esa ficción es común.
- Por supuesto. No se imagina la fuerza que tiene su deseo de comunicar. Aún en el autismo o en la prisión del negativismo, no deja nunca de intentarlo.
Al contarle los cuacs de Viviane y nuestro mutuo domesticamiento, él confirmó;
- Esa comunicación es la que los pacientes temen y a la vez más desean. Por eso su impás trágico: son lanzados a su soledad, siendo que buscan expresarse por medio de cosas extrañas e insensatas. Admita –y no me cansaré de repetirlo- que el síntoma es ante todo un decir que no puede expresarse de otro modo. Sólo el inconsciente terapéutico es capaz de registrar ese incomprensible para luego comprenderlo en el plano cognitivo.
El futuro pasado
La señora Bendetti prendió la lámpara. Me apresuré en agradecer para partir. Benedetti no me prestó la más mínima atención:
- Ahora, escuche bien lo que voy a decirle: incluso cuando esas imágenes conciernen la vida del terapeuta, ellas fueron solicitadas por la perspicacia psicótica a título de herramienta y forman parte de la producción común. No hay que temer restituírselas, siempre que sea en una perspectiva de vida.
A la inversa de la neurosis donde el analista espera la demanda, en esas áreas de muerte él debe proceder a abrir el análisis por una declaración preliminar y demostrar que entró en el dilema que le es aportado. Tal declaración, se lo repito, debe proceder de lo inesperado del inconsciente. Si está planificada o copiada de otro, entonces todo sucede como si usted ejecutara pasos de baile en el infierno de otro. Lo esencial es la buena longitud de onda.
- Bien. Suponiendo que yo hubiera comunicado a Erlat mi sueño preliminar ¿hubiéramos sido conducidos más rápidamente hacia su pasado, del que no quería hablar?
- Abandone de una vez por todas la ilusión de la referencia al pasado. Esas interpretaciones son estériles porque su paciente era mucho más consciente que usted del rol que usted quería hacerle interpretar. Además, su insistencia no hacía otra cosa que reforzar su impresión de estar poseído por su omnipresencia, de no existir más que en función suya.
- Sin embargo el pasado jugó un rol importante.
- Es cierto. Pero recuerde sus reticencias a comunicárselo. Cuando dejó filtrar ese pasado a través de los objetos, los dibujos, no era para darle el placer de levantar la represión sino una segunda oportunidad de intentar con usted lo imposible: salir de las situaciones frágiles donde todo el mundo estaba entrampado. Mediante un presente diferente con usted descubrió una ganancia de veracidad, puso en marcha el tiempo detenido.
- Yo creí vivir con él el último día de un condenado...
Sueños de analista
- Ahí toca usted el punto crítico de nuestra práctica. La tentación de autodestruirse para salir de esas áreas de muerte es grande.
- Se dice que los suicidios a menudo se producen cuando todo va mejor...
- En el momento de revivir, la imposibilidad de existir se traduce por una necesidad irresistible de destruirlo todo, como para dramatizar in extremis la infinita miseria del no-existir, en la esperanza de dominarla. Frente a esta rabia, no somos todopoderosos.
- Eso es lo que me dijo mi médico jefe cuando uno de mis pacientes murió de sobredosis hace algunos meses. De hecho, fue en ese momento que tuve la idea de venir a verlo.
- Yo también pasé por esos momentos, no me da vergüenza decirlo. Y luego vuelven esos instantes efímeros, difíciles de contar, donde se descubre la forma fugitiva de lo que está pasando. La autodestrucción es un no-existir activo y por lo tanto animado de un soplo de existencia: los dos brazos opuestos de la atadura terapéutica... Por otra parte, están presentes en el sueño en el que usted salta al cuello de la quimera para abrazarla y para estrangularla.
Usted tomó el riesgo de responder a su grito mudo, porque aquel que elige ser espectador de la muerte psíquica de otro que se disuelve inexorablemente bajo la impetuosidad del mundo exterior, asiste también a la suya. Ese sujeto ultrajado, exiliado, surgió del combate rabioso por arrancarlo del área de muerte, con ayuda del lenguaje. Llamé sujeto transicional a esta génesis del sujeto que va a circular entre los personajes de la escena analítica, porque en los momentos decisivos, no se puede decir que haya un condenado por una parte, y por la otra un salvator mundi.
- ¿Podría suceder que ese sujeto transicional fuera, entre Erlat y yo, un rival, un hermano?
- ¿Por qué no? Lo importante era tomar posición. Sea lo que sea lo que usted elabore, ningún mensaje es más válido que la indicación de su posición.
A punto de levantarme, dudé:
- No me atrevo a darle la razón de esa posición... Él triunfó en la vía científica en la que yo, en mi juventud, me declaré vencida sin aceptarlo. Por otra parte, los hijos muertos de su historia me evocan a un bebé enfermo pero que, tranquilícese, se curó. Son detallecitos ridículos, poco significativos científicamente hablando...
