domingo, 11 de mayo de 2008

La performance sadomasoquista. Entre cuerpo y carne - Lynda Hart

La performance sadomasoquista. Entre cuerpo y carne
Lynda Hart

Capítulo IV
Muerte y referente: el real queer

Le soy totalmente sumiso. Toda mi vida soñé con una mujer así. No se puede hablar ni de fantasma ni de juego, sino de la cosa verdadera.
Bob Flanagan

Me encuentro en el Performance Space, en Sydney, Australia. Es el 16 de julio de 1994, acabo de enterarme de que Anna Munster va a participar en mi mesa redonda, que tiene por tema “la performance de las sexualidades”. Siento temblar mi cuerpo. No puedo decir si es de emoción o de frío. No hay calefacción y me congelo en lo que mis nuevas amigas queers llaman –apuesto a que le dicen eso a todas – “el más dulce” de los inviernos australianos.
Pronto es mi turno de hablar. Estoy sentada cerca de una mujer cuya obra fue publicada en gran medida en la revista lesbiana S/M australiana, Wicked Women, y de la cual acabo de leer algunos textos durante el vuelo alucinante de 24 horas entre New York y Sydney. ¿Todavía estoy soñando? La única cosa que me persuade de que “yo” estoy realmente presente es este escalofrío en mi cuerpo. Se manifiesta en mi en tanto que real. Leyendo a Anna Munster, pienso también: es “la cosa real”. ¿Será porque “lo hace verdaderamente” en lugar de contentarse con mirar –“yo no soy una espectadora horrorizada”1, nos recuerda– o bien me hace creer en ella por una cualidad indefinible, inasible de su escritura? ¿Será porque yo me identifico con ella? Si es este el caso, presiento que eso significa que yo soy la que, para mi, es verdaderamente la cosa real. Estoy muy contenta leyendo mi texto después de ella, aunque las mujeres del público no tengan nada para decirnos –¿estaban sentadas allí, en silencio, estupefactas, sujetas a cierta perplejidad intelectual, o bien emocionalmente agotadas? ¿Quizás estaban simplemente congeladas (¿o se trataba simplemente de aburrimiento?)? Anna y yo sobrevivimos al interminable silencio que siguió a las exposiciones gracias a una jovial conversación sobre los fluidos corporales – la sangre, la orina, las lágrimas. Estoy contenta de lo que me parece un reconocimiento mutuo. Esto me lleva a pensar que ella piensa que yo también soy real. Al menos me doy cuenta de que mi narcisismo se refuerza. Comprendo lo que me hace considerar su trabajo como “la cosa real”. No es simplemente que sepa que ella participa activamente en la subcultura sadomasoquista lesbiana y gay en Australia, pese a la importancia de ese punto. Es a causa de su estilo.
En muchos de sus escritos, es difícil reconocer una forma narrativa –a diferencia de los textos de las mujeres más notables, en los Estados Unidos, expresados verosímilmente a partir de la misma subcultura. Además de que, más fundamentalmente, algunos de sus textos no se reducen a un relato. Los placeres del realismo son traídos por una precisión encarnizada en la narración. Pero la escritura de lo que resiste al relato parece escapar a la representación, o exceder el marco. En lugar de producir realismo, una obra como la de Munster cae fuera de la simbolización –y tiende hacia esa ausencia constitutiva que Lacan llama el “real”. Después de haber vivido en Japón durante dos años en los que pierde la razón, come mucho sushi y hace un video sobre el pez y los cuchillos, escribe un texto cuyo título es The Violence in Fish. He aquí el final de ese texto:

[...] de nuevo, después de la otra isla, sueño sin cesar con una vida de otro tiempo, con otra manera de hablar con el pez, sueño con palabras que caen de su boca, con sus huellas que se clavan en el espacio de mis dientes, con los bordes mordaces de la mandíbula de un merodeador, y no sueño con esos gestos mediocres, cuchitril abandonado de la representación, en donde no se cumplen ni el sufrimiento ni la violencia del goce, en donde el lenguaje del pez está todavía por inventarse2.

Si yo estoy tan golpeada por el imagismo de ese texto, es sin duda porque, primero, fue producido en forma de video, la primera parte escrita groseramente, seguida de un comentario sobre el deseo de encontrar un lugar/ espacio más allá de la miseria de la representación. En su obra I want a Gorgeous Icon, Munster cita a Baudrillard –“las imágenes se convirtieron en nuestro verdadero objeto sexual, el objeto de nuestro deseo3”. Aún cuando podamos ver en el “pez” el sujeto de las líneas que cito, extraídas de The Violence in Fish, no podemos casi representarnos la escena. Además, la relación de su “pez” con el referente “pez” del mundo real no es, en el mejor de los casos, más que indirecta. La ilusión de referencialidad es precisamente eso que la escritura de Munster se esfuerza por evitar.
En su capítulo Surrealism without the Unconscious, Fredric Jameson sostiene que:

Si la interpretación se entiende, en sentido temático, como separación de un tema, o significado fundamental, parece evidente que el texto postmoderno (hemos escogido esta cinta de video como ejemplar privilegiado) se define desde esta perspectiva como una estructura o flujo de signos que se resiste al significado. Su lógica interna fundamental consiste en excluir la aparición de temas como tales, y por tanto se propone sistemáticamente minar las tentaciones interpretativas tradicionales4.

Fredric Jameson concluye este capítulo relatando con humor –“érase una vez”– la historia semiótica del modernismo y del postmodernismo. Es un relato que los teóricos del postmodernismo conocen bien, pero que yo querría retomar un poco extensamente para intentar situar, en relación con él y la muerte de la referencialidad, el trabajo de Munster y el de otros performers queers:

Érase una vez , en los albores del capitalismo y de la sociedad de clase media, una cosa llamada signo, que parecía sostener relacionesfluidas con su referente. Este auge inical del signo [...] fue fruto de la disolución corrosiva de las viejas formas del lenguaje mágico, a causa de una fuerza que llamaré fuerza de reificación. Su lógica es la de una cruel separación y disyunción [...] Por desgracia, esta fuerza –creadora de la referencia tradicional- continuó sin tregua, y era la lógica del propio capitalismo. Así las cosas, este primer momento de descodificación o de realismo no puede durar mucho; mediante una inversión dialéctica se convierte a su vez en el objeto de la fuerza corrosiva de la reificación, que irrumpe en el ámbito del lenguaje para separar el signo del referente. Esta disyunción no abole del todo al referente, o al mundo objetivo, o a la realidad, que mantienen una débil existencia en el horizonte como si fueran una estrella consumida o enana roja [...], esta semiautonomía del lengiaje, es el momento del modernismo... pero la fuerza de la reificación [...] tampoco se detiene ahí: en otra fase, aumentada [...] la reificación penetra el signo mismo desvincula el significante del significado. Ahora la referencia y la realidad desaparecen del todo [y] nos quedamos con ese juego puro y aleatorio de significantes que llamamos postmodernidad 5.

Tanto en sus escritos teóricos como en sus poemas/prosas, Munster aparece a primera vista en la vertiente de una disyunción entre el signo y el referente. Su prosa está escrita en un estilo cuasi alucinatorio y ella dice que escribió la obra que cité cuando había “perdido la razón”.
En otro lugar sostuve que la escritura lesbiana surge, frecuentemente por definición, de algo que se parece a un discurso psicótico, ya que el término lesbiana tiene el privilegio, que es también un peligro, de (no) existir en lo que aparenta ser de orden simbólico6. Sin embargo, el trabajo de Munster parece diferente. Su obra se despliega en un espacio situado en el intervalo que separa una práctica que reposa sobre la disyunción moderna entre el signo y su referente –ya que algunas “estrellas raquíticas” brillan en el horizonte de su escritura– y el juego postmoderno aleatorio de puros significantes. De manera significativa, se apoya sobre una identidad lesbiana. Así, en lugar de un retorno alucinatorio del imposible real lesbiano en una escritura y una performance más convencionales, donde la alucinación procede de una lectura del texto exterior al marco de referencia de la escritura misma, la escritura y la performance de Munster emanan de un espacio interno en donde lucha para articular un lenguaje que diga su experiencia, aún cuando ella ya es consciente de la imposibilidad del lenguaje para hacerlo en el universo de signos que constituye la cultura dominante.
Porque la percepción frecuentemente amalgamó el realismo (la ilusión de la referencialidad) y el real, una escritura que ofrece una resistencia a la tematización es frecuentemente etiquetada de manera diversa: no solamente como moderna o postmoderna de comienzos del postmodernismo, sino aún como narcisista, debido a que se presume que proviene de una conciencia que se cierra a la participación de un público. Por supuesto, esta última acusación emana en primer lugar de la percepción de lectores o de espectadores que el contexto social sitúa en el exterior del marco de un juego particular de signos. En las performances, y en particular en las performances queers actuales, la semiótica del narcisismo toma un giro curioso. En los primeros capítulos, hablé de performatividad en contextos lingüísticos, sociales y culturales, concentrando la atención sobre la manera en la cual el teatro y la performance devienen –de manera metafórica y/o metonímica– informantes idiomáticos en diversos campos controvertidos. Ahora examinaré, aunque también de una manera queer, diferentes espectáculos de performance ya señalados como tales y teniendo en cuenta las respuestas del público a estas intervenciones queers.
Durante los largos meses que siguieron a nuestro encuentro, me quedó en la memoria una historia que Anna comentó en esa reunión. En medio de una serie continua de actuaciones de teatro queers, en una sexe-partie de la subcultura, ella había puesto en escena una performance bailada. Anna interpretaba el papel de una paciente psicológicamente inestable, a quien “un médico macho ligeramente perturbado” colocaba un catéter7. La operación era simulada. Cambiaban la bolsa vacía del catéter por otra llena, fuera del campo de visión del público, luego lo abrían desgarrándolo y se arrojaba todo el líquido sobre el público. El mimetismo clásico –“la forma más ingenua de representación8”- cumplió su promesa. Munster cuenta que, durante las semanas que siguieron a la performance, no escuchó más que críticas por haber fracasado en la realización de un “sexo sin riesgo” en una sala queer. Por supuesto, Munster había en realidad llenado la bolsa con Lucozade. Así, la performance era sin riesgo, pero ¿se trataba de sexo? Al público no se lo rociaba con orina, como él creía. Pero, como lo decía Munster, “ellos compraban la ilusión teatral9”, cosa curiosa de querer adquirir. ¿Nostalgia, quizás? O deseo de esta inocencia que nadie poseyó realmente, que se vuelve particularmente punzante en las comunidades queers a causa del peligro de intercambiar fluidos corporales y del recuerdo de un tiempo anterior en el cual no se era consciente del riesgo destructor de ese placer. Sugiero aquí que el contenido de esa performance desencadenaba respuestas psicológicas de angustia y de miedo que, curiosamente quizás, en una inversión del dogma elemental del teatro, revelaban que es portador de ilusión.
Incluso mis estudiantes de licenciatura se ríen cuando les cuento la historia del espectador que se precipitó al escenario para colocar en su lugar el sombrero de Hamlet que cayó al suelo, porque pensaba que afuera la noche estaba fría y que, mientras esperaba al fantasma de su padre, podría tomar frío. Ellos encuentran gracioso que un hombre pueda estar tan loco como para intentar salvar a Desdémona del abrazo mortal de Otelo. No censuran tampoco a M. Garrick por haber vedado al público el escenario del Drudy Lane en 1763, a fin de terminar con interrupciones tales como las de ese honesto hombre que, evidentemente desbordado por la compasión, surgió de detrás del escenario, en una representación del Rey Lear, y arrojó sus armas alrededor de Mrs. Woffington, que interpretaba a Cordelia10.
Sin embargo, uno encuentra bastante frecuentemente estos falsos reconocimientos cuando el tema toca la sexualidad, como los estudiantes de una de mis clases de verano que no dejaban de hablar de las mujeres de Intimité, la novela corta de Sartre, en ese momento en cartel, como de “mujeres desnudas”. Cuando les recordaba que las mujeres estaban cubiertas con paños de pies a cabeza, respondían: “¡Y bueno, si, pero estaban desnudas bajo sus paños!” ¿Nueva torsión dada al cuento: Le nouvel habit de L´Empereur? Cuando enseñaba sobre My queer Body de Tim Miller, esos mismos estudiantes se obsesionaron con la idea de saber si se había prevenido al hombre del público que había acogido sobre sus rodillas el cuerpo desnudo de Miller. ¿Estaba “preparado”? ¿Se trataba de un amigo de Miller? ¿Le habían pedido permiso previamente? Esto es lo que querían saber: ese momento preciso ¿era “real” o puesto en escena? Pero quedaban imperturbables frente a la escena en donde Miller se desnuda y tiene una conversación con su pene, intimándolo a entrar en erección e insistiendo, en ese momento en que la epidemia de sida hacía estragos, en que los hombres gays no abandonen su derecho al placer y al deseo. Percibieron diversos monólogos de Miller a propósito de su historia y de sus experiencias sexuales como si fuesen una verdad absoluta, lo respetaban por su franqueza, su honestidad, y las audaces revelaciones de un comportamiento que la Norteamérica dominante censura. Encontraban aceptable que Miller se sentara desnudo sobre las rodillas de un hombre del público, siempre que se tratara de una performance. Esperan de la performance artística que diga la verdad, pero cuando los artistas llegan a actos físicos, quieren asegurarse de que son puestas en escena. ¿“Y si era «la cosa real»” les preguntaba yo? Les era fácil responder que era una intrusión y que entonces se franqueaban los límites de la obscenidad y de la inmoralidad11.
Se puede ver funcionar el mismo fenómeno en las respuestas que se oponen a las performances artísticas de Karen Finley. A pesar de su discurso directo, audaz y movilizante sobre el horror de las agresiones sexuales, sobre la indiferencia gubernamental al sida, al incesto, a la violación y a una enormidad de otras cuestiones que conciernen a la raza, a la clase, al género, y a las minorías sexuales –a pesar de un tono que hace infaltablemente aparecer la inclinación al genocidio de la tendencia mayoritaria de los norteamericanos contra esas personas concebidas como “otros”– son los actos que hacen intervenir el físico los que han generado las oposiciones más vivas y han hecho de ella un objeto de oprobio y el blanco de la ira de la derecha fundamentalista. Recordamos que los fanáticos de la National Education Association (NEA) escucharon hablar de ella en primer lugar cuando untó su cuerpo con chocolate. Pero, de todas sus performances, es sin duda, Yams up my Granny’s Ass (Ñames sobre las nalgas de la abuela) la que ha sido considerada la más chocante. No porque en su monólogo ella hable de horribles agresiones sexuales a personas mayores en las casas de retiro o de convalecencia, sino porque manifiestamente ella mancha sus nalgas desnudas de ñames en conserva aplastados. Las cartas que afluyeron al correo del Village Voice durante las semanas posteriores a la representación de Finley manifestaban la obsesión de saber lo que ella había realmente hecho con los ñames: ¿había hecho algo más que ostentarlos sobre ella? ¿Se los había introducido por el ano? ¿Estaban cocidos o crudos? ¿Era posible introducirse en el ano un ñame crudo? De esta manera, las cartas se acumulaban sin la menor mención a la toma de palabra y al contenido que acompañaban la representación. Una vez más, la imagen trasmitida por la acción física subsumía el discurso. O al menos, parecía hacerlo12.
A continuación, en los Estados Unidos, la NEA, la National Education Association, hizo una vez más un escándalo con respecto a Ron Athey. Así como los NEA Four dramatizaron ridículamente el trabajo de artistas de performance, también acusaron a Athey de hacer gotear sangre contaminada con HIV positivo – sangre verdadera, no de comedia– sobre la cabeza de su público. Semanas después de su representación, Excepted Rites Transformation en el Walker Art Center de Minneapolis, un periodista (una sospecha de Karen Finley y del Wahington Post), sin haberla visto, reportó en el Minneapolis Star Tribune que los espectadores se precipitaban fuera del teatro para evitar ser contaminados por la sangre HIV positivo que chorreaba de pañuelos empapados, lanzados “sobre sogas para tender la ropa que se desplazaban por correderas encima del público13”. Por un lado, lo que realiza Athey es un arte de la ordalía, un ritual de purificación y por otro lado, una realización sadomasoquista. Algunos de sus pretendidos “pañuelos llenos de sangre” fueron instalados en una galería del Soho en New York14. Son impresiones sobre papel, hechas con sangre seca de Darryl Carlton, artista que participa en la performance de Athey. Éste practicó doce cortes sobre la espalda de Carlton, reabriendo las escarificaciones ya existentes, en forma de escalera, según una tradición tribal africana, y en forma de triángulo para simbolizar los queers. Los ayudantes secaron la sangre con pañuelos de papel, los suspendieron sobre una soga para ropa y los hicieron correr por encima del público. Los papeles impregnados fueron puestos en bolsas de plástico inmediatamente después de esa parte de la performance. De todas maneras, Carlton es HIV negativo –si eso tiene importancia, lo cual no debería ser el caso, pero evidentemente la tiene15.
Querría citar como el ejemplo más flagrante de la relegación al “real” de la performatividad queer, la célebre (no-)crítica de Arlene Croce de la performance de danza de Bill T. Jones, Still/here (Aún/Aquí). Croce, crítica de danza de primera plana en el New Yorker, se negó a asistir a la performance de Jones y proclamó que no tenía la intención de hacer la crítica. En cambio, atiborró su columna con una diatriba de vitriolo contra el arte victimario tratando a Still/Here de “feria charlatanesca y mesiánica” y quejándose de haber sido confrontada con la realidad de una performance a la cual ella era incapaz de asistir ya que “ésta estaba más acá de toda crítica”. En consecuencia hacía de ella misma, a su turno, una víctima. Sus objeciones a la obra de Jones se apoyaban en tres frentes: 1) Still/Here contenía videos de enfermos de sida que hablaban de su enfermedad; 2) al hacerlo, “la performance franqueaba el límite entre teatro y realidad”, volviéndola inaccesible a la crítica; 3) la combinación de los puntos 1 y 2 llevó a críticos como ella a ser “reemplazables”. Es casi como si Croce pensara que asistiendo a la performance habría sido aniquilada y que no asistiendo, pero sobre todo nombrando a esta danza-performance no–arte, preservaba su propia identidad de crítica.
La crítica de Croce de esta performance provocó protestas airadas, muchos fueron los que replicaron de manera brillante a su rechazo fundamentalista de la obra. Sin embargo, quiero subrayar que una vez más, en este ejemplo, hay una curiosa conjunción entre un arte “considerado demasiado realista”, es decir demasiado real, y un arte cuya materia es la sexualidad y la muerte. Croce enuncia con escarnio:

¿Morir es una forma de arte? ¡Y bien, sí! Yo supongo que morir puede ser un arte en un sentido post-neo-dadá bien azotado (el Dr Kervorkian, representando ahora en Oregón...). Pero no es el sentido pretendido por Bill T. Jones [...] Si yo comprendo correctamente Still/Here y pienso que es el caso (¡a pesar del hecho de no haberla visto!) –nos han taladrado los oídos con la publicidad de esta performance– se supone que le hace bien a las víctimas de enfermedades fatales, a la vez que a aquellos que están en la distribución del espectáculo y a los otros millares que pueden encontrarse en el público16.

Franck Rich recusa de manera sarcástica la argumentación de Croce preguntándole si ella se negaría a mirar la obra autobiográfica de Dennis Potter (The singing Detective) quien dio una última entrevista a la televisión a propósito de su cáncer. La interroga para saber si no miraría Le Croup de Goya, que representa a una víctima de difteria o no leería A Leg to Stand On de Olivier Sacks, una reseña de una intervención quirúrgica17. En esos ejemplos, Rich apunta muy directamente a ese odio homofóbico y racista de Croce hacia Jones que ella disfraza con eufemismos en su acusación de “arte victimario” y que intenta recubrir con alusiones a otros bailarines como Pina Bausch, de los cuales sugiere simplemente que no son buenos artistas, pero que lograron muchos admiradores centrando su trabajo sobre “los despreciados negros, las mujeres abusadas, los homosexuales privados de sus derechos18”. Tony Kushner, cuya obra Angels in America, era implícitamente apuntada por Croce como ejemplo suplementario de esta proliferación del “arte victimario”, produjo también una excelente respuesta, mostrando que los verdaderos artistas hoy glorificados por Croce fueron antes atacados por críticos reaccionarios de su calibre, por haber sido vulgares, “no suficientemente reservados” y espiritualmente pobres. Observa, también hábilmente:

La señorita Croce juzga al señor Jones culpable de hacerse demasiado eco de políticas multiculturalistas y comunitarias y, al mismo tiempo, de narcismo, lo que es una muestra de genio19.

Estas réplicas y otras también excelentes han refutado suficientemente bien la demostración de Croce. Pero sus oponentes parecen haber sin embargo dejado escapar la relación que ella hacía entre el “real” de esa performance y el lazo tejido entre la sexualidad y la muerte. Rich se aproximaa esto cuando termina su artículo diciendo:

En la medida en que el sida es responsable de extirpar la muerte del “placard” americano, la historia podrá tal vez mostrar que la epidemia cambió nuestra cultura de una manera comparable a la masacre cataclísmica de la Primera Guerra Mundial que transformó la literatura inglesa. Cualquiera sea el desenlace, es la historia de nuestro tiempo. Es asombroso que la señora Croce haya olvidado esta historia, así como seguramente no alcanzó a ver que la muerte es parte integrante del arte, porque lo es también de la vida20.


No creo que Croce haya verdaderamente dejado escapar esta historia. A mi parecer ella no ha errado del todo acerca de la performance de Jones. En verdad la dejó caer porque la comprendió demasiado bien. Sus actos y su lenguaje significan que participa del rechazo del orden dominante a permitir la entrada del sida y de sus representaciones en el discurso. De hecho, ella rechaza la idea de que la obra de Jones integre las representaciones de las personas enfermas de sida con el pretexto de que serían reales y definitivamente no artísticas. Participa así deliberadamente de eso que Tim Dean demostró que era una psicosis social:

El sida no solamente se encuentra como elemento del discurso del Otro bajo la forma de un discurso de lo reprimido que constituye lo reprimido como tal (estructura por la cual localizamos un sujeto neurótico). Sino que se encuentra también dentro del real como consecuencia de su repudio sistemático por una sociedad que se niega a admitir un significante para el sida –y lo podemos analizar según la estructura que es aquella por la cual entendemos a un sujeto psicótico21.

La conexión entre las objeciones de Croce a la obra de Jones sobre la base de esta nominación de “arte victimario” y su inaccesibilidad a la crítica sobre la base de su carácter “real”, es la que hace a su respuesta cómplice de una psicosis social. La obra de Jones es arte para Croce siempre que la palabra sea seguida del adjetivo “victimario”, mientras que al mismo tiempo es no-arte por su franqueamiento de la frontera entre el teatro y la realidad. Por lo tanto, ¿sería Still/Here una forma particular de arte que a Croce no le gusta o no es realmente arte? Lo uno/y lo otro. ¿Cómo podemos comprender esta respuesta imposible? ¿Es insuficiente decir simplemente que la homofobia de Croce la deja tan desconcertada que se contradice confusamente? Como Dean lo señala, aún cuando en la ortodoxia psicoanalítica la psicosis sea considerada como una defensa contra la homosexualidad, la psicosis comprendida como una “pérdida de la realidad” (es decir, de la heterosexualidad) surge de una concepción demasiado simplista22. Seguramente Croce no está fuera del alcance de la realidad, por el contrario, ella misma es demasiado una parte de la realidad. Como lo subraya Dean:

La psicosis no es una cuestión de mala adaptación a la realidad, una realidad frente a la cual el sujeto psicótico habría tomado una distancia demasiado grande; la psicosis es más bien una cuestión de una proximidad demasiado grande al real, un real en relación al cual no se ha tomado una distancia suficiente23.

Croce tomó distancia de Bill T. Jones y de sus representaciones de seres en la fase terminal de su enfermedad:

No vi Still/Here y no tengo la intención de hacer la crítica24.

Pero de hecho, hace la crítica. Vuelve a ver la performance sin haberla visto previamente, como un acto inarticulado, extradiscursivo, como una danza que no fue simbolizada, que cae por fuera del repertorio del simbólico. Quiero citar nuevamente a Dean:

El sida es una condición del cuerpo político, un signo revelador del cuerpo socializado del sujeto americano tomado en una red de significantes que lo vuelven vulnerable al sida, precisamente porque, rechazando un significante para el sida, corre el riesgo de que lo que ha sido forcluído del simbólico retorne en el real25.

Esta última parte del enunciado de Dean surge por supuesto del famoso enunciado de Lacan: “Lo que ha sido forcluído del simbólico, retorna en el real”. En un primer abordaje, el real de Lacan, eso que cae fuera de la simbolización, y el real de Croce, “los límites franqueados entre teatro y realidad”, parecerían no tener mucho en común. Pero cuando Croce dice que la performance de Jones es demasiado realista, no habla del realismo dramático –ilusión de realidad–, quiere hablar de la vida. Encontramos también aquí esa extraña contradicción. Ya que la obra de Jones trata de la muerte, Croce dice que se parece demasiado a la vida. Pero sabe bien (lo que Rich piensa que ella pierde) que la muerte es parte de la vida. Pero sabe aún más que esto, al menos inconscientemente, sabe que la muerte es, de cierta manera, la realización suprema. ¿Quizás la obra de Jones era demasiado buena para que Croce se refregara en ella? Quizás temía que sus propias capacidades críticas, y entonces su identidad, fueran insuficientes para medirse con una performance a ese punto trascendente.
Dean nos recuerda que el término de Lacan “forclusión” es una traducción del termino de Freud Verwerfung –traducible también como “rechazo”, ”denegación” o “exclusión26. Resume el complejo pensamiento de Lacan sobre la psicosis diciendo que “el ser del sujeto no está ahí a donde piensa estar, el pensamiento del sujeto se sitúa más bien en el corazón de lo que excluye27. En un sentido entonces, Croce estaba de hecho presente en Still/Here, aún cuando no estaba. Pero como lo subrayó uno de los actores de la performance que escribió a la redacción de The New Yorker:

Con qué ironía la señora Croce describe los participantes del taller como “personas moribundas” que “no están ahí” cuando, en realidad, la mayoría de nosotros estamos vivos y todavía aquí, still here28.

El Still/Here de Jones, las performances de sangrado de Ahtey, la escena de cateterismo de Munster, la elección de Miller de sentarse desnudo sobre las rodillas de uno de los miembros del público, las suciedades de ñames de Finley, todas esas performances queers provocaron vivas reacciones concernientes a la “realidad” de la performance. En el caso de Munster se interpretaba erróneamente el artificio como un hecho real. En el caso de Athey, la sangre era real, pero el terror se alimentaba del fantasma/amalgama del sexo/performance “desviante”, con la ceropositividad. En su performance, cambiando la bolsa del catéter fuera de escena, Munster actuaba a propósito ante un público crédulo que pudo ser engañado, precisamente porque no esperaba “realismo” en el lugar de una presentación de una performance queer/S/M; de esta manera tomaron el acto por el real.
Por su parte, Athey insiste muy enérgicamente sobre el costado “real” de su performance. Dice:

Mi trabajo se apoya sobre el hecho de modificar físicamente el cuerpo en una dinámica. No puedo aparentar cortar. Mi teatro es una experiencia real controlada29.

Los espectadores de Athey sostienen esta óptica. Mark Russell, director de City’s P.S de New York 122, describe el trabajo de Athey como un “rito de pasaje, un intento de purificación” donde “el artificio no convendría30”. No solamente es cierto para la obra de sangre de Athey. Presidiendo un ritual de bodas tortas un miembro de la asistencia quiere saber absolutamente si Julie y Pigpen, las mujeres de esta pareja, son amantes en la vida real. Athey cuenta “verdaderas” historias de su juventud. Los piercings que realiza en él mismo y en los otros son reales. C. Carr reporta que un espectador sentado detrás de ella en la performance de Athey gritó: “No es un espectáculo, es algo más31”. Y el mismo Athey describe su propio trabajo, en particular su trabajo con la sangre, como la “forma de expresión más fuerte, cuando ustedes están más allá de las palabras32”.

El más allá de las palabras parece alcanzar la cosa, lo esencial, la “verdadera cosa”. Como escribió Elaine Scarry, llamamos sufrimiento a ese lugar más allá de las palabras33. Todo el estudio de Scarry está fuertemente consagrado al sufrimiento físico, como el trabajo de sangre, piercings/cortes de Athey y como el sadomasoquismo. Aún cuando numerosos amateurs del S/M, sino la mayoría, afirman que el S/M no tiene por objeto el sufrimiento físico sino el poder, pienso que la tendencia a desestimar el aspecto físico del S/M se debe en gran parte al hecho de que, en los estudios psicológicos/psicoanalíticos se niega que el masoquista desee realmente experimentar el sufrimiento. Mucho tiempo antes de que esto entrara en una polémica feminista, se hicieron extraordinarios esfuerzos para sostener que el objetivo del masoquista no es experimentar el sufrimiento, como si el sufrimiento fuera algo absoluto y transparente, más que un fenómeno construido, ligado a un contexto.
Wilhem Reich, por ejemplo, relata haberse curado de la falsa impresión de que los masoquistas buscaban realmente el placer a través del sufrimiento durante el tratamiento de un hombre masoquista que tuvo lugar en 1928. Luego de haber resistido durante un gran número de sesiones a las súplicas de su cliente de que lo golpeara, Reich finalmente se deja convencer y le da dos severos golpes con una regla. El cliente aulló y nunca más hizo súplicas semejantes, “aún cuando sus lamentos y sus reproches pasivos persistieron”. A partir de ese momento, Reich concluye:

El sufrimiento está lejos de ser el objetivo instintual del masoquista. Cuando es golpeado, el masoquista como cualquier otro mortal, experimenta sufrimiento34.