- Todo depende de qué ciencia hablemos, si de la que se adapta a las políticas de salud o de la que no puede más que descubrir la hipocresía de una sociedad así como lo insostenible de nuestro comportamiento sano frente a nuestros semejantes.
Me levanté de golpe.
- Debería descansar, me aconsejó la señora Benedetti acompañándome. Tendrá que estar de pie a las cuatro de la mañana... Vuelva a visitarnos en el próximo Carnaval.
Desde la calle por debajo de su jardín, los saludé con la mano.
V
MORGENSTRICHT
La ruta descendía derecho hacia la ciudad. Antes de atravesar el puente sobre el Rin, debí aminorar la marcha detrás de los flautistas que ocupaban toda la calle. Ellos caminaban lenta y cadenciosamente detrás de una inmensa forma velada a la que acompañaban en procesión.
Por donde doblara para encontrar ese famoso puente, chocaba con grupos más o menos numerosos que avanzaban a cara descubierta, con abrigos de piel o anoraks de nailon. Me detuve a mirar los rostros que muy pronto estarían cubiertos por máscaras. En los señores y señoras de cierta edad, en los más jóvenes con sus hijos, en los adolescentes, reencontraba la “Gente” a la que había sido presentada en el patio del hospital. Detrás de su ídolo velado, los rostros eran graves, concentrados en melodías extrañas y familiares que, desde mi primer visita, yo no había olvidado.
De golpe, sin saber muy bien cómo, me encontré encima del Rin y doblé a la izquierda después del puente, a la vista de un callejón despejado que subía hacia el atrio de la catedral. Me acerqué a la fachada de greda roja, deseosa de saludar la tumba de Erasmo. La puerta estaba cerrada. Ante las vírgenes locas del tímpano dominadas por un San Martín que blandía su lanza de bravo caballero, me prometí volver al día siguiente.
Para volver a descender debí procesionar entre tonadas de pífanos detrás de las divinidades veladas. Instruída por mi visita precedente, sabía que esas sábanas blancas ocultaban inmensas linternas pintadas, cubiertas de caricaturas y de inscripciones vengativas, burlándose de los abusos de los poderosos.
Luego se hizo el silencio. Cada forma estaba guardada en el lugar desde donde partiría algunas horas más tarde. ¡Ya las ocho! El hotelero promete despertarme.
A las tres de la mañana, ya había gente en la Markplatz. Me había olvidado que hacía tanto frío. Con las manos en los bolsillos, debí defender mi parcela de vereda contra una abrigada marea humana. Mientras describía para calentarme la alcaldía roja iluminada de colores cálidos, intentaba acordarme dónde diantres había leído cuan atípico era ese carnaval católico en una ciudad rápidamente convertida a la Reforma. Comenzaba el lunes posterior al miércoles de Ceniza, para conmemorar una masacre cuyos fantasmas volvían aún hoy a asediar la ciudad... Imposible encontrar la fuente de esa información, tanto más cuanto que a los basileanos no les gusta hablar respecto a su carnaval.
Ya me hacía la idea de haberlo soñado cuando de golpe todas las luces de la ciudad se apagaron. La muchedumbre se inmovilizó. Un gran diablo rojo surgió a algunos centímetros de mí. Tambor mayor de enorme cabeza totalmente enmarcada con unos bracitos, blandía su báculo con una extraña torsión del puño. Tambores y pífanos resonaban a viva voz desde los cuatro costados de la ciudad, detrás de las linternas encendidas con colores vivos. Cayendo de todas partes, se deslizaban sobre la masa de larvas que le hacían cortejo.
Porque aquí las máscaras son llamadas larves, como en latín, había precisado la señora Benedetti. Cada uno llevaba sobre la cabeza una linternita que recordaba a la linterna maestra. Se hubiera dicho que las almas brillantes de los secuaces de Madre Tonta habían llegado por unos días para ocupar la ciudad. La mayor parte de los rostros eran blancos, con inmensos párpados abatidos, pesados de una tristeza de muchos siglos quizás.
La fuerza de la música era tal, que yo seguí el paso lento y balanceado de una de las bandas que remontó delante de la catedral. Desde ahí, ví que las linternas habían tomado posesión de los puentes sobre el Rin que franqueaban siguiendo la cadencia de sus escoltas iluminadas.
De hecho, ¿qué decían las pinturas acrílicas resplandecientes sobre mi linterna? Un bebé, chupetes, preservativos, un obispo. Era eso... ¡Sexual Bishop! Ese año, el obispo católico de la catedral, cuyo cayado figura en los blasones de la ciudad, había tenido un bebé. Él se zangoloteaba como un Niño Jesús en medio de biberones y de condones sobre esa provocadora linterna.
Dejé mi troupe para seguir a otra, y después a otra. Cansada de subir y bajar todos los callejones de la vieja ciudad, ebria de ver esas caras más reales que nuestros rostros pálidos, seguí a las larvas que dejaban en el piso máscaras y tambor para entrar a un café. Como esos hombres panzones vestidos de buenas mujeres gordas, pedí tarta de cebollas y una sopa de harina.
Sentada a mi lado, una vieja dama con vestido multicolor, hecho de miles de lengüetas de fieltro superpuestas, me deslizó al oído, con la mirada encendida, que esa comida estaba hecha para pedorrear. ¿Y para enviar a los muertos a la luna? le pregunté. Ella no lo sabía, y si lo hubiera sabido, en el bochinche de las máscaras desenmascaradas que entraban y salían, no hubiera entendido nada.
Al despuntar el alba gris volví a dormir con un sueño acunado por el sonido dulcemente ahogado de la música. En grupos aislados, las máscaras continuaban surcando su ciudad, resueltamente, sin apresurarse.
El lunes a la mañana los negocios estaban abiertos e hice mi provisión de quesos. Pífanos y tambores se mezclaban con la vida cotidiana con gran naturalidad. No quedaba una pulgada del espacio que no estuviera ocupada, en un momento u otro, por alguna larva, un flautista solo o acompañado por su tambor, o aún en formación cerrada detrás de su tambor mayor. A pleno día, las larvas confirmaban mis impresiones de la noche: eran seguramente más verdaderas que la realidad. Vivos retratos de nuestras almas de las que forzaban los rasgos, surgían de cada esquina, del menor agujero, como los sujetos que no nos atrevíamos a ser, que habíamos desterrado de nosotros mismos.
Hacia la una de la tarde, finalmente fui a saludar la tumba de Erasmo y almorcé en el café de enfrente, Zum Isaac, esperando el desfile de la tarde. Estaba en los postres cuando un redoble de tambor de una extrema virtuosidad hizo que me precipitara a la ventana.
Dos demonios del fin de los tiempos recorrían la plaza delante de la catedral. Terribles, decididos, tamborileaban como en el Apocalipsis. Pagué apresuradamente mi cuenta para verlos de más cerca. Los dos estaban vestidos de follaje, con cabezas de peces, implacables, sin sentimiento. Supe de inmediato que eran los “hombres salvajes” y les seguí el paso, como si los conociera desde hacía mucho tiempo.
Avanzaban por el medio de la calle, ora al unísono, ora en ritmos alternados, cambiando de cadencia aparentemente sin haberlo acordado, sin repetirse nunca. Los veía poseídos por un furor sagrado, sólo dominado por ritmos que surgían de una fuente inagotable. Estábamos ya en las murallas de la ciudad. Se detuvieron delante de un portal en cuyo umbral tamborilearon por última vez, luego levantaron sus máscaras y desaparecieron de mi vista.
Tuve tiempo de percibir a un hombre joven y a otro un poco más viejo. ¿Ariste, Schrödinger? Les dije adiós con el pensamiento y me apresuré a desandar el camino hacia el centro de la ciudad de donde me llegaba la voz aguda de los pífanos y el pulso de los tambores. El desfile debía haber comenzado.
Hombres ciervos desfilaban en cohortes cerradas, seguidos por brujas de cabellos de hilo y rostros de madera, con los dedos en sus enormes narices. Luego, en penúltimo lugar, las máscaras bifrontes de la Gente arrastraban un lavarropas para lavar el dinero sucio que Suiza había acumulado. Eran seguidas por vacas locas muy sexys y por monjas excitadas por las travesuras de su obispo, zarandeándose a un ritmo endiablado. Otras, más contemplativas, blandían con ojos desencajados, condones en forma de mitra.
De lo alto de sus carros, los Waggis me inundaron de confites. Esos pseudo alsacianos, de enorme cabeza, cabellos rojos, guardapolvos azul cielo, bufanda blanca, nariz fálica, dientes salientes, distribuian coplas satíricas en dialecto basileano en hojitas angostas. Muy pronto tuve toda una colección de folletitos multicolores, la mayoría escritos en decasílabos, como la “Nave de los locos” del compatriota y amigo de Erasmo, Sebastien Brant, ilustrado aquí mismo por Durero.
¡Las cuatro ya! Debía encontrar una razón para abandonar esa maravilla si quería estar en París a la noche. Mi auto se abrió paso a contracorriente y se dirigió de mala gana a la autopista.
Al pasar por la estación de Montbéliard, me acordé de René Thom, cuyas curvas matemáticas se parecían extrañamente a la forma de los cruces ferroviarios que lo habían fascinado de niño.
Las banquinas de la ruta se elevan al aproximarse al Jura. Sobre la colina, un alineamiento de colmenas, bien calafateadas de propóleo. Muy pronto las abejas harán su primera salida. Mañana me pondré en contacto con el colemnar escuela.
De golpe, desde lo alto de un puente de la autopista, una silueta familiar me hace aminorar la marcha.