Basándose en ese único incidente, Reich concluye que todo el celo puesto en las representaciones sadomasoquistas pero también los instrumentos y los actores procurados para satisfacer los deseos S/M son construidos sobre bases erróneas.
Theodor Reik concluye también que:

El masoquismo –tanto en su realización concreta como en sus fantasías– conduce a situaciones que son placenteras y que no tienen ninguna relación con el dolor35.

El análisis de Reik es no obstante un poco más sutil que el de Reich, ya que admite que ciertos efectos asociados al sufrimiento son agradables, aún cuando el sufrimiento mismo no sea lo que desea el masoquista. Volviendo a las hipótesis más antiguas de Freud sobre las relaciones entre el instinto de agresión y el masoquismo, Reik sostiene la tesis, rechazada más tarde por Freud, de que el masoquismo es el resultado de pulsiones sádicas vueltas hacia el interior. Así, según Reik, el masoquista aspira al placer, como todo el mundo, pero la gratificación sexual es canalizada a través de ciertas experiencias en las cuales el masoquista logra un triunfo subversivo en lo que tiene la apariencia de una derrota. En esas dos exposiciones, las palabras y las frases que subrayé revelan un modelo humanista/universalista de comportamiento. Reich debe creer que su cliente es “mortal”; Reik se siente forzado a decir que los masoquistas son “enteramente como todo el mundo”, sólo que llevados a hacer un pequeño rodeo. Las desviaciones son comprensibles y tolerables: las diferencias no lo son. Yo sospecho que las lesbianas que practican el S/M se inquietan ante esta incapacidad cultural para aceptar la diferencia de percepción de sensaciones36. No quiero sugerir que el S/M recaiga sobre el sufrimiento en sí, digo más bien que no existe un fenómeno tal como el sufrimiento en sí. Por evidente que sea esta idea, estoy obligada a subrayarla. En efecto, en una cultura como la mía que mantiene la pena de muerte, y que, bajo diferentes formas, es cómplice de torturas y de odiosas guerras en el mundo, esa idea de la que la mayoría de sus miembros no pueden tolerar el pensamiento de que algunos sienten placer ahí donde otros experimentan dolor, parece ser un desplazamiento enteramente extravagante. Si podemos comprender que haya mujeres a las que no les gusta que le acaricien el pecho, aún suavemente, mientras a otras les gusta que les pellizquen los pezones , ¿por qué es entonces tan difícil dar un paso más y comprender que hay mujeres a las que les gusta que le aprieten los pezones con pinzas?
Desde este punto de vista, el estudio de Elaine Scarry es clarificador, ya que ciertas formas de sufrimiento o su intensificación sobre la superficie del cuerpo son suficientemente severas como para llevar a una pérdida del lenguaje. En efecto, las prácticas sexuales S/M se aproximan frecuentemente a ese extremo, cuando no lo alcanzan plenamente. Desde un punto de vista occidental, percibimos aparentemente esta experiencia como una cosa violenta y terrorífica. Que pueda ser también una forma de meditación, de profunda relajación o de una benéfica privación sensorial parece incomprensible, sobre todo si es acompañada de una euforia sexualizada. Como lo pretende Scarry, si el sufrimiento es el lugar que abandona el lenguaje o, para decirlo de otro modo, si el abandono del lenguaje es lo que nosotros llamamos sufrimiento, entonces he aquí mi pregunta: ¿por qué estos artistas queers transportan el espacio de lo indecible, el espacio del sufrimiento, en sus performances, que provocaron una inquietud sin igual y una nueva especie de ingenuidad inconsciente sobre la cuestión de la representación? En estas performances queers ¿se trata de una captura sobre el real/del real –o simplemente se trata de “Real”?
De este modo se expresa Munster:

La performance queer está literalmente saturada por un deseo de comprender y de plantear el cuerpo como material bruto, ese cuerpo sin mediación ni de forma ni de consumación del espectáculo37.

Ella enlaza ese deseo a una tendencia cómplice que penetra las identidades políticas lesbianas y gays –tendencia a la visibilidad. En este momento, puede que esté suficientemente comprobado en el discurso erudito que:

[...] una pantalla no es solamente un campo de visión, sino al mismo tiempo un medio que hace pantalla, que elimina lo que no conviene a la consumación del público38.

Pero queda aún una irresistible necesidad de marcar un lugar fijo, de invocar un referente, de recurrir a una/a la “cosa real”. ¿Qué implican esta marca, este referente, cuando vienen a localizarse sobre los cuerpos en las performances queers?
Estoy sorprendida por la idea relativamente nueva de que esas performances tan controvertidas por su realidad (real o presumida) se sostienen firmemente en los parámetros de un amplio discurso que reconocemos a pesar de todo como el del queer/autoerotismo/sadomasoquismo. En otros términos, hablamos de “escenas” que fueron tomadas por reales con o sin la complicidad del artista, es decir, fueron admitidas como tales.
Una dinámica similar funciona de las últimas performances de Bob Flanagan, ese célebre “super masoquista” quien, hasta su muerte en 1996, era uno de los enfermos de fibrosis cística que sobrevivió más tiempo a esta afección. En una estructura bastante simple de causa-efecto, Flanagan atribuía sus deseos masoquistas a los tratamientos clínicos frecuentemente muy dolorosos que había sido obligado a soportar durante su infancia. Algunas de sus performances sadomasoquistas estaban próximas a ser copias de sus experiencias de infancia. Por ejemplo, atribuía su deseo de ser atado, a que siendo bebé, se lo ataba cuando se le colocaban en su pecho las agujas para retirar las mucosidades acumuladas.
Las kinesioterapias destinadas a los niños enfermos de fibrosis cística llevan al terapeuta a golpear el pecho del niño para desalojar las mucosidades, algunas veces suspendiendo al niño cabeza abajo, algunas otras colocándolo sobre sus rodillas. A continuación, la imagen de Bob acostado sobre el vientre, sobre las rodillas de su amante, su amada de larga data, Sheere Rose, que lo azota en las nalgas con una paleta delante del público. Podemos observar también las poleas agarradas a sus tobillos que debían levantarlo poco a poco de su cama de hospital (en una performance intitulada Visiting Hours) hasta que se encontrara suspendido por los pies. Recuerda también explícitamente dibujos animados, películas y juegos que asocia a sus actividades masoquistas. En Horas de visita, se presenta una caja de juguetes llena de objetos –recuerdos del mundo de la infancia, como un equipo de médico, juegos de cirugía, guantes de boxeo y otros juguetes clásicos de niños, mezclados con íconos culturales, tales como un crucifijo, así como bártulos S/M como esposas y látigos. Estos artículos confundidos en semejante proximidad presentan a la vez una juxtaposición chocante y un reconocimiento indubitable de que hay allí más continuidad de lo que la cultura dominante acepta admitir entre categorías construidas como si fueran totalmente distintas: fantasma sexual y religiones organizadas, inocencia de la “infancia” y “madurez” del adulto, cuerpo como objeto de una restauración médica y cuerpo como lugar de placer orgásmico. Notemos también que esa mezcla hace caer las barreras entre las generaciones, sugiriendo que infancia y edad adulta no están separadas por algún rito de pasaje mítico (como la pubertad, por ejemplo). Este simple reconocimiento es quizás uno de los actos más transgresores de Flanagan, ya que, como lo discutiré más en el capítulo V, la abolición de las diferencias entre las generaciones puede connotar una violación del tabú fundador de la cultura: el incesto. Cuando Flanagan anuncia un espectáculo con el simple slogan: “Bob Flanagan enfermo”, mostrando la imagen de un niñito sonriente acostado sobre las rodillas de una enfermera, que se apresta a colocarle un termómetro rectal, nos invita, con fuerza y simplicidad, a aprehender la historia de la patologización de los “desviados” y a considerarlos como productos de normas dominantes culturales, más que como agentes de perversión de la norma.
Uno de los aspectos fascinantes del masoquismo de Flanagan es la extrema simplicidad con relación a los lazos que él mismo establece. Por ejemplo, atribuye el origen de su capacidad de transformar el sufrimiento en placer sexual a un hecho particular que guarda en su memoria. Uno de los efectos de la fibrosis cística es el de interferir en el funcionamiento pancreático y digestivo. Por esto, durante su infancia sufrió severos dolores de estómago. Esa fue la ocasión de su primer recuerdo consciente de transformación de un sufrimiento en placer sexual:

En mi infancia, a causa de dolores de estómago verdaderamente horribles, me frotaba contra las sábanas y las almohadas para calmarlos y esa actividad se hacía cada vez más erótica –comencé a masturbarme de esa manera; lentamente, todo se confundió. Una forma de dominar el dolor de estómago era transformarlo en orgasmo39.

Aún cuando ciertamente no sea raro para una criatura, niño o niña, descubrir el placer genital frotándose contra las sábanas de su cama, la aptitud de Flanagan para traducir casi todas las experiencias de su infancia en placer masoquista parece notable. Por ejemplo, en el colegio, participando de cursos de catecismo, era capaz de establecer una relación entre su propio sufrimiento y la crucifixión de Jesús. Por supuesto, eso tampoco es raro. Sabemos, en la subcultura S/M, que los católicos están particularmente inclinados a establecer una relación entre santidad y sufrimiento y que las “Estaciones de la Cruz” son excelentes primeros manuales para futuros masoquistas. Sin embargo, en la experiencia de Flanagan, lo más sorprendente era que al envejecer sintiéndose culpable de compararse con Jesús (y no era simplemente la asociación fantasmática la que lo atormentaba, sino su imitación del sufrimiento de Jesús cuando se colocaba él mismo en una posición que se parecía a la de Jesús en la cruz), no se decidió a resistirse a su masoquismo. Comenzó más bien a escuchar Jésus Christ Superstar y a administrarse los 39 golpes de látigo de la secuencia “The Trial Before Pilate”40.

Linda Kauffman describió a Flanagan como:

[...] un padre-confesor sin vergüenza, alguien que no tiene interés en promover un comportamiento basado en la culpabilidad41.

Apruebo la última parte de su afirmación, aún cuando ella no distingue claramente vergüenza y culpabilidad, que son emociones muy diferentes. Mi propia impresión es que la obra de Flanagan está basada sobre la vergüenza y querría describirlo como un vergonzoso desvergonzado. A pesar del costado lógicamente “imposible” de una construcción como esa, mantuve la idea, desde el comienzo, de que la actividad S/M concierne frecuentemente a este hecho: habitar, experimentar, (re)crear contradicciones paradójicas. En primer lugar, no puedo imaginar una top o una bottom que negara que la humillación es un supremo ingrediente para suscitar el erotismo. Si una bottom llegara no obstante a una verdadera “humildad”, sin duda la atracción sexual desaparecería. Linda Kauffman enuncia con inteligencia que Flanagan es ni más ni menos que un tipo “normal” (noten como subraya su heterosexualidad y su larga relación monógama con Sheree Rose) cuyos juegos sexuales y performances se comprenden mejor considerándolos así:

[...] como emanaciones de una “posthumanidad”, ya que ilustra paso a paso cómo los sentidos humanos –el gusto, el tacto, el olfato, el oído y la vista– han sido totalmente reorganizados por la tecnología médica42.

No obstante, la tendencia de su artículo apunta a deserotizar y/o de heterosexualizar el masoquismo de Flanagan; a explicar su excitación sexual comparándola a la gran subcultura, relativamente oculta, de hombres de poder heterosexuales, coronados de éxito, que se dirigen a las dóminas para juegos masoquistas. Tales hombres presentan “una fuerte compulsión a repudiar la autoridad masculina” implicándose en comportamientos infantilizantes y/o feminizantes, o bien escapan a las “responsabilidades de un adulto, los fracasos, los problemas sociales imposibles, la desdicha, las relaciones complejas con mujeres o con otros hombres43”. Aunque Kauffman disocie la sexualidad y el arte de Flanagan del S/M dirigido al público (con el que parece señalar el S/M heterosexual), lo promueve como una especie de “comercial” –como alguien que enseña, ilustra, demuestra y vuelve visibles y agradables al gusto los elementos indigestos de nuestra sociedad. Pero Flanagan mostró poco interés, o ninguno, en educar a las masas en el tema de su sexualidad y de su trabajo. Todo lo que parecía verdaderamente interesarle era inventar medios ingeniosos para mejorar su placer sexual y aumentar la intensidad de sus orgasmos. Si eso incluía el placer de ser observado durante sus jugueteos sexuales, el fuerte de la performance en sí no residía en ello. Por el contrario, Flanagan dice que se convirtió en artista de performance de manera fortuita luego de haberse implicado, en su pasión con Sheree, haciendo videos documentales y un diario de sus relaciones amorosas. Cuando “verdaderamente sacó el S/M del placard y lo hizo entrar en el museo”, como dice Kauffman, no tenía nada que ver con un deseo de distraer o de educar a los espectadores. Más bien tenía que ver con su descubrimiento de que algunos de sus actos, que habían perdido su frescura con la repetición, podían recuperar la atracción si les agregaba la dimensión del exhibicionismo.
De niño, se escondía en su baño o en su pieza e improvisaba juegos sadomasoquistas –se fustigaba con raquetas de ping-pong, se envolvía como una momia en sus mantas o en colchas, fabricaba en su bañera su propio pozo y su péndulo, se paseaba desnudo en el jardín en medio de la noche y defecaba detrás de los matorrales. Esas actividades provocaban en él una excitación erótica, puesto que podía temer en todo momento ser sorprendido y necesariamente castigado por sus padres. En esa época, sin embargo, se esforzaba con esmero en no ser visto, siempre fantaseando en que por azar podía serlo. Más tarde, cuando comenzó sus performances públicas, la primera representación consistió en una fiesta sorpresa en la cual algunos de sus amigos habían convenido que Sheree Rose lo pondría sobre sus rodillas y lo azotaría en las nalgas (propinándole una centena de golpes), mientras sus amigos lo aplaudirían para alentarlo. Al comienzo, a Flanagan le repugnó participar (como todos los bottoms, quería controlar la escena meticulosamente) pero enseguida tomó la iniciativa, porque negarse era demasiado embarazoso, debido a su reputación. No obstante, se dio cuenta de que había sentido mucho placer. Es por todos lados evidente, en los escritos de Flanagan, que sus inclinaciones sexuales están poderosamente impregnadas de un rico sentido de la vergüenza.
Por supuesto, se podría creer que estoy haciendo el juego de los opositores al S/M. Pero no pienso que nos sea útil evitar tal “perogrullada” de la práctica sexual S/M, o excusarse. Vergüenza y humillación son elementos que se hacen sentir en todos lados en el S/M. Aún cuando yo no reivindique que esta posición sea válida para todos, creo verdaderamente posible pensar la vergüenza de otra manera que no sea ontológica. Uno puede sentir vergüenza sin “ser vergonzoso”. La vergüenza puede ser circunstancial, erótica, y no hay razón para concebirla como realidad ontológica.
Eve Sedgwick y Adam Franck se interesaron nuevamente de manera brillante por la noción de vergüenza en su lectura del trabajo de Silvan Tomkins, cuya primera publicación sobre la teoría del afecto se encontraba en un volumen dirigido por Jacques Lacan. A partir de Tomkins, Sedgwick y Franck desarrollan un argumento según el cual:

[...] las pulsaciones de la catexia alrededor de la vergüenza son curiosamente lo que autoriza o no una función tan básica como la capacidad de interesarse en el mundo44.