Frenando casi hasta detenerme, a riesgo de provocar un accidente, reconozco sin sombra de duda al Hermano Philibert, muy vivaz, agitando su paloma en dirección a los viajeros, como siempre lo había hecho desde la noche de los tiempos. ¿Se habría escapado de su casa de retiro? Lo saludo con un bocinazo.
“Una vasta jaula de locos”*
-de un curioso parentesco entre la sottie francesa y un casi perdido teatro español-
Raúl Vidal
Para los que desde la cuna discurrimos por este mundo aferrados a la lengua castellana, encontrar en ese magnífico mare nostrum el vocablo que permita traducir (en este caso desde una lengua hermana y amiga: la francesa) con la mayor claridad posible cierto campo de significación, se transforma en algunas ocasiones en una tarea artesanal.
El tener que vérnosla con la versión original de Madre Loca, es una de esas ocasiones. En ella, locura y literatura bailan una atractiva danza: la del teatro medieval denominado sottie. En ella, como inquietos y traviesos comediantes, locura y tontería se fusionan y metamorfosean en una única palabra francesa: sot. En ella, palabra que a veces –como el hipogrifo de Ludovico Ariosto- parece pastar en lo que de bosque medieval tiene la obra de Françoise Davoine, y otras veces –cual inquietante monstruo significante- nos asusta al dar vuelta la página o al caer en el abismo final de uno que otro punto aparte: nos perdemos. Y está bien que así sea. ¡Ay de nosotros si persiguiéramos la certeza!
Entonces, ante el embrollo de los vocablos sottie y sot, sólo resta sumergirse en una época que no es la nuestra.
1.
Durante los siglos XVI y XVII –con un máximo florecimiento entre 1600 y 1620- fue muy representado en toda España un género teatral muy particular cuyo nombre es entremés. Lo característico de este llamado “teatro menor” (en contraposición al “teatro mayor” lopesco49) era el ser escenificado en los entreactos de las piezas teatrales principales. Casi nunca fueron representados en forma independiente –es decir, por fuera del “teatro mayor”- salvo en las llamadas follas de entremeses, típicas del carnaval50.
Vale la pena detenerse un momento en el vocablo castellano folla. Para Don Sebastián de Covarrubias y Horozco (1539-1613):
Folía: Es una cierta dança portuguesa, de mucho ruido; porque ultra de ir muchas figuras de pie con sonajas y otros instrumentos (...); y es tan grande el ruido y el son tan apresurado, que parecen estar los unos y los otros fuera de juyzio. Y assí le dieron a la dança el nombre de folía de la palabra toscana folle, que vale vano, loco, sin seso, que tiene la cabeça vana (...)
Folla: Es propio de los torneos, que después de aver torneado cada uno por sí con el mantenedor, se dividen en dos quadrillas; y unos contra otros se hieren tirando tajos y reveses sin orden ni concierto, que verdaderamente parecen los unos y los otros estar fuera de sí. Y por esto se llamó folla, quasi folia, id est locura. A imitación desto llamamos la folla al concurso de mucha gente, que sin orden ni concierto hablan todos o andan rebueltos por alcançar alguna cosa que se les hecha a la rebatiña. Los comediantes, cuando representan muchos entremeses juntos sin comedia ni representación grave, la llaman folla, y con razón porque todo es locura, chacota y risa51.
De esta manera comprobamos la familiaridad existente entre el entremés y las fêtes des fous52.
De similar manera, no es sutil detalle el tener en cuenta que el entremés recoge en su repertorio múltiples tipos cómicos que tienen su origen en la celebración cristiana del Corpus y la pagana del Carnaval53. Es claro entonces, que
En la atmósfera del Carnaval tiene su hogar el alma del entremés originario: el desfogue exaltado de los instintos, la glorificación del comer y beber (...), la jocosa licencia que se regodea con los engaños conyugales, con el escarnio del prójimo, y la befa tanto más reída cuanto más pesada.
Un oscuro contacto con el Carnaval parece denunciar el azote –látigo o bastón- que acostumbra a formar parte del atuendo del simple o loco. Una copiosa iconografía demuestra que, en varias especies, lo usaban los sots de la escena francesa a fines de XV y comienzos del XVI, igual que los zani de la Commedia dell´arte italiana: Arlequín, Polichinela, etc. El azote del simple español –con el que en el desquite final aporrea a los restantes personajes y remata la pieza entre el estruendo y la algazara- recibe el curioso nombre de matapecados (...).
(...) se parecía a la marotte de los bufones o locos franceses (...) Su designación de matapecados o castigapecados cobra plena significación si en los festivales de Carnaval –o en los del Corpus con sus mascarones y figurones- le asignamos un papel en el ritual de eliminación del mal (...)54.