Si, parafraseando a Tomkins, surge un obstáculo que reduce o debilita el interés por el mundo, o el placer que es retirado de él, y la vergüenza es el afecto que hacer resurgir ese interés, es entonces plausible que Flanagan haya comenzado a representar su sexualidad masoquista en público con el fin de introducir un elemento (los espectadores) susceptible de reforzar su vergüenza. Él mismo se presenta como una persona tímida, muy reservada, que solamente avanzó en esas performances cuando algunas de sus actividades sexuales habían perdido su filo debido a la repetición. Además, lo que demuestran Sedgwick y Franck en su artículo es útil para comprender el S/M en general. Ya que, según ellos:

[si Tomkins pone el acento sobre] lo extraño [yo subrayo], más que sobre la prohibición o la desautorización, [entonces] el fenómeno de la vergüenza podría ofrecer nuevas vías para cortocircuitar los hábitos de pensamiento aparentemente casi inevitables que Foucault reagrupa bajo el término de “hipótesis represivas” [subrayado en el original]45.

Se puede comparar lo extraño, en Tomkins, a la inquietante extrañeza, en Freud, donde lo que fué unheimlich se vuelve heimlich, mejor aún, el unheimleich es ya heimlich. La sexualidad S/M presenta a menudo esta dinámica: lo extraño y lo familiar no se oponen. Pero, más que pensar la mutación de lo extraño en familiar bajo el efecto del retorno de lo reprimido, podríamos aprehenderlos, en una escena S/M, como conceptos cuya presencia alterna en un vivo va y viene, o como afectos que, contrariamente a nuestras concepciones habituales, no existen como opuestos, sino más bien como parientes cercanos, oscilando alrededor de una línea o de un borde en el cual, algunas veces, no podemos diferenciar uno del otro. Sedgwick y Franck consideran la vergüenza como “un punto crítico para la individuación de los sistemas imaginarios”, como el complemento necesario de un afecto positivo:

No pueden sonrojarse más que ante una escena que les causa placer, o que causa su interés [como un afecto] caracterizado por su fracaso para renunciar a su investidura de objeto46.

Podría en este sentido citar un gran número de ejemplos extraídos de novelas, de poesías y de testimonios S/M, y mostrar que, en cada caso, la vergüenza es un elemento de la atracción erótica. Sin embargo, para seguir en el sentido de mi demostración, aquí solo elegiré uno, extraído de una historia que pretende mostrar que uno puede tener una experiencia sexual agradable sin utilizar todo los “bártulos” S/M. Se titula muy a propósito, The Old Fashioned Way (“La vieja moda”), historia que, por inadvertencia o por ironía (es bastante difícil decidir), incluye una dinámica S/M donde no se muestra tanto una voluntad de representación anti-S/M como el desarrollo de un relato, el que pretende en primer lugar que el S/M implique el uso de “palabras sucias” y de todo un cachivache de juguetes sexuales, y se esfuerza en reducir su valor. Lo que a mi entender revela esta historia es que el S/M no concierne a los bártulos sexuales ni al discurso transgresor con lo cuales se lo ha asociado en la cultura popular dominante; concierne más bien al elemento inesperado, a la báscula, cualquiera sea la forma que tome, que sorprende a los participantes y produce una forma de placer surgida del hecho de encontrarse de pronto sin defensa, de lo que aparentemente se desprendería un estado de incomodidad agradable.
Lucy Jane Bledsoe escribió esta historia en un compendio titulado Tangled Sheets: Stories and Poems of Lesbian. La trama es muy simple. Elizabeth y Erika comparten una vivienda. Erika es una “chica de 23 años, «sexo-radical» que detesta todo lo que tiene rasgos de feminismo de los años 197047”. Tiene numerosos piercings, incluso una argolla en el clítoris y un cajón lleno de juguetes sexuales. Elizabeth tiene quince años más; es “sin duda, un producto del feminismo de los años 1970” y le gusta hacer las cosas “a la antigua usanza”. Erika, que “no es tímida”, al menos así lo reivindica ella, seduce a Elizabeth que sigue el movimiento por curiosidad pero que no está verdaderamente muy excitada por Erika. Luego de reunir sus juguetes sexuales y de decir groserías a Elizabeth, tratándola de “pequeña zorra excitante” y de “carne barata48”, Erika coge a Elizabeth con un gran dildo lavanda. Ni una ni otra gozan. Entonces Elizabeth persuade a Erika de dejarla probar y lleva a Erika a un orgasmo explosivo chupando sus pezones, haciendo correr su lengua por su clítoris y metiéndole un dedo por el ano y tres por la vagina. Simple, a la antigua usanza. El objetivo de la historia parece evidente. Las “sexo-radical” (o sadomasoquistas) se extraviaron en la “alta tecnología” de la industria del sexo. Lo que quiere una mujer como Elizabeth, la narradora, quien primero nos lo recuerda y luego nos lo muestra, es una “verdadera pasión” y una proximidad atenta a las reacciones de su cuerpo.
En efecto, sí. Pero una verdadera dinámica S/M funciona en la historia que muestra que los objetivos de una no excluyen los de la otra. De entrada, Erika, la top –es la bottom que la toppea. Luego, Elizabeth enciende a Erika (de la cual nosotros sabemos que está verdaderamente excitada por Elizabeth) no solamente antes de la escena sexual, sino sobre todo durante. Chupa lo que rodea el anillo del clítoris de Erika, pero se rehusa a tocar verdaderamente su clítoris en tanto que ella no lo pida gritando, “Yo quería llevarla tan al límite que ella tuviese que pedírmelo49”. Pedir es algo que Erika habitualmente considera humillante; además, se nos dice que sus “orejas enrojecen” cuando Elizabeth comienza a hablar de cogerla. Y lo más importante, son los tres sentimientos que llevan a Elizabeth a querer coger a Erika:

Al principio, yo estaba molesta. Luego, estaba triste por ella, ya que no me había transformado en una máquina sexual liberada como creía poder hacerlo. Al final, sentía cólera. Erika y sus amigas creían haber inventado el sexo hard y la política radical50.

Si se considera que esta historia supone aprobar los principios feministas de los años 1970 sobre la forma de hacer el amor, yerra su objetivo, y por mucho. Una “verdadera” feminista de los años 1970 no suscribiría ciertamente a la idea de que hacer el amor depende de la vergüenza, de la tristeza, de la angustia. Quizás Bledsoe intente mostrar todo lo que yo sugiero, pero la historia es ambigua. Ya que, en el momento mismo en el que muestra que el llamado sexo-vainilla y el S/M no se oponen verdaderamente, critica “los efectos especiales” del S/M o al menos insiste sobre el hecho de que se pueda practicar la sexualidad S/M sin los efectos especiales, lo que de todas maneras todo el mundo sabe –fuera de los medios que presentan a los participantes de la subcultura S/M como consumidores de formas variadas de equipamientos. Es característico, aunque la narradora indique que Erika saca de un cajón un montón de objetos sexuales antes de comenzar, que el único que nosotros la vemos utilizar realmente es el gigante dildo lavanda, que ella llama “la ballena”. Cuando Elizabeth coge a Erika con éxito, la cosa que falta es esa. De todos modos, más allá de todas las discusiones sobre los dildos y de todas las imágenes acumuladas en la literatura más convencional por las lesbianas y respecto de ellas, todavía parece que el dildo puede ser la única cosa que representa, de una manera o de otra, cierta artificialidad que se trata entonces con sospecha y con oprobio. Pero la verdadera impostura en esta historia, es la relación de Elizabeth con su propia profesión de fe sobre la sexualidad. Ella dice que no objeta el hecho de decir groserías en tanto uno ame la persona y afirma que el sexo hot debe surgir de una “verdadera pasión”. No obstante, se supone que debemos creer que Elizabeth ha desarrollado de pronto un “verdadero” deseo por Erika, del tipo que ella evoca, luego de que ella hubiera fracasado en excitarla sexualmente. Sí, sin duda, pero la historia no lo dice para nada claramente. En realidad, esta historia es más una suerte de “revancha” narrativa. Elizabeth coge a Erika únicamente para mostrarle que ella puede hacerlo mejor y que su generación poseía un saber superior sobre la sexualidad. No sin interés, es una de las raras historias que describen realmente a la top como una especie de sádica que encuentra indudablemente su placer humillando a Erika y, en un sentido, castigándola por su crítica tácita de las lesbianas de la generación de Elizabeth. A pesar de lo que ésta dice del amor verdadero y de la verdadera pasión en la historia, difícilmente se las diferencia. Erika es apenas una “víctima” en ese relato ya que, en un sentido, ella logra verdaderamente “toppear” a Elizabeth. Después de todo, es la que obtiene lo que quiere, aún si no es por el camino que había previsto.
Relatos como éste vuelven la distinción entre sadismo y masoquismo extremadamente compleja, incluso si no parecen, a primera vista, muy complicados ni bien escritos. Interrogarse hasta el infinito acerca de la etiología masoquista puede ser sin dudas fascinante, pero mi interés recae sobre todo en lo que concierne a la percepción/recepción de estos actos, el contexto social en el cual se efectúan o se declaran, y su relación con la “teatralidad” y el real. Respecto de estas custiones, Flanagan es particularmente interesante ya que, en una medida mucho más amplia que otros artistas de performance de los cuales puedo hablar sólo de una manera lacónica y selectiva en este capítulo, la obra de Flanagan es obstinadamente “real”. Él mencionó haber hecho una sola cosa delante de su público en la que hacía tomar una cosa por otra: haber clavado su escroto en una tabla de madera, procedimiento que sabía que no causaba dolor, pero que parecía terriblemente doloroso al público. Algunos espectadores incluso se desmayaron, lo que le produjo a Flanagan una especie de placer (sádico) jubiloso. Es característico que sea el único acto que se menciona hablando de la obra de Flanagan –el único que consiste en un “truco” o que surge de un truco. Aunque no haga realmente sufrir, Flanagan lo realiza también en privado. Su placer de hacerlo proviene de la vista de su escroto ensanchado y clavado en el suelo, de donde podría presumirse que él mismo se coloca en el papel de espectador cuando lo hace en privado. Para decirlo de otro modo, según lo sugiere Kauffman:

[ Flanagan] se inspiraba en Rudolf Schwarzkogler quien se había fotografiado a sí mismo mientras pretendidamente cortaba su pene en rebanadas como si fuese un salame [estos actos eran puestos en escena], mientras que las acciones de Flanagan eran reales. Él traspasa su pene, le ata pesas, broches de ropa, anzuelos, muñecas y lo clava a una tabla51.

Flanagan siempre insistió sobre la realidad de sus actos, así la performance fuese pública o privada.
Por ejemplo, si hablaba de su participación en salones S/M en los cuales debía gastar una centena de dólares o más, por una sesión única dentro de una relación contractual, mostraba obstinadamente su decepción. “No se volvía loco por la [humillación] verbal, puesto que no era real, no era más que un juego”. En las escenas en que era ampliamente azotado, el costado artificial no tenía importancia “ya que lo mismo tenía que soportar los azotes”. No obstante:

[Él] quería que eso pasara con una persona verdadera sin pagarle [...], como elemento de una relación amorosa52.

Sheere Rose era en consecuencia la mujer de sus sueños. Ya que ella estaba realmente en el asunto. Gozaba verdaderamente con humillarlo y castigarlo. No siempre por razones justas, según la opinión de Flanagan (ninguna relación amorosa es perfecta), pero el hecho de que fuera verdaderamente una mujer “tiránica”, que adorara ordenar a los hombres lo que les pedía hacer, lo complacía enormemente.
Durante su instalación de 1994, Horas de visita, en el New Museum, en New York, visité a Bob y a Sheere cuando él estaba tendido en una cama de hospital reproducida en tamaño natural y hablé con él de la cuestión del espectáculo y de su performance de lo “real”. Él confirmó mis sospechas, concernientes a la preocupación infaltable de su público por saber si los actos que efectuaba en escena era trucos de teatro o no; o si se hundía verdaderamente clavos en su escroto, si se quedaba tendido en una cama con verdaderas puntas durante horas, si soportaba que un rosario de broches de ropa fuese adherido a su cuerpo y que luego fuesen arrancados de un solo golpe. La respuesta a estas preguntas es por supuesto, a la vez si y no. Flanagan no podría ciertamente sentir las mismas sensaciones que habrían sido las de sus interlocutores si ellos hubiesen realizado la performance de esos mismo actos sobre sus cuerpos. Sí, él clava realmente su escroto en una tabla de madera; no, “ustedes” no sentirían lo mismo si se lo hiciesen a ustedes mismos. En una entrevista a Deborah Drier, Sheere Rose hace este comentario:

Jugamos con la idea de lo que es real. Las personas dicen, “es tan real, es realmente Bob”, pero no es exactamente él. Cuando las personas ven a Bob en la cama de hospital, es Bob Flanagan al que ven, pero también es Bob Flanagan haciendo de Bob Flanagan. Es sólo la parte de él mismo que revela en ese momento, no la totalidad. Cuando Bob se eleva en el aire, lo hace sin moverse y en total quietud, y lo mismo en la habitación. Es un persona real, pero al mismo tiempo es también ese objeto que está suspendido, y jugar con ese concepto pone a las personas verdaderamente molestas53.

Flanagan hace este comentario:

Una mujer entró a la sala mientras yo estaba suspendido y se detuvo para mirarme. A continuación yo respiré muy mal y tosí. Ella dijo entonces: “¿Cómo hacen eso?”. Pensaba que yo era una escultura en suspensión54.