Todo esto aumenta aún más la articulación posible entre el entremés español y la sottie francesa; sobre todo si se tiene en cuenta que el entremés permite sin dificultad alguna (cosa que no sucede con otros géneros teatrales) la representación del caos del mundo, siendo su materia lo peor de la sociedad humana y de sus instituciones55. Además, desde Lope de Rueda (comediante sevillano, verdadero padre del entremés) la escena se reparte entre dos papeles dominantes: el activo –que toma cuerpo en el tracista, astuto y mentiroso- y el pasivo, encarnado en la figura del insensato56, en cada uno de sus matices, que van del tonto al loco. No obstante, la principal dificultad para hablar del entremés y pensar en sottie al mismo tiempo, estriba en que el entremés es un género muy amplio y variado en su contenido, no así la sottie; lo cual nos obliga a profundizar un poco más y así intentar descubrir qué tipo de entremés es el que se acerca más a la sottie.
El parentesco del entremés con la farsa francesa e italiana, ha permitido que algunos autores lo califiquen de farsa abreviada57. Incluso un conocido hispanista como lo es Francisco Márquez Villanueva, llega a sostener –al referirse a la farsa montada para Don Quijote de los Duques (incluída en la segunda parte de la obra maestra de Miguel de Cervantes)- que las
(...) burlas de los Duques revisten un aspecto de dilatada sottie (...)58
Es cierto, sobre todo si se tiene en cuenta que los papeles del loco los realizan los duques y sus allegados, produciéndose una real inversión: donde había cordura hay locura y viceversa. Pero, aunque las convergencias básicas entre el entremés y otros géneros cómicos como la comedia y la farsa son múltiples: argumentos, forma dramática, ironía, etc.59, Eugenio Asensio plantea claramente que
Las semejanzas con la farsa tal como se desenvolvió en Francia e Italia son tan abundantes que no es raro incluir al entremés en la farsa (...). Sin embargo conviene separarlos (...). Lo que Sánchez de Badajoz y otros dramaturgos de la primera mitad del XVI apellidan farsa, amalgama elementos cómicos y serios, sentimentales y grotescos, designa lo mismo la representación sacra que la profana (...)60
Si a esto le agregamos las múltiples connotaciones que en nuestro tiempo acarrea la palabra farsa, es necesario tener extremo cuidado, o al menos estar advertido del riesgo que significa traducir el vocablo francés sottie por el castellano farsa.
2.
Ahora bien, en los albores del siglo XVII, mientras que la comedia canonizada por Lope de Vega en su Arte nuevo de hacer comedias va en busca del verso, el entremés adopta cada vez más una versificación cercana al habla coloquial. Esta resistencia de la prosa frente al embate de la poesía, da lugar a nuevas modalidades de entremés61. Una de ellas, que cuesta encontrar en forma pura, es el llamado Entremés de Figuras.
Para Don Sebastián de Covarrubias y Horozco figuras son:
(...) los personajes que representan los comediantes, fingiendo la persona del rey, del pastor, de la dama y de la criada, del señor y del siervo, y los demás. Tómase figura principalmente por el rostro, por ser la principal parte, en la cual diferenciamos unos de otros62.
Por ello es que, hacia 1600, el vocablo figura pasa a significar una persona ridícula o estrafalaria, pretenciosa y con rasgos de vanidad e hipocresía63. De allí a la caricatura, es corto el camino que se recorre. Por eso es que designando en un primer tiempo a alguien de apariencia estrambótica y cómica, el vocablo figura ensancha su campo semántico hasta llegar a abarcar
(...) desde el vicio a la monomanía, desde el amaneramiento hasta la aberración, desde la exageración de las modas en el lenguaje y el vestido hasta el rasgo especial de carácter arraigado en el humor dominante. Propendía a subrayar el aspecto cómico de las pretensiones y vanidades que impulsan a los hombres a tomar actitudes falsas, a simular realidades vacías. El énfasis sobre un exceso o exorbitancia más que sobre una complejidad personal, que no cabía en las estrechas márgenes del entremés, inclinaba la pintura hacia la simplificación, hacia la caricatura64.
El entremés de figuras, acorde con todas estas significaciones, no adquiere sustento alguno en el argumento (que traslada a un segundo plano motivos hasta ese momento primarios: el hambre, la lascivia, la prepotencia65), sino en la rica variedad de tipos caricaturizados:
(...) procesión de deformidades sociales, de extravagancias morales o intelectuales. Las figuras comparecen ante el satírico o encarnación de la sátira –juez, examinador, médico, casamentero, vendedor de fantásticas mercaderías (...)-, gesticulan un momento, alzan la voz, replican a la ironía o acusación del personaje central que glosa y comenta: luego desaparecen para dejar el puesto a otra nueva figura que viene pisándoles los talones. El movimiento cada vez más acelerado suele desembocar sin violencia en la danza66.