En consecuencia, los actos públicos de Flanagan suscitan netamente la pregunta de saber qué es lo que constituye la performance. ¿La presencia de un espectador no directamente implicado en los actos mismos es suficiente para producir el “real” performativo? Las personas siempre asistieron a representaciones con el fin de hacer experiencias indirectas, pero creo que en ningún momento de la historia del teatro, salvo quizás durante el reinado del naturalismo (que tiene que ver más con los objetos en el espectáculo), los espectadores no se inquietaron tanto por asegurarse del grado de realidad de la representación. ¡Los ciclos de misterios en la Edad Media no retrocedían ante nada para mostrar los espectáculos con la mayor autenticidad, pero, tanto como sepamos, ningún espectador viendo al actor que hacía de Judas atrapado y prácticamente estrangulado a muerte, en la maquinaria elemental que lo levantaba y que no estaba concebida más que para representar su ahorcamiento, iba realmente a ver la escena anticipando tal performance! Sugiero que esas reacciones manifiestan algo totalmente extraño (queer), y sospecho que no es fortuito que tengan lugar en el contexto de una performance marcada como queer, en el otro sentido de la palabra. En otros términos, o bien estas performances queers insistan sobre un referente reconocible, es decir en verdad realizan casi un colapso del signo y del referente, o bien se espera que ellas produzcan este colapso y son consideradas en falta cuando no lo producen. Estando de acuerdo hasta un cierto punto con Munster para decir que la performance queer está literalmente saturada de un celo visceral ligado a la búsqueda permanente de la visibilidad gay y lesbiana, tal interpretación hace recaer la responsabilidad del fenómeno sobre los actores queers mismos, sugiriendo que a causa de un programa político bastante fuera de moda degradan su propia forma de trabajo. Yo pienso que de todos modos se puede abordar la cuestión de manera diferente.
Podríamos simplemente preguntarnos qué diferencia hace todo esto. Ya que después de todo, para el postmodernismo, el referente siempre es ilusión de referencialidad. ¿No estamos simplemente hablando de tipos de performances hechas por estos artistas queers, más que intentando saber si las performances son reales o ligadas a la representación? Mi interés por esta cuestión es doble: primero, aceptemos o no la afirmación postmoderna de lo arbitrario o del libre juego de significantes únicamente referidos entre sí, existe no obstante una fijación sobre la realidad –el real– de estas performances, quizás ingenua pero quizás no. En segundo lugar, en relación con el primer punto, podemos sostener que la semiótica teatral difiere de la performatividad lingüística. Ahora bien, estas dos últimas son frecuentemente confundidas y utilizadas de manera intercambiable en el discurso teórico contemporáneo. Citando las discusiones de Judith Butler sobre el performativo, a las cuales uno se refiere frecuentemente, Eve Sedgwick subraya que “performativo” es a menudo utilizado como un sinónimo de teatral. Sin embargo, Butler insiste sobre el “doble sentido del performativo, es decir dramático y no referencial” y Sedgwick pone de relieve que el término “performativo” carga entonces con la autoridad de dos discursos diferentes: por un lado, el del teatro, y por el otro, el de la teoría del acto de palabra y de la deconstrucción. Estas son distinciones útiles que no hay que dejar de lado, ahí donde el uso del término “performativo” se ha vuelto caótico, de tanta indiferenciación. Quiero agregar mi parte a este caos al interrogar al menos la afirmación de Sedgwick sobre el hecho de que el performativo participa del “prestigio” de los dos discursos, ya que, desde mi punto de vista, el teatro no es un discurso prestigioso. De hecho, el prejuicio contra el teatro es de larga data. El teatro como especialidad, particularmente en la universidad, es el más pobre y el menos prestigioso de los campos disciplinarios, siendo sólo incluido dentro de un “programa”, concebido como pariente pobre de los departamentos de literatura inglesa. Esta devaluación del teatro, como uno de los dos términos asociados al performativo, es más grave aún cuando se considera la inflación del discurso sobre el performativo. Estoy de acuerdo con Sedgwick cuando enuncia:

Que se puede decir más (en realidad mucho más) sobre los actos de palabra performativos que el hecho de que sean ontológicamente disjuntos y no referenciados gracias al repliegue del sentido sobre la palabra misma.

Creo que la búsqueda debe centrarse en ese dominio en el que lo “teatral” es muy frecuentemente asimilado al “realismo teatral”, ahí donde esta asimilación lleva a toda clase de confusiones, cuando uno se refiere a un acto (lingüístico o de otro tipo) en tanto que teatral.
Sedgwick sugiere que no deberíamos querer:

quedar tan fijados a la no referencia del performativo, sino más bien a (lo que de Man llama) su relación necesariamente “aberrante” con su propia referencia –a la torsión, la perversión mutua, como podríamos decirlo, entre la referencia y la performatividad55.

Los especialistas del teatro y los profesionales dijeron siempre que lo que diferencia al teatro de otras formas de arte es la presencia de actores vivos, delante del público. Patrice Pavis escribe:

Es la ideología –a través de los fenómenos de reconocimiento y de erotismo [...] lo que nos seduce y atrae al espectáculo. En consecuencia, la ideología y el contexto social superponen a la estructura de la obra de arte el trazo viviente de la realidad del espectador. En la ideología puesta en forma en el signo artístico, tal como en el cuerpo prestado por el actor a su personaje, hay siempre “un resto físico” que no puede ser semiotizado. Es en primer lugar ese cuerpo y la persona viviente e imprevisible lo que tenemos delante de nosotros. Ese “resto físico” podría, por ejemplo, residir en las bonitas piernas de la actriz que tuvieron un efecto erótico sobre mí; podría ser también, en un plano ideológico, lo que reconozco en la ficción que corresponde a mi propia situación ideológica56.

Las bonitas piernas de la actriz son también, por supuesto, construidas ideológicamente y de ese modo reconocidas. No obstante, hay una diferencia entre el segundo reconocimiento (el de las piernas bonitas) y la ilusión teatral de referencialidad donde las piernas de la actriz no son uno de los significantes que fabrican el mundo ficticio de la representación. A diferencia de lo que se sostiene más comúnmente, a saber que el teatro, único entre todas las formas de arte, representa su referente (y no hay ninguna duda de que eso le da ese estatuto bastante degradado en la teoría contemporánea), Pavis toma una posición diametralmente opuesta. Su demostración puede parecer bastante banal para recordar aquí:

El lazo de un texto tejido con una ideología que no tiene nada que ver con él, no es simplemente un proceso de reconocimiento (del significado) sino más bien un mecanismo semiótico que enlaza el texto a un campo de discurso (que es un referente discursivo)57.

Sin embargo, es una posición aún demasiado frecuentemente difundida en los estudios académicos sobre el teatro donde la postura de reconocimiento del significado conserva una influencia poderosa, ya que, en gran medida, suponemos que es eso lo que constituye la diferencia del teatro con las otras formas de arte. No obstante ocurre también que en las discusiones sofisticadas sobre la semiótica del arte, sobre todo en las obras centradas sobre el género y las sexualidades, el concepto de teatralidad sea aún frecuentemente utilizado en contextos que indican una especie de retorno al referente y, en consecuencia, al “resto físico”, o a lo que llamo aquí “la carne”. Es de este modo, pienso, sobre todo en las obras solitarias o en los artistas de performance. Pavis escribe además:

El autotextual es el nivel independiente, autoreferenciado, por el cual un texto reivindica su autonomía y adopta la forma perfectamente redondeada de una mónada, excluyendo entonces las diferencias intertextuales o ideológicas. Esta especie de autorreferencialidad [...], podemos encontrarla en todo texto que requiera la atención sobre los procedimientos que emplea. En el teatro, donde toma la forma de la teatralidad, constituye el corazón de la dicotomía ilusión/desilusión que oscila entre lo “real” y lo “teatral”58.

Pese a la importancia que le damos a las distinciones entre performance y performatividad, es igualmente vital no reducir la performance a lo teatral. En otras palabras, hace falta distinguir la performatividad de las diferentes modos de lo teatral, tanto como la performatividad de las performances. La performance puede sostener los dos sentidos –performatividad y teatralidad– pero los dos no son necesarios. Una performance no tiene necesidad de ser dramática (dramática significando referencial o representativa) así como no todas las performances no referenciales están exentas de carácter dramático. Las performances queers que examiné con anterioridad tienden a enturbiar estas distinciones y, al hacerlo colocan en primer plano el problema de la relación entre performance y “real”, y nos invitan a reconsiderar la historia de una controversia que había quedado varada en parte en la noción de realismo teatral que no es nunca sino un conjunto particular de convenciones concebidas precisamente para crear la ilusión de referencialidad. El realismo teatral ocupa los dos bordes de la disputa, ya que es simultáneamente el lugar teatral que desvela y vela al máximo la relación entre lo que es puesto en escena y lo que se realiza.
Podría decirse que Munster, Miller, Finley, Athey, Jones y Flanagan se comprometieron en performances autotextuales en el sentido descrito por Pavis. Pero queda un punto complejo respecto a las reacciones que producen sus trabajos. “En esta oscilación entre «real» y «teatral»” parecería en efecto lógico que lo real se apoyara en sus discursos y que lo “teatral” reposara sobre los “restos físicos” –los actos que efectúan con su cuerpo y los diversos objetos que utilizan para la realización de sus performances. Sin embargo, ese no ha sido el caso. Más bien, cuando los actores exhiben actos realmente físicos, provocan disputas (frecuentemente negativas) respecto a lo “real” de esas performances. No solamente a causa de esos actos se estigmatiza a los performers, en el sentido en que no serían-realmente-artistas (los verdaderos artistas no derraman chocolate sobre su cuerpo, no se perforan a sí mismos con agujas, no se acuestan sobre camas con puntas, mucho menos inundan al público con orina, ni hablan de enfermedad en fase terminal, etc.) sino también en el sentido en que imprimen a su trabajo una relación bastante paradójica entre el signo y el referente. Esos performers no crean “la ilusión de referencialidad” ni separan el signo del referente. Y ciertamente, no los percibimos como si se comprometieran en un libre juego de significantes o de muerte del referente. Al contrario, parece que su trabajo estuviera ligado a una especie de referencialidad que aplasta toda distinción entre signo o significante y referente. Recibimos sus performances como si los significantes fuesen el referente y el referente deviniera la cosa misma. Lo que miramos en una performance queer contemporánea, es algo como la muerte Y el referente, más que la muerte del referente que conocemos tan bien.
Cuando uno se detiene a pensar, es bastante extraño ver que las sexualidades queers, sobre todo las que se pueden ligar vagamente a una idea de sadomasoquismo, están absolutamente impregnadas de retórica teatral. Una persona, dos, tres o más “actúan escenas”. No “hacen el amor” como la gente “normal”. Los actos sexuales de los heterosexuales que no tienen gustos especiales no son casi nunca descriptos en los términos de “actuar escenas” aún cuando podemos imaginar fácilmente a un hombre straight refiriéndose al sexo con una prostituta como a una escena. Parece que el prejuicio antiteatral que funciona bien, al menos a partir de Platón, opera paradójicamente en tales performances. Ya que, por un lado, por el hecho mismo de su teatralidad, esas prácticas ocupan un lugar denigrado en nuestro imaginario cultural. Por otro lado, los que practican la sexualidad S/M han encontrado los medios para defenderse contra los ataques de la nueva derecha a la vez que de ciertas feministas, haciendo un llamado a esa teatralidad que es además rebajada. De este modo, según el contexto, esos actores pueden encontrarse diciendo alguna cosa como: “No es real, es solamente una performance”, haciendo entonces un llamado a la tolerancia.
La sexualidad sadomasoquista, o todo tipo de sexualidad “perversa” concierne al hacer, mientras que el sexo straight (cualquiera sea la preferencia de aquellos que se involucran en él) concierne al tener. Es actualmente una diferencia evidente pero crucial. Ya que la noción de having sex (en inglés norteamericano “tener sexo”) significa literalmente a la vez que “el sexo” es algo que se puede poseer y que estaba ahí antes de la performance. Muy por el contrario, al poner en acto una escena, el adepto a una sexualidad S/M produce sexo en la performance, “hace sexo”. Aún cuando evidentemente uno pueda decir: la escena es realista, en cuyo caso se acompaña de una ilusión construida de la realidad –de una verdad o de una realidad– que precede a la performance. No obstante, ese mismo realismo ingenuo es performativo. Si se ha pretendido que el sexo straight era la “cosa verdadera” (con straight no quiero decir, necesariamente, heterosexual, sino todo los actos sexuales que reivindican una práctica sin mediación de la cultura y de la ideología) entonces, ¿qué vamos a hacer con esta tendencia a la negación de la performatividad en la performance queer?
Esos encuentros de la performance queer con el real me recuerdan las polémicas sobre el S/M lesbiano en el interior del feminismo. Lo que me choca, es que, en los debates actuales, no se lo tome en cuenta en términos de performatividad. No tengo aquí suficiente lugar para abordar la cuestión planteada por la performance retórica de estos debates. Lo que me gustaría hacer, en el espacio que me es dado, es examinar una manera diferente de aprehender las polémicas concernientes al S/M lesbiano y, como consecuencia, salir finalmente de un atolladero que se reforzó a lo largo de veinte años de discusiones muy repetitivas. No quiero preguntarme si el S/M es real o si es un juego de roles; quiero más bien tomar como dato que siempre estamos de antemano en un escenario, del que reconocemos o no sus bordes, y preguntarme qué tipo de performance podría ser el S/M lesbiano.
Sostengo que el sadomasoquismo es objeto de polémicas tan excesivas entre las feministas no por la violencia que se le supone perpetuar o dejar hacer, sino porque consiste en un conjunto de actos sexuales en los cuales el erotismo es precisamente suscitado en el equívoco entre real y performance, esa “autotextualidad” que Pavis afirma que es “el corazón de la dicotomía ilusión/desilusión59”.

La escena cambia (aún)

Herbert Blau busca “los universales de representación” con el fin de cercar

[...] la cosa que aparece en ese tiempo subordinado, cuando lo que sea que hubiera ahí antes se vuelve una performance. O, por más lejos que uno pueda imaginar saber lo que en una representación difiere de lo que no es representación, el cifrado que los distingue, ¿diremos que es la vida o que es la muerte60?

Mientras que sobre la escena, el discurso termina por incluir todo lo que en otro tiempo se refería a actividades cotidianas y que la distinción entre “hacer” y “poner en acto” es tan problemática que se vuelve cuasi indescifrable, existe no obstante como lo subraya Blau:

[...] la diferencia crucial de una partícula [...] entre respirar comer dormir amar y poner en escena esas funciones vitales simples –que consiste en más o menos deliberaciones para hacerlo61.

Las feministas que se pronuncian a la vez en pro y en contra de las prácticas sexuales S/M parecen estar en búsqueda del momento en el cual algo auténtico parece arribar. Pero las lesbianas sadomasoquistas buscan esos momentos en la performance misma. Al aceptar la idea de que se está siempre de antemano en representación, en el momento mismo del desarrollo de sus experiencias más privadas, la sadomasoquista es estimulada por la dialéctica aparición/desaparición y por el dolor agradable que reside en el fracaso continuo de dominar esa implacable necesidad.
En el sadomasoquismo, el cifrado que marca la distinción entre representación y figuras de la vida y de la muerte es, en el sentido del ritual, el “devenir nada”. El cuerpo de la bottom es el lugar en donde se inscribe esta acción de marcar. Las tops facilitan ese pasaje y son garantes del retorno. La dialéctica se sitúa entre el cuerpo –morada del “sí” construido culturalmente –y la “carne”– deseo abstracto de algo que no es representación, que le es previo o está más allá de ella. El siguiente pasaje de la novela de Pat Califia, The Calyx of Isis circunscribe bien esta oscilación:

[...] comenzó a borrarse a sí misma. Comenzó a renunciar a la idea de tener algo que ocultar o de tener el derecho a reclamar placer más que sufrimiento. Comenzó a pulverizarse hasta los límites de ella misma, a desvanecerse en el aire, a volverse sin voluntad e invisible...
Mentirosa, aulló con primer latigazo, y fue de pronto incapaz de estar en otro lado más que ahí, sujetada a esa cruz de madera62.

En la novela de Califia, Roxanne, dejada en la mazmorra de la ama Tyre, maniatada, amordazada y empaquetada en una bolsa de las que se usan para los muertos, se convierte en la actriz principal de un ritual concebido por Alex, su amante, para poner a prueba su fidelidad. Alex comprometió a otras ocho tops para ayudarla a poner a prueba la resistencia de su amante. Si ésta resiste la ordalía concebida para ella, pertenecerá a Alex quien significará su posesión sometiéndola a un piercing en las orejas, en los pezones y en los labios, y colocándole anillos con su nombre. Para creer en el amor que le confiesa Roxanne, Alex tiene necesidad de saber hasta dónde es capaz de abandonarse.
Su sumisión, sin embargo, no es un signo de abyección, sino la puesta a prueba de su fuerza. No del coraje para resistir al sufrimiento, sino de la capacidad para renunciar, temporalmente y en las condiciones ritualizadas, a la noción de su “yo” (moi) como yo autónomo. Alex quiere saber si Roxanne puede resistir al hecho de “deshumanizarse”, de borrarse ella misma y si tiene confianza en Alex y en sus auxiliares para llevarla al nivel que debe imponerse de nuevo en la realidad. El mundo es prolijo para Roxanne, Alex quiere estrechar su visión, intensificar sus otros sentidos, penetrar su experiencia para que ella aprenda a concentrarse. Para llevarla “fuera de sí misma”, se trata, paradójicamente, de asegurar una intensa presión sobre su cuerpo. ¡Qué ironía! El sufrimiento le procura una privación/transformación sensorial. Roxanne se habitúa a ir y venir, a caer y a volver, a dejar su cuerpo y a no convertirse en otra cosa que en su cuerpo, a repetir el movimiento hasta comprender que no hay nada más que ese movimiento.
Los masoquistas son grandes educadores, afirma Deleuze. Puede ser difícil comprender cómo esa mujer puede ser la educadora en esa escena, cuando está completamente inmovilizada por ocho tops que practican sus especialidades sobre su cuerpo –fustigar, perforar, apretar con pinzas, sin contar las penetraciones orales, vaginales y anales. Pero lo que demuestra Roxanne es su capacidad de habitar su cuerpo como un instrumento que a la vez es “ella” y “no ella”. La performance de Roxanne se juega aquí en el “entre” del “entre cuerpo y carne”, y es en ese movimiento dialéctico que Alex comprende que su deseo de control no puede ser nunca más que una ilusión –una performance que no soporta el hecho de repetirse y cuya condición misma es un fracaso.
Alex no puede poseer a Roxanne más que consiguiendo hacer de ella una significación. La verdad/fidelidad que desea tan intensamente sólo puede ser lograda en la muerte. En consecuencia, Roxanne le muestra a su top como vivir, que la vida es repetición de ese movimiento entre cuerpo y carne, que vira entre fantasma y realidad, abandono a la necesaria dialéctica aparición/desaparición. Si nada puede asegurarse, si no hay nada que se oponga a la ineludibilidad de ese fracaso continuo, subsiste no obstante un deseo obstinado de performance una y otra vez. Esa repetición de la performance es un relato mimado de la esperanza de que una estructura de diferente valor pueda emerger –de otro lugar– más allá de la dialéctica, una especie diferente de saber/experiencia, que escaparía al cerramiento de la representación.
Las prácticas sexuales sadomasoquistas lesbianas, tal como son descriptas y definidas por aquellas que las usan, realizan plenamente el primer y el más importante de los universales de performance de Blau –la conciencia de la performance. Mínimamente, todo acto que podamos llamar por derecho propio una performance contiene señales, lo que Blau llama “marcas de puntuación que son inflexiones [...] de conciencia63. Aún cuando todos los actos sean performances, en un acto performativo los participantes deben ser concientes de ellos mismos como actores, en el momento mismo en el que realizan la performance. Contrariamente al método realista en el que la actriz intenta desaparecer en el personaje que interpreta, la actriz de performance S/M toma posición con relación a su sí, y el papel que interpreta se parece más a la actitud brechtiana. En consecuencia, alienarse de algún modo a sí mismo es una condición previa coextensiva de la performance S/M. La vacilación entre olvidarse y acordarse de sí mismo en la performance es la medida por la cual determinamos qué clase de performance está en acto. Hay no obstante algo entre olvidar y recordar que obsesiona a toda performance. Blau, lo llama “teatro, verdad de la ilusión, que obsesiona a toda performance, tenga lugar o no en el teatro64”.
Ese teatro no es otro, pienso yo, que ese fantasma (fantôme) que anima la maquinaria de debates feministas sobre el sadomasoquismo. Aún cuando incluya un amplio abanico de prácticas diferentes, el movimiento de sexualidad sadomasoquista está en relación con ese límite delicado y precario, donde la puesta a prueba y el franqueamiento de una línea que separa real y fantasmático trastornan profundamente un movimiento feminista investido de una perspectiva de conciencia y claridad. Si la conciencia de la performance es el primero y el más importante de los universales de Blau, The Calyx of Isis es ejemplar a estos efectos. En realidad, Blau insiste aún más:

No hay performance sin conciencia65.

Es sorprendente constatar hasta qué punto, en muchos relatos y testimonios S/M, el acto sexual es determinado de antemano, rigurosamente negociado, organizado en los más atroces detalles. Las reacciones mismas de los participantes son anticipadas y preparadas tanto como es posible. En ese sentido la sexualidad S/M contradice evidentemente la noción romántica del amor físico donde la espontaneidad equivale a lo natural. ¡He aquí un mito tenaz! Se puede pensar en las dificultades que tuvieron las feministas para conseguir reconocimientos tan simples como, para una mujer, el derecho a demandar tener lo que le place en un intercambio sexual, o a guiar a su partenaire hacia ciertos gestos que ella misma, más que el otro, debe saber que le gustan. En el corazón de actitudes tan recalcitrantes, el heterosexismo es manifiesto; es el ego masculino el que debe preservarse a cualquier precio, antes que el placer de la mujer. El S/M contraviene violentamente esta mistificación de la sexualidad. Además, las negociaciones del S/M sirven también para la seguridad, como tentativas tanto físicas como emocionales de garantizar que el consentimiento de las partes esté asegurado. Pero en lugar de ser un gesto que detiene la erotización, esas deliberaciones prolongan e intensifican el intercambio erótico mismo. En ese sentido, no son únicamente preparatorias, son más bien índices de que el deseo sexual ya está en juego antes de que los “actos” sean emprendidos. De hecho, los actos de palabra realizan de manera categórica el intercambio libidinal. El escándalo de la seducción, dice Shoshana Felman, no “es tanto el hecho de que la lingüística sea siempre erótica, sino de que la erótica sea siempre lingüística66”. Razón por la cual el lenguaje es, para Lacan, siempre una “obscenidad”, ya que “el acto sexual humano connota siempre el acto de palabra67”.
En The Calyx of Isis, el autor parece haber incluido intercambios de palabras dirigidos a lectoras que tendrían una necesidad eventual de reasegurarse sobre la presencia, en las sadomasoquistas lesbianas, de preocupaciones concernientes a la ética del feminismo. Por ejemplo, Tyre, la encargada del “cáliz”, ordena a su secretaria transexual procurar fondos a un grupo de madres lesbianas, permite a un profesor de antropología llevar a sus estudiantes a una visita guiada, y se molesta por el costo de los tampones de algodón que necesita el Well Woman Body Care Center, que atiende las necesidades semanales de cuidados en la clínica del cáliz para hacer frotis y exámenes MST. Ella destaca también que tienen una buena cantidad de frenos dentales en reserva. Pero estos actos de palabra entre Georgia, la secretaria, y Tyre, están muy cargados eróticamente. Extienden y multiplican las variedades de erotismo que proporciona el cáliz: voyeurismo disimulado en búsqueda intelectual, exámenes clínicos potencialmente excitantes, sexo seguro a profusión mas que privación.
Las negociaciones le sirven también a Alex para enunciar los fines de la performance. Lo que desea perfeccionar gracias a ellas, además de acordar a Roxanne el goce de un fantasma común a muchas bottoms, es el conocimiento de lo que motiva su propio deseo por la “sesión especial”. Por consiguiente, es arrastrada a un examen de su propia historia sexual y de sus deseos. Se da cuenta entonces que lo que desea es totalmente convencional:

Puede que romance y S/M no se mezclen, pero yo deseo una mujer [...] que esté pegada a mi, alguien que tenga verdaderamente necesidad de lo que hago y que lo aprecie68.

La performance concierne entonces a la ganancia de Alex de un saber sobre ella misma, de algún modo una experiencia educativa. Alex no aprende cómo tener confianza en Roxanne, sino cómo tener confianza en sí y en su propia capacidad de dejar hacer, crea o no que una persona esté ahí para sujetarla si cae. Debe aprender a creer que el placer reside en el hecho de caer y en lo indecidible de la presencia del otro. Pone a prueba su propia capacidad de soportar el sufrimiento de la separación. Aún cuando Alex comienza a creer que la acción de marcar el cuerpo de Roxanne va a resguardarla de ese sufrimiento, lo que termina por ser más edificante para ella –lo que la masoquista le enseña en tanto que gran educadora– es que se puede creer únicamente en la confianza y no en la cosa. La confianza y la fidelidad son solamente síntomas y no hay ahí, detrás, contenidos ocultos a descubrir. Por el contrario, el síntoma revela solamente que no hay nada para ver. Como lo señala Lacan:

La diferencia es por lo tanto manifiesta entre creer, en el síntoma o creerle. Es lo que hace la diferencia entre la neurosis y la psicosis. En la psicosis, las voces, todo esta ahí. Ellos creen en eso: no solamente creen en eso, sino que les creen. Ahora bien todo está ahí: en ese límite69.

Es una distinción sobre la cual las feministas justamente tienen dudas; ya que después de todo, ¿la cuestión no ha sido, casi para la realización de cada feminista, resistir a la realidad? ¿Dónde estaría el feminismo si no hubiésemos creído en “las voces” que venían de otro lugar que los actos de palabra de la cultura dominante? Además, como discutiré largamente en el último capítulo de este libro, la división entre neurosis y psicosis es evidentemente demasiado simple en esta formulación para explicar las experiencias de las mujeres, sobre todo con relación a las experiencias sexuales entre las mujeres. Lo que es precioso en la formulación de Lacan es el concepto de “límite” sobre lo cual “todo reposa”.
The Calyx of Isis es un relato que trata ampliamente los modos de abordar los peligros y los placeres ligados a ese límite. La estructura psicótica de creencia es algo que esta historia se empeña en reducir y, a la vez, expresa una aspiración, una nostalgia por los posibles que entraña. A pesar de las múltiples referencias al fracaso de la fidelidad y también a su carácter poco deseable, es el objetivo hacia el que la narradora tiende de manera obsesiva.
SI Alex estaba solamente interesada en poner a prueba a Roxanne y en medir su resistencia al sufrimiento, si el erotismo de Alex estaba netamente definido como un fuerte deseo sádico de dominación, ella misma hubiese entonces podido hacer sufrir esa ordalía a Roxanne. Es notablemente significativo que comprometa a otras ocho tops para ocuparse de Roxanne mientras ella mira. Ahí tampoco es simple voyeurismo. Alex explica que no comprende verdaderamente la idea de posesión y que piensa que la verdadera prueba es: “¿Quiere usted desembarazarme de eso? ¿Y si usted no lo toma más, podría devolverme el paquete70?”. Está también probando su propio poder de seducción, que necesitó suspender momentáneamente, a fin de poder repetir esa seducción hasta que ella misma crea haberla llevado al extremo. Es una estrategia mucho más complicada, para asegurarse la continuidad, que la de arrancar a alguien promesas que no son nunca sostenidas. Más que lamentarse por el fracaso de un compromiso, Alex y Tyre trabajan juntas para crear una performance en la que los “fracasos” son integrados en mecanismos que faciliten la posibilidad de su retorno sin fin.
Así, en este relato, hay dos conceptos de placer aparentemente opuestos. Lo que ha sido apodado sexo “vainilla” por las sadomasoquistas lesbianas está raramente ausente en los relatos S/M. Aún en un relato tan duro como The Calyx of Isis, la ternura, la confianza, el compromiso, la fidelidad y la igualdad están fuertemente valorizados. En particular, un episodio de la historia pone en escena la afirmación de Califia de que las “tops son las mujeres más compasivas” que ella conoce. A continuación de una sesión en donde Kay y EZ le hacen un fist vaginal y anal, Roxanne pide una pausa para orinar. Kay insiste en que lo haga en su presencia. Los water sports (práctica sexual consistente en orinar en o sobre los partenaires) son las actividades sexuales más íntimas. Implicarse en ellas requiere una pérdida de inhibición que es equivalente a renunciar al dominio del “yo” (moi) coherente que marca la transición de la infancia a la adultez. Cuando Kay “abrió y cerró su mano, luego de haber hecho girar su puño y todavía hace que Roxanne orine71” por primera vez en la escena, Roxanne de repente “quiso irse”. Ese momento estuvo en el origen de gestos de tranquilización inmediatos por parte de todas las tops; marca una interrupción en el guión de la performance y lleva a Alex a salir de su papel de espectadora:

Fuertes manos en guantes de cuero le volvían concreta toda la superficie de su cuerpo. Recorrían y acariciaban su rostro, sus costados, su vientre, sus brazos y sus piernas, sus manos y sus pies. Una lengua dulce comienzó gentilmente a lamer sus lágrimas. Luego otro rostro bajó –Alex inclinándose sobre sus labios paspados [...]. Sus labios se tocaron, se juntaron, y Alex abrió su boca con su lengua. Agua fresca cayó en hilos en su garganta. Ella mamó y Alex le dió un poco más de agua [...]. Las manos revestidas de cuero no cesaban de calmarla y masajearla. Alex hizo una señal. Una detrás de otra, las mujeres se acercaron y le dieron un pequeño trago de agua brotada de sus propios labios. Ella gruñía de alegría. Todas se retiraron y la dejaron sola con Alex72.

La intimidad de esta escena sobrepasa los límites de un consuelo que sería ofrecido a Roxanne luego de la violación de su espacio privado. Muestra cabalmente cuán peligrosa puede ser la sexualidad S/M (aunque todo juego sexual puede de repente provocar terror) y cuando una de las tops sobrepasa los límites de Roxanne, se produce un momento de “fracaso” en la escena. Pero también es un fracaso que permite a Roxanne y a las tops saber más sobre el lugar de las limitaciones psíquicas de Roxanne –-sobre la cantidad de su “si” que ella es capaz de borrar y en qué circunstancias. Ese fracaso permite también una disminución de la distancia que Alex había mantenido hasta entonces. Si pensamos esta escena en términos de teoría del acto de palabra, es, por supuesto, una performance desafortunada, de la categoría que J.L Austin llama “fracaso” (misfires) y particularmente en este caso, “llamado indebido” (misinvocation), que llega cuando “el procedimiento en cuestión no puede ser aplicado como se intenta hacerlo73”. Sin embargo es importante resaltar que tales “fracasos” autorizan la aparición de un cambio, de un acontecimiento que, de otra manera, no habría podido arribar. Como lo señala Felman:

El acto de fracasar abre un espacio de referencialidad –o una realidad imposible– no porque algo falte, sino porque se hace o porque se dice algo diferente: el término “fracaso” no hace referencia a una ausencia, sino a la puesta en acto de una diferencia74.