Danza de locos, me arriesgo a decir, amparado quizás en el antecedente de las ceremonias populares –tan extendidas en el tardío medioevo- de la Danza de la muerte, de la Nave de los locos y de las Cabalgatas de Carnaval: verdaderos desfiles satíricos de las distintas profesiones ante el látigo del moralista67 (siniestro preanuncio de los desfiles propios del Auto de Fe renacentista), o ante el cetro de locura o marotte del bufón (emblema bufonesco que no está ausente del entremés, como en el caso de la máscara de Juan Rana68). Desfiles de locos, como aquellos que partiendo de los primeros manicomios de la Europa cristiana –los de Valencia (1409), Zaragoza y Sevilla69 (mucho antes de lo que Michel Foucault denomina el gran encierro, fechándolo en 165670)- dirigiéndose en cristiana procesión a las iglesias para participar de las ceremonias religiosas, vestidos con su distintiva indumentaria verde y amarilla, un bastón o simulacro de marotte en la mano, un ridículo cuello de magistrado y un ramo de flores en los brazos71, nos muestra el respeto con el que era tratada la locura antes del advenimiento de la ciencia. Fiestas de la locura, de lo irracional y de lo efímero, como tan adecuadamente las nombra Jacques Heers.
Danza de locos, entonces, el entremés de figuras, que consiste en
(...) el examen o juicio ante un presunto cuerdo o normal de varios locos o extravagantes72.
3.
Percibimos así, en este casi perdido en el tiempo entremés de figuras español, una melodía que consuena notoriamente con el de la sottie francesa. No son el mismo género teatral, pero en uno y en otra hallamos rasgos que comparten una familiaridad con la locura. A modo de hallazgo, baste tomar la existencia entre los personajes del entremés de figuras, de uno llamado tontiloco, quien
(...) se derramará en numerosas variedades: el necio, el enfadoso, el podrido73.
Dato que nos lleva a considerar la posibilidad de traducir el vocablo francés sot por esta curiosa palabra castellana: tontiloco. Vocablo, este último, que coloca –de una manera magistral y en su justa medida- la locura de la mano de la tontería. ¿Qué mejor manera de nombrar al estulto erasmiano?
Córdoba, febrero de 1999.
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Primera parte: Sotties, un teatro político
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La socióloga
Escriba
Regresando
Adentro afuera
¿Psicoanalista?
El hombre de la pipa
¡Mis ancestros!
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Queso
Fritz, J.-M., Le Discours du fou au Moyen-Âge, op. cit., p. 50.
Ginzburg, C., Le fromage et les vers. L´univers d´un meunier du XVI° siècle, Aubier Histoires, 1980.
Platón, Fedro o de la belleza, Editorial Aguilar, Buenos Aires, 1977.
Segunda parte: El retorno del sujeto
I. Macadán
Desembalaje
Wittgenstein, L., Investigaciones filosóficas, op. cit., § XIV.
Schrödinger, Mente y materia, op. cit.,
Le Goff, J., El nacimiento del Purgatorio, op. cit.
Juglar
Wagner, R., Tannhaüser, Stock, París, 1953.
¡Gato!
Schrödinger, E., Mente y materia, op. cit.
Hymnes spéculatifs du Veda. Connaissance de l´Orient, Gallimard, UNESCO, 1985.
II. Colegio
Diálogos
Sueños cartesianos
Descartes, R., Olympica, op. cit., p. 53, 56.
Rodis-Lewis, G., Descartes, Calmann-Lévy, París, 1995, p. 21.
Lacan, J., “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud, en Escritos, op. cit., p. 473.
Psicociencia
Moore, W., Schrödinger, Life and Thought, op. cit., p. 17.
Schrödinger, E. Mente y materia, op. cit.
Eslabón perdido
Changeux, J.-P., El hombre neuronal, Editorial Espasa Calpe, Madrid, 1985.
Schrödinger, Mente y materia, op. cit.
Freud, S., Proyecto de una psicología para neurólogos, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1982. Tomo I, p. 325.
Fliess, W., Les Relations entre le nez et les organes génitaux féminins présentées selon leurs significations biologiques, Le Seuil, París, 1977.
Baudelaire, Ch., Las flores del mal, Ediciones Visor, Madrid, 1977.
Moore, W., Schrödinger, Life and Thought, op. cit., p. 225, 441.
Paralelismo desorientador
O´Drury, M., The Danger of Words, op. cit.
Wittgenstein, L., Investigaciones filosóficas, op. cit.
Schrödinger, E., Mente y materia, op. cit.
Scott, S., Man and his Nature, Cambridge University Press, 1951.
III. El llamado de Schrödinger
Respecto al sujeto
Schrödinger, E., Mente y materia, op. cit.
La naturaleza y los griegos, op. cit.
Némesis científica
Schrödinger, E., Mente y materia, op. cit.
Schrödinger, E., La naturaleza y los griegos, op. cit.
Hao Wang, Reflections on Kurt Gödel, Bradford Book, The MIT Press, Cambridge Mass., 1987, p. 133.
Inversión de la flecha del tiempo
Schrödinger, E., La naturaleza y los griegos, op. cit.
Mente y materia, op. cit
Phisique quantique et représentation du monde, op. cit., p. 29.
Dodds, E., Les Grecs et l´irrationnel, Champs Flammarion, París, p. 191-195.