Como los “desconocimientos” de Lacan, los “fracasos” son momentos en los que surge una “verdad”. Son también momentos creativos, al servicio de la vida, que autorizan la posibilidad de su continuación. Y, en verdad, la escena continúa después “del fracaso” pero cada participante es entonces más conciente de sus limitaciones y, desde ese momento, más capaz de jugar tan cerca como es posible del límite, sin despertar el terror. Más que batirse en retirada, las tops acentúan la presión sobre el cuerpo de Roxanne y se acercan juntas con Alex, quien, abandonando el perímetro de la pieza, se acerca hacia el centro. Sabiendo que Alex es la presencia que controla, Roxanne es ahora capaz de sumergirse más que antes en el borramiento de ella misma, y su caída puede tener una mayor extensión. El espacio traumático fue reorganizado, pero solamente por la prueba de su atravesamiento.
The Calyx of Isis avanza hacia una especie de compromiso situado más allá de una promesa que no podría más que ser rota. Los actos, que son performados, apuntan en realidad a un más allá del lenguaje. Ese vivo deseo se juega como un rito sagrado. No difiere de lo que Lacan llama amor:

Le hace falta a una criatura alguna referencia al más allá del lenguaje, a un pacto, a un compromiso que la constituye, propiamente hablando, como otro, incluso en el sistema general, o más exactamente universal, de los símbolos interhumanos. No hay amor funcionalmente realizable en la comunidad humana, si no es por intermedio de un cierto pacto, que, cualquiera sea la forma que tome, tiende siempre a aislarse en una cierta función, a la vez en el interior del lenguaje y en el exterior. Es lo que se llama la función de lo sagrado que está más allá de la función imaginaria75.

Lacan demuestra que la necesidad se introduce en el amor, porque quien es objeto de Eros debe someterse a “la relación imaginaria primaria” e inscribirse en ella. Esta relación imaginaria primaria se sitúa en el marco narcisista. Y, aunque la relación de objeto pueda trascenderla, “es imposible de realizar sobre un plano imaginario76”. El deseo de reconocimiento de un “si” separado, de un objeto distinto que el de las proyecciones del yo (moi) narcisista, requiere entonces una cierta sumisión de parte del yo (moi) deseante. El amor se vuelve entonces capacidad de colocarse en el lugar del otro sin incorporarlo narcisísticamente. En el lenguaje contemporáneo de la psicoterapia, debemos ser capaces de apreciar las fronteras de sí-mismo y del otro. Es entonces una división, una separación y una herida del yo (moi) lo que constituye el amor. Y es poco rentable –el amor no paga deudas ni las recobra. Tal es la idea e Irigaray sobre el amor el cual no sería jamás “ni un don ni una deuda”.
Luego de que Roxanne pasó la prueba de The Calyx of Isis –“ella llevaba ahora los anillos de Alex. Permanentemente. Para siempre77”– el grupo extenuado se va en la limosina de Tyre (imagen que a la vez parodia y se burla de los matrimonios de parejas heterosexuales, que abandonan la comunidad para emprender su viaje solos en la vida de pareja). Tyre pregunta bromeando a Alex: “¿Adónde ir ahora?”. Mitad seria, Alex le responde burlándose: “¿A venderla?”. Tyre sacude la cabeza, pensando para sus adentros: “¿Sería eso un abandono permanente de sus derechos, o un préstamo por tiempo limitado78?”. Saben que la promesa de eternidad es discordante con la vida. Roxanne a sido sujetada, encadenada, entregada, pero no inmovilizada. Al contrario, el ritual, cuyo fin era concebido para asegurar una permanencia, liberó, en la comunidad, la posibilidad de movilizar sus deseos. Ellas están agotadas pero no saciadas. Roxanne no tiene nunca:

[...] ese orgasmo final gigantesco que sería tan dramático y tan bello que pararían todo el asunto por entero y lo dejarían caer79.

La broma de Alex acerca de la venta de Roxanne puede evocar una reproducción grosera del “tráfico de mujeres” y, en consecuencia, un restablecimiento del comercio patriarcal. Sin embargo, mirando a Roxanne adormecida sobre el hombro de Alex, Tyre está a la vez perpleja y eufórica respecto de la posibilidad de un amor que no puede ser comprado. Aún si lo intenta, no puede “calcular el valor de mercado de tanto amor”. ¿Podemos comprender el mercado para el que ha sido propuesta Roxanne, como una especie de comercio diferente: el definido por Irigaray como “utopía”? Quizás. A menos que ese modo de intercambio imite desde siempre el orden del comercio80. En esa economía diferente, Irigaray imagina que “el uso y el intercambio se confundirían”. Esa donde “el mayor valor sería, también la menor reserva81”.
El cierre y la apertura repetitivas del cuerpo de Roxanne, las contracciones de sus múltiples orgasmos, representan los momentos de la estructura S/M misma. Plantear en principio una identidad en la diferencia disuelve las líneas de separación entre lo individual y la comunidad. Irigaray escribe:

Sin que el uno, la una, sea jamás separable del otro. Tú/yo: hacen siempre varios a la vez. ¿Y cómo el uno, la una, dominaría al otro? ¿Imponiendo su voz, su tono, su sentido? Ellas no se distinguen. Lo que no significa que se confundan82.

En el relato de Califia, aunque cada una de las mujeres esté cuidadosamente diferenciada en su estado de conciencia, Roxanne mezcla sus individualidades durante la escena:

[...] como cada miembro de la banda se ocupaba de ella, la banda misma – como una entidad– se convirtió en una fuerza más poderosa en su imaginación. Las mujeres surgían más cerca de ella y parecían más grandes, sus voces más potentes y más resonantes [...]. Había largos momentos en los que le parecía (a Roxanne) que ellas eran las únicas que existían y que su fuerza de vida se había vertido en ellas. Era como un navío que se vaciaba en pleno mar, o como una sombra que se fundía en la noche. Pero era también una corriente de energía que sostenía a la banda entera –el lugar donde ellas se encontraban y hacia el que convergían83.

En un punto particular del relato, Roxanne ya no puede distinguir si las manos que la acarician dejan su cuerpo o lo penetran. En tales momentos, el texto se esfuerza por acercar la apariencia de un puro flujo libidinal, dejando atrás la conciencia de la performance. En esos asedios, la performance S/M alcanza casi la promesa de eternidad. Pero uno puede arriesgarse siempre a llegar al borde, tan cerca como sea posible, sin caer. “Lo que queremos ver desesperadamente –señala Blau–, es exactamente lo que está fuera de la vista”. Esa es la razón por la que nos encontramos, en lo más fuerte de la performance, en la posición perturbadora del espectador84. Rilke lo dice así:

¿Y nosotros, mirones, siempre, en todo,
frente a todo, sin mirar hacia afuera!
Nos desborda. Lo ordenamos. Y cae.
Otra vez lo ordenamos: y caemos.

¿Quién nos volvió al revés, para que siempre
por más que hagamos, tengamos el gesto
del que se marcha? Igual que éste, en el cerro
último que le muestra el valle entero
otra vez, se detiene, y se demora,
así vivimos, siempre en despedida85.

Ser el espejo que refleja –que inclina o endereza vuestra imagen – es la promesa del amante. Es rota, no porque el amante no busque sostener su promesa (la categoría que Austin llama “abuso”) sino porque el espejo es un instrumento engañoso. Lo que parece proyectar adelante siempre es una vuelta atrás. Lo que el espejo expresa o muestra es un recuerdo, un après-coup. Nos dice solamente que lo que está ahí con nosotros (presente) está detrás nuestro. De la mirada acogedora del amante, nosotros sufrimos de reminiscencias.
La abundancia de metáforas teatrales en el testimonio y en la teoría S/M no es por azar. La “escena” o el “guión” son conceptos esenciales, evocados sin cesar en su retórica. En su monumental estudio sobre la etiología del masoquismo, Theodor Reik vuelve con insistencia a metáforas de representación teatral. Según Reik, en el masoquismo, el rasgo “heurístico” consiste en la “exhibición”,

el deseo de estar desnudo [es] en realidad un medio de provocar un castigo que conduzca a la satisfacción sexual86.

El masoquismo, sostiene, debe tener un público:

En la mayoría de los casos, se reconoce en él el carácter de una representación, a menudo con cierta atmósfera teatral87.

Tal como lo desarrolla en su análisis, vemos que Reik concibe el masoquismo como teatral, porque piensa que el deseo del macho sumiso de sufrir en manos de una mujer dominante remite a la puesta en acto desfigurada y desnaturalizada de su deseo inconsciente de cambiar de lugar con ella. En consecuencia, el hombre masoquista, “lo que hace es siempre una representación, una escena actuada88”. Ya que el masoquismo, según Reik, es el síntoma de deseos reprimidos y, en consecuencia, es susceptible de invertirse en sadismo. En uno de sus ejemplos,

[cuando la] inversión (masoquista) no se había realizado durante sus vagabundeos nocturnos en las calles, alimentaba el fantasma de que era un asesino lúbrico en búsqueda de mujeres, que serían sus próximas víctimas. Cuando paseaba con una chica, sentía algunas veces ganas de cambiar un gesto de ternura en un movimiento brutal o de lastimarla. Se preguntaba, colocando su brazo alrededor de su cuello, si no quería estrangularla verdaderamente89.

Reik, en consecuencia, piensa el masoquismo como un síntoma que disimula la concepción que domina en los analistas, según la cual:

[...] la actitud homosexual femenina frente a los padres se oculta tal vez detrás de la fachada pero no tiene importancia decisiva90.

Si el masoquismo de los hombres es expresión de feminidad como lo creía Freud, Reik sostiene que:

Es una expresión deformada y caricatural [y], en tanto tal, tiene el sentido de una performance91.

De esta manera, podemos ver en el análisis de Reik sobre el masoquismo una creencia en la verdad oculta por la ilusión. Su búsqueda se consagra a situar un “fin oculto”; su análisis etiológico supone un modelo a partir del cual todas las manifestaciones del masoquismo son meticulosamente seguidas a la letra. Como en las feministas anti-S/M, la retórica de Reik está obsesionada por la verdad/el modelo detrás de la ilusión. Reik libera el masoquismo de lo real teatralizándolo:

Es coherente con el elemento teatral del masoquismo que raramente se vuelva una cuestión seria como la perversión sádica92.

El deseo masoquista debe entonces mantenerse en el reino del fantasma (el teatro), ya que si aparece en el “real” (la práctica), el masoquista podría quizás no ser “tomado en serio”; sino que podría más bien estar en peligro de muerte, ya que la perversión sádica no es teatralizada. El fantasma del masoquismo, según Reik, es el del teatro tipo –una dialéctica entre velar y mostrar, donde el deseo de ser visto se coloca en tensión con el deseo de ocultarse.
Esta verdad detrás de la ilusión es la que las feministas anti-S/M querrían poner al desnudo y dominar cuando insisten en decir que actuar el fantasma es, al mismo tiempo, autodestructor para las participantes y potencialmente dañino para todas las mujeres. Mientras que admiten la profusión de fantasmas a la vez sádicos, pero sobre todo masoquistas en las mujeres, quieren insistir sobre el hecho de que la realización de esos fantasmas vuelve a caer en la misoginia interiorizada93. Entrampadas en un modelo reproductivo, esas feministas no pueden imaginar que las repeticiones puedan generar transformaciones. Actuar es necesariamente “actuar el fantasma”, que simplemente reproduce el original. Su lógica desemboca en esfuerzos para mantener fronteras rígidas entre fantasma y práctica, descuidando reconocer que no hay ilusión tan ingenua como la ilusión de la experiencia inmediata.
El placer del sufrimiento que se experimenta en el sadomasoquismo lesbiano es mucho mayor que el deseo paradójico de un placer desviado hacia el sufrimiento. Esos relatos representan también lo patético del amor imposible; el conflicto entre la explosión del fantasma deseante del sí y la necesidad de volver a un sí coherente para tomar lugar en el orden simbólico; y el fantasma persistente de algo que existe más allá del lenguaje. O, para deslizarse a otro registro, la constancia de una creencia en algo que precede a la performance o que se distingue de ella. Lingüísticamente, sería la persistencia de una creencia en el constativo, aún cuando el performativo consuma todo esfuerzo por conservar una medida entre el acto de palabra y un referente que no está constituido en el performativo.
La sexualidad S/M repele firmemente el referente que el feminismo tiene necesidad de reivindicar como sus verdades. Pero el S/M también muere de ganas de un referente, de algo que le proporcione un punto de anclaje, un suelo, más allá de la representación. Como Artaud también deseó la imposibilidad del teatro que, “en el punto en que la vida es irrepresentable significaba ser al igual que la vida”94, pienso que el sadomasoquismo lesbiano es una performance que aspira a una experiencia que está más allá del cierre de la representación, y que busca ese más allá a través del método aparentemente paradójico de la disciplina, de la regulación, de la prescripción. El teatro de la crueldad, visionario, de Artaud, desterraba el mimetismo, y remitía el teatro a algo anterior o del más allá de la imitación. Artaud teorizó la aniquilación efectiva del teatro, en nombre del teatro, para crear un teatro que sería al igual que la vida. Más que ningún otro teórico de la representación teatral, Artaud buscó “la cosa en sí-misma”.
Derrida describe la nostalgia de Artaud de una manera que podría completar un programa feminista:

Artaud también deseó la imposibilidad del teatro, quiso borrar él mismo la escena, no ver más lo que pasa en una localidad siempre habitada o hechizada por el padre y sometida a la repetición del asesinato95.