Pérdida de identidad
Schrödinger, E., La naturaleza y los griegos, op. cit.
Physique quantique et représentation du monde, op. cit., p. 33, 37-40, 42, 48, 70. 72.
Subversión del principio de objetivación
Schrödinger, E., “El principio de objetivación”, en Mente y materia, op. cit.
Physique quantique et représentation du monde, op. cit., p. 69, 70.
El gato de Schrödinger
Schrödinger, E., Physique quantique et représentation du monde, op. cit., p. 106, 108, 110, 117, 123, 84.
Mente y materia, op. cit.
Gribbin, J., Le chat de Schrödinger. Physique quantique et réalité, L´esprit et la matière, Le Rocher, 1984.
Las damas en los salones
Schrödinger, E., Mente y materia, op. cit.
Physique quantique et représentation du monde, op. cit., p. 72.
Lacan, J., El reverso del psicoanálisis, op. cit.
IV. Caja de transferencia
Dulle Griet
Breughel, P., Dulle Griet, Museo Mayer Van Den Bergh, Amberes.
Rey-Flaud, H., Le Charivari. Les rituels fondamentaux de la sexualité, Payot, París, 1985.
Le Goff, J., Schmitt, J.-Cl., Le Charivari, Actas de la mesa redonda organizada en París por la EHESS y el CNRS, 1977.
Halkin, L., Érasme, Fayard, París, p. 106, 142, 160.
La princesa
Formas de vida
Wittgenstein, L., Investigaciones filosóficas, op. cit., § 19.
Eugenesia
La guerra
Schrödinger, W., Mente y materia, op. cit.
Lacan, J., “Introducción al comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneinung de Freud”, en Escritos, op. cit. p. 354.
El fluido
Schrödinger, E., Mente y materia, op. cit.
Herencia
Schrödinger, E., Mente y materia, op. cit.
La vergüenza
Señora madre
Un sueño para los otros
Devastación
Lo incomprensible
Lacan, J., “Introducción al comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneinung de Freud”, en Escritos, op. cit.
Schrödinger, E., Mente y materia, op. cit.
El tiempo nómade
La verdad
Maldificación
Kantor, T. Le Théâtre de la mort, Ubilibri, Florencia, 1980.
Lacan, J., “ De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”, en Escritos II, Siglo XXI editores, México, 1985, p. 513.
El reverso del psicoanálisis, op. cit.
Aún, Editorial Paidós, Buenos Aires, 1981.
V. El sujeto de la coincidencia
Gaudillière, J.-M., Pratiques er théories de la folie: cliniques de Luigi Pirandello, Seminario en la EHESS, 1989-1990.
De la ciencia al cuadrado
Moore, W., Schrödinger, Life and Thought, op. cit., p. 412.
Schrödinger, E., Physique quantique et représentation du monde, op. cit., p. 25.
Mente y materia, op. cit.
Berlín 1933
Moore, W., Schrödinger, Life and Thought, op. cit., p. 235, 253-256, 429, 265, 270, 264, 265, 272, 331.
Frud, S., Jung, C. G., “Lettre 139F, du 16 avril 1906”, en Correspondance 1906-1909, Gallimard, París, 1975, p. 295.
Schur, M., La mort dans la vie de Freud, Gallimard, París, 1972.
Ici la vie continue de manière suprenante, Association internationales d´histoire de la psychanalyse et Goethe Institut, 1987, p. 92.
Schrödinger, E., Mente y materia, op. cit.
Coincidencias
Moore, W., Schrödinger, Life and Thought, op. cit., p. 252.
Tercera parte: La grande y la pequeña historia
I. ¿A qué ciencia consagrarse?
El asunto
Dotenville, H., Histoire et géographie mythiques de la France, Maisonneuve et Larose, París, 1973.
Bada
Baldío
Señora Francia
El colmenar
Holtzminden
Vervin, S., Pain and Survival. Human Roghts Violations and Mental Health, Scandinavian University Press, Oslo, 1994.
Delams, L., Visage d´une lorraine occupéé. Le Jarnisy 1914-1918, 1988, p. 180.
Violencia organizada
Titus Vibe Muller, La bataille de l´eau lourde.
Lacaze, A., Le Tunnel, Julliard, París, 1978.
Vervin, S., Pain and Survival, op. cit., p. 23, 24, 29, 74, 85, 214.
Brassens, G., Le Roi des cons.
El laboratorio de la cámara de tortura
Vervin, S., Pain and Survival, op. cit., p. 31, 44, 45, 47, 49, 50, 55, 58, 60.
Vinar, M. y M., Exil et torture, Denoël, París, 1989, p. 25, 31, 39, 43, 80, 74, 89, 138, 156.
Prisión de mujeres
Vervin, S., Pain and Survival, op. cit., p. 161.
Rousset, D., Le Pitre ne rit pas.
La Boétie, E. de, Discurso sobre la servidumbre voluntaria, traducción y adaptación de Angel J. Cappelleti, Rosario, Grupo de estudios sociales, 1968.
II. El contra uno, uno para todos, todos podridos
Extraña atracción
La Boétie, E. de, Discurso sobre la servidumbre voluntaria, op. cit.
El llamado de La Boétie
La Boétie, E. de, Discurso sobre la servidumbre voluntaria, op. cit.
El si del pueblo
La Boétie, E. de, Discurso sobre la servidumbre voluntaria, op. cit.
Freud, S., Moisés y la religión monoteísta, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1976, Tomo XXIII, p. 7.
Saqueo
La Boétie, E. de, Discurso sobre la servidumbre voluntaria, op. cit.
Simpleza
La Boétie, E. de, Discurso sobre la servidumbre voluntaria, op. cit.
El pliegue
La Boétie, E. de, Discurso sobre la servidumbre voluntaria, op. cit.
Maquiavelo, El príncipe, Editorial Losada, Buenos Aires, 1996.
El germen
La Boétie, E. de, Discurso sobre la servidumbre voluntaria, op. cit.
III. Erlkönig
Herla
Cata
Goethe, J. W., “Erlkönig”, Ballades, Colección bilingüe Aubier, París, 1944, p. 63.
Espacio auxiliar
Thom, R., Parábolas y catástrofes, Editorial Tusquets, Barcelona, 1985.
Objetos inanimados
Lamartine, A. de, Milly ou la terre natale.
Progreso
Thom, R., Parábolas y catástrofes, op. cit.
Singularidad
Thom, R., Parábolas y catástrofes, op. cit.
Schrödinger, E., Mente y materia, op. cit.
Daimon
Sueño-firma
Ma, Aida
Racine, J., “Británico”, en Fedra, Andrómaca, Británico, Ester, Editorial Losada, Buenos Aires, 1939.
Watteau, Le Gilles, Museo del Louvre, París.
Thom, R., “Apología del logos”, en Parábolas y catástrofes, op. cit.
Descartes, R., Olympica, op. cit.
Lecouteux, Cl., Démons et génies du terroir, op. cit.
Ma. Espace-temps au Japon, Museo de Artes decorativas de París, 1978.
Sieffert, R., Nô et kyôgen, Publications orientalistes de France, París, 1957, p. 15.
IV. Gaetano Benedetti
Existencia negativa
Zumthor, P., Le Masque et la lumière, op. cit., p. 36, 37, 132.
Benedetti, G., La esquizofrenia en el espejo de la transferencia, op. cit.
Freud, S., Lo siniestro, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1979, Tomo XVII, p. 217.
Freud, S., El delirio y los sueños en La Gradiva de W. Jensen, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1986, Tomo IX, p. 2.
Moisés y el monoteísmo, op. cit.
Inconsciente terapéutico
Benedetti, G., La esquizofrenia en el espejo de la transferencia, op. cit.
Solidaridad cognitiva
Benedetti, G., La esquizofrenia en el espejo de la transferencia, op. cit.
Causalidad
Benedetti, G., La esquizofrenia en el espejo de la transferencia, op. cit.
Searles, H. El esfuerzo por volver loco al otro. Traducción: Mercedes López de Remondino (ficha).
Espejo de la transferencia
Benedetti, G., La esquizofrenia en el espejo de la transferencia, op. cit.
Sujeto potencial
Benedetti, G., La esquizofrenia en el espejo de la transferencia, op. cit.
Ficciones
Benedetti, G., La esquizofrenia en el espejo de la transferencia, op. cit.
El futuro pasado
Benedetti, G., La esquizofrenia en el espejo de la transferencia, op. cit.
Sueños de analistas
Benedetti, G., La esquizofrenia en el espejo de la transferencia, op. cit.
V. Morgenstricht
Gaignebet, C., “Le bestiaire mystique”, Le Carnaval, cap. VI, Payot, París, 1979, p. 130-138.
1 comentario:
La vida puede ser divertida a veces, un minuto es agradable y al minuto siguiente es completamente diferente. Mi cónyuge y yo vivimos una vida muy hermosa ante el caos inesperado, una vida sin imperfecciones ni desconfianzas, no hasta que tuvimos problemas con el sustento de nuestros hijos, dejó de pagar y encontró una aventura fuera de coquetear en su hogar conyugal prodigándonos todo lo que hemos sufrido. y por lo que hemos trabajado en el placer innecesario sentí este vacío dentro de mí no tenía idea de cómo ayudar a rescatar mi unión con él porque no regresaba a casa, se quedaba hasta tarde, bebía, fumaba, hace todo tipo de cosas nunca lo hice ... Pero gracias al hombre que trajo alegría con estabilidad a mi hogar, el Dr. Egwali, un hombre de buenas obras, es tan real y complaciente porque lo he intentado y confiado ... Háblale de tus miedos y te alegrarás de haberlo hecho. WhatsApp o Viber +2348122948392 o por correo electrónico dregwalispellbinder@gmail.com
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