La mayor parte de las feministas, a mi parecer, comparten ese deseo de una escena que no estuviera obsesionada por la ley del padre, una salida del drama eternamente repetitivo del Edipo. Pero la salida, si es que hay una, no consiste en acumular los testimonios sobre la verdad de nuestras ilusiones. Debe más bien consistir en performar las ilusiones, en exhibirlas, en multiplicarlas y en atravesarlas. Las que observan la performance del sadomasoquismo y la condenan son como las espectadoras de una obra que piensan que estan fuera del espectáculo. El llamado a expresiones “naturales” de sexualidad es como la ilusión de la espectadora que cree que está simplemente “viviendo”. La batalla no es evitar la repetición, sino repetir con diferencias transformacionales.
Ya seamos espectadoras o actrices, el tiempo es esencial. Es decir que nuestras temporalidades definen si tenemos conciencia de estar en el interior o en el exterior de la performance. La imagen que nos devuelve la mirada en espejo del amante promete “fijarnos”, ofrecernos fidelidad y coherencia. Es una imagen que crea la ilusión de atemporalidad –de donde proviene el discurso romántico de los amantes, que experimentan la sensación de vivir en un tiempo que se ha vuelto inmóvil o en un espacio que los transportó mágicamente fuera del tiempo. Este “estar en el momento” nos promete “ser”, nos da la sensación de que duraremos a través de nuestro amor y gracias a él. Ese intercambio de miradas de los amantes satisface otro de los “universales” de Blau, la protactilidad del tiempo. “Protacter” significa alargar, acrecentar, prolongar en duración. En la performance, opera como un modo de desacondicionamiento, conduciendo la performance a la “vida96”. Blau explica que las “acentuaciones (particulares) de la vida cotidiana” impiden o “son sentidas como impedimentos” de la performance. En la performance, el determinante del tiempo reposa sobre un movimiento paradójico. En principio, el comportamiento, que no es una performance, es reconocido. Luego, para crear la ilusión de un “movimiento natural”, el comportamiento debe ser desaprendido, desacondicionado, de tal manera que pueda reaparecer como si estuviese ya ahí. Blau utiliza el ejemplo familiar de la lucha de Stanislavski para enseñar a sus actores como caminar sobre un escenario, para ilustrar la diferencia entre “simplemente hacer” y “actuar hacerlo” (performing the doing), de manera tal que aparezca ya hecho: “Stanislavski [dice] que la cosa más difícil de hacer sobre el escenario, aún cuando lo haya hecho toda su vida, es caminar”. El movimiento natural debe morir a fin de poder renacer en la performance: “¡Matad la respiración! ¡Matad el ritmo! Repite el maestro de la danza97”.
En el análisis de Reik sobre el masoquismo, el tiempo es igualmente crucial. Lo que llama la “huida hacia adelante” es a la vez una manera de anticiparse y de sobrepasar, para el masoquista, la ansiedad que lo asaltó. Pero si la anticipación es el modo dominante de la espera ansiosa, estamos todavía aquí en una temporalidad lineal. Sin embargo, el salto en la escena perversa constituye un puente arrojado sobre la brecha que separa el pasado del futuro. Es un salto que no puede ser nunca sino del orden de la confianza. La escena tiene lugar en lo que aparenta ser “el presente”, pero en un presente del indicativo que es performativo, donde el “yo” (je) es ek-statico: es un ser salido de su lugar.
Pero no debemos confundir ese tiempo con el olvido obstinado del teatro clásico. Si el tiempo performativo del S/M se comprende como el tiempo en psicoanálisis, el goce que es un “ek-stasis” se parece más al olvido según Nietzsche, que no es solamente vis inertiae, sino más bien un poder activo sin el cual no puede haber “ninguna dicha, ninguna serenidad, ninguna esperanza, ningún goce del instante presente98”. El olvido activo “representa una potencia, una forma de buena salud99”. El olvido, sostiene Nietzsche, está facultado para resolver el problema y la paradoja de la promesa. Al pretender anticipar el futuro, la promesa intenta volver el futuro presente, o pasado, como si hubiese sido ya. De este modo, prometer tiene siempre lugar en un tiempo que es el del psicoanálisis –el futuro ya ahí. En la reformulación de Freud por Lacan:

Lo que se realiza (en mi historia) no es el pasado definido por lo que fue, puesto que ya no es más, ni tampoco el perfecto de lo que hubiera sido en lo que soy, sino el futuro anterior de lo que habría sido por lo que estoy en vías de devenir100.

Catherine Clément explica que:

es Lacan quien, jugando con los tiempos, encuentra en la gramática el recurso de una forma que, por su función en la lengua va del futuro al pasado, y del pasado al futuro indisociablemente: ese futuro que llamamos anterior, como la vida poética que imaginaba Baudelaire101.

Que la historia y la performance no puedan repetirse, no significa que no puedan transformarse. El “real” de Lacan es imposible, pero en el tiempo psicoanalítico, deviene en el “real-imposible” . Ya que si el “real” es un lugar psíquico que no puede ser habitado, es por no ser especular. Es decir, que no tiene lugar en el tiempo o en el espacio de la ilusión ideológica que llamamos “realidad”, porque excede la economía especular. No obstante, no deja de producir “efectos de realidad”, gracias a su estatuto extralingüístico, y no a pesar de él. El futuro anterior es la gramática del real. Es también, pienso, el tiempo del masoquismo.
La masoquista no hace simplemente equivaler placer y sufrimiento, tampoco se esfuerza por hacer que el placer suceda al sufrimiento; si seguimos el concepto pertinente de Reik de “huida hacia adelante” podemos más bien aprehender el masoquismo como una “sucesión de la pena y del placer (que) deviene simultaneidad102”, y entonces avanzar en la idea de un período de reposo, bastante parecido a la lectura hecha por Bersani de la somnolencia erótica de Baudelaire o, en términos de Califia, en ese momento “en que caemos en el sueño exactamente en el mismo instante”.
El movimiento que lleva a ese período de recuperación o de reposo se realiza en un gesto paradójico como “una cosa intermediaria muy especial” ya que es a la vez “el acercamiento y la huida103”. Es importante señalar el aspecto de simultaneidad de ese movimiento contradictorio, ya que, durante la fase de incertidumbre, no aparece más que una vacilación. Pero el fin de la masoquista es el de hacerlas coincidir y ligar en ese lugar la ansiedad104. El reposo tan deseado no puede alcanzarse más que a través de una fase donde la angustia podrá afirmarse aún más profundamente, tanto como el placer. Y es ahí donde la masoquista hará el salto de confianza de “huida hacia adelante” en el que la angustia no será evitada simplemente, sino ligada. El movimiento que lleva de la fase de la incertidumbre a la “huida hacia adelante” comienza con el nacimiento del masoquismo como práctica; es un tiempo de transformación en donde lo que anteriormente pudo ser espanto, no es ya a la vez ni buscado ni evitado, es decir mantenido en suspenso, sino que se traduce en placer.
Por supuesto, eso no siempre se alcanza. En realidad, es extremamente difícil de lograr porque es común que la masoquista abandone la “práctica” y retorne a la fase de espera/fantasma, cuando la angustia domina al placer. Es más común aún resistirse a hacer un solo paso en la práctica ya que, evidentemente, el número de las que admitirán tener fantasmas masoquistas excede por mucho el número de las que practican realmente el masoquismo. Pero sin embargo, cuando el movimiento se ha iniciado, retirarse podría dejar a la masoquista bloqueada en esa fase de espera donde la “puesta en acto” ya no es un proceso de atravesamiento sino el monstruoso atolladero de un espacio traumático infranqueable. Es por esa razón entre otras que encuentro esencial argumentar contra los ataques dirigidos a las prácticas sexuales sadomasoquistas. Ya que, sobre todo entre las feministas, tales ataques pueden suscitar vergüenza, culpabilidad y miedo en mujeres que están a punto de explorar el S/M o que han comenzado a considerar sus posibilidades, y por lo tanto hacerlas retornar brutalmente a una fase de angustia de la que podrían no emerger jamás.
La insistencia de Reik en definir al masoquismo como proceso y no como una entidad inmutable es muy importante. Porque en la fase de espera, la dialéctica placer/sufrimiento es alternante: “Ahora uno, y después el otro105”; una vez realizada lahuida hacia adelante, “los dos se confunden106”, y el terror de la integración puede ser superado. En el mismo sentido, o más importante aún, no se trata de un proceso en línea recta sino en espiral: el movimiento del “fantasma a la realidad”, del factor de suspenso a la “escena perversa”, esfuma las fronteras entre conciente e inconsciente (que de todas maneras están siempre esfumadas). Pero la clave del mecanismo, en el análisis de Reik, no es el levantamiento de la represión o la inversión de un fin instintual; según Reik, el masoquismo “se convierte en el acceso a la beatitud y a la salvación107”.
Felman pretende que el lazo necesario entre promesa y matrimonio es que:

[...] toda promesa promete constancia [...] coherencia, continuidad en el tiempo, entre el acto de comprometerse y la acción futura108.

Con esta expresión, estamos una vez más en un intento de captura de nuestra imagen en un espejo que está siempre ya quebrado. Si la “constancia” es la estructura del “constatativo”, entonces la promesa es “promesa de que el lenguaje haga referencia, que signifique109”. Podríamos entonces comprender la célebre fórmula de Lacan “no hay relación sexual” como la idea de que la relación sexual no produce “significación”. Desde ese punto de vista, la constancia no es un atributo muy deseable y la promesa queda abierta a que la relación sexual no muera en la representación cerrada.
Si la que promete es la seductora, lleva a la que seduce a pensar que el performativo es un constatativo. Ya que la seducción es una trampa:

[que consiste en] producir una ilusión referencial en un enunciado que es autoreferencial [...], la ilusión de un acto de compromiso real o extralingüístico, creado por un enunciado que refiere únicamente a él mismo110.

La promesa produce una creencia en el constatativo –el orden de una significación/verdad. Tal creencia es una aspiración a algo que va más allá de la realidad como fábrica. Podríamos pensar que es el duelo por la referencialidad, el dolor expresado por alguna cosa que no fue jamás poseída. Si narcisismo es igual a muerte en las teorías postmodernas, también lo es para la referencialidad. O, para decirlo un poco diferentemente, la muerte es el referente, el momento en el que se detiene el tiempo –el presente. Como lo señala Jonathan Dollimore:

[...] la muerte está siempre ahí, y es por lo que la muerte futura y la decadencia a la que lleva ineluctablemente se llenan de imágenes, de manera deslumbrante, como la verdad de aquí y ahora111.

Porque las sexualidades perversas caen fuera de la simbolización o, como propone Dean, son forcluídas de la significación, se las asocia ineluctablemente a la muerte (referente último).
Así, paradójicamente, la percepción de esas performances (siendo la performance misma una forma de arte que toma lugar en el aquí y ahora) en tanto que real (que para sus detractores significa “a la manera-de-la-vida” más que “a la manera-del-arte”) produce una confusión sobre la frontera misma que es probablemente la única que queda inexpugnable –la de la vida y de la muerte. Desde este punto de vista, podemos darnos cuenta de lo que creó tanta angustia en el seno de la derecha fundamentalista alrededor de esas performances, cuyos esfuerzos por censurarlas manifiestan un fervor apocalíptico. Por ironía del destino, por supuesto, es su propio rechazo a autorizar una significación a sus acciones lo que produjo el retorno del real en la fantasmática del orden simbólico dominante. Forcluídas del simbólico, retornaron en el real, como reales. Como la “vida” que es muerte –muerte para la coherencia de un orden simbólico, que se constituye como totalidad produciendo su propio exterior en el interior de él mismo.
Según mi opinión, la sexualidad S/M en general, y las performances autoreflexivas/eróticas de artistas cuyas obras discuto al comienzo de este capítulo, imitan esa configuración psíquica y social. Pero la forma y la estructura de esas performances no confirman la verdad. Exploran más bien los límites y las fronteras según modos que perturban la hegemonía de ese orden. Explotando su superficie, minan sus profundidades.
La distinción entre la top y la bottom en la sexualidad S/M parece reificar un binario que, en parte, explica porqué ciertas feministas encuentran esas prácticas tan odiosas. Si top y bottom corresponden a la díada superficie/profundidad, podemos asimilar la primera a lo que Deleuze llama “el agrimensor de superficies que creíamos tan bien conocidas que no las explorábamos”. En realidad, deberíamos decir que la top se convierte en esa superficie cuyo papel “tiene precisamente el sentido de organizar y desplegar los elementos venidos de las profundidades112”. Las bottoms describen constantemente su experiencia como el hecho de zambullirse en las profundidades –dejar su cuerpo, caer, perder conciencia. Las tops hablan de la enorme responsabilidad y del riesgo de llegar a tener que ser la que debe traer de vuelta a la bottom a la superficie antes de que se pierda en las profundidades. Deleuze sostiene que las superficies de Lewis Carroll no pueden comunicarse con las profundidades de Artaud, aún cuando él ya haya admitido que se encuentran siempre fragmentos de profundidades en la superficie113. Ese modelo de profundidad exige pureza indiscutible, un elemento sin mezcla, sin confusión. Tal búsqueda de lo puro o de lo absoluto no puede ser otra cosa que un deseo de dominio. Kojève, leyendo a Hegel acerca de la dialéctica amo/esclavo, descubre que el dominio es siempre un atolladero, ya que el deseo de reconocimiento viene de una (la esclava) que, en último lugar, no es “digna” de dárselo. Una vez que una ha alcanzado el dominio, no hay más deseo, porque ya no hay posibilidad de reconocimiento. Aquella que desea el dominio (de la otra) se encuentra paralizada, ya que no puede reconocer el deseo de la otra, habiéndola sometido o incorporado114.
La correspondencia aparente entre la top y el amo no es esa dialéctica hegeliana. Por el contrario, lo que se repite constantemente en los relatos S/M es la extraordinaria atención de las tops a las mínimas permutaciones de placer y de miedo de la bottom. He aquí, por ejemplo, el informe de un observador, por primera vez testigo de una escena S/M:

El bottom soporta, sujetado sobre dos círculos de fuego, concentrado, pero sin ver. Sus suspiros se vuelven más rápidos y más fuertes, hasta que su pecho se eleva y se empapa de sudor, y se pone a lanzar una especie de bramido sordo, la mandíbula orientada y la boca redondeada como si chupeteara una pija. Ahora, el movimiento de la fusta es rápido y contundente. El top se detiene bruscamente, toma delicadamente la cabeza del bottom entre sus manos, lo abraza profundamente [...], tomando sus labios entre el pulgar y el índice. Yo permanecía mirando en el medio de un grupo de tipos en cuero y todos estaban excitados a la vista de ese hombre que conducía a otro por meandros de ternura, de severidad y de confianza en el otro, los ojos vendados, al encuentro de un amante en el corazón del laberinto115.

Aunque Deleuze pretenda que la superficie y la profundidad no puedan comunicarse, hay un momento, en su propio comentario, en que esos mundos coinciden. Este momento, breve, preciso, que vale infinitamente la pena que sea esperado y quizás repetido sin cesar, es en el que “la niñita aflora del agua como Alicia de la fuente de sus propias lágrimas116”. Ya que en ese momento ella no es ni superficie ni profundidad. Con su cuerpo sumergido aún parcialmente, pero con su cabeza saliendo de la fuente de lágrimas, Alicia habita la frontera para entrar en un desgarramiento súbito. Esa brecha de las aguas es la misma brecha en el lenguaje, en la que se puede entrever un lenguaje pleno.
La top no espera simplemente en la orilla, observando sin pasión el descenso y la reaparición de la bottom. Tampoco limita su papel a facilitar ese movimiento. Va de acá para allá con la bottom. Ni anticipación ni recuerdo, no se trata de esperar lo que podría ser, ni acordarse de lo que fue. Ni real ni fantasmático, sino una sexualidad consciente en tanto que tal de los medios que utiliza el fantasma para construir la realidad planteando la ilusión autenticidad, el S/M se esfuerza, siempre fallando, en mantener mezclados a los amantes, en ese tiempo más imposible aún que el futuro anterior: el presente en donde, juntas, están suspendidas.

Traducción del francés: Javier Macías
Correcciones: Graciela Leguizamón.

No hay comentarios